Array Array - Paula

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Las alumnas provenían de diversas regiones y casi todas estaban internas. Shirley era la chica más bonita del colegio, aun con el sombrero del uniforme se veía bien; venía de la India, tenía el pelo negro–azul, se maquillaba los ojos con un polvo nacarado y caminaba con paso de gacela desafiando la ley de gravedad.

Encerradas en el baño me enseñó la danza del vientre, que de nada me ha servido hasta ahora porque nunca tuve valor suficiente para seducir a hombre alguno con esos menequeteos. Un día, cuando ella acababa de cumplir quince años, la retiraron del colegio y se la llevaron de vuelta a su país para casarla con un comerciante cincuentón, escogido por sus padres, a quien ella jamás había visto; lo conoció mediante una fotografía de estudio coloreada a mano. Elizabeth, mi mejor amiga, era un personaje de novela: huérfana, criada como sirvienta por sus hermanas que robaron su parte de la herencia paterna, cantaba como un ángel y hacía planes para escaparse a América. Treinta y cinco años más tarde nos encontramos en Canadá. Cumplió sus sueños de independencia, dirige una empresa propia, tiene casa de lujo, automóvil con teléfono, cuatro abrigos de piel y dos perros regalones, pero todavía llora cuando recuerda su juventud en Beirut. Mientras Elizabeth ahorraba centavos para huir al Nuevo Mundo y la hermosa Shirley cumplía su destino de novia por encargo, las demás estudiábamos la Biblia y comentábamos en susurros a un tal Elvis Presley, a quien nadie había visto ni escuchado cantar, pero decían que causaba estragos con su guitarra eléctrica y su revoltura de pelvis. Me movilizaba en el autobús del colegio, era la primera que recogía por la mañana y la última que dejaba por la tarde, pasaba horas dando vueltas por la ciudad, arreglo muy conveniente porque sentía pocos deseos de ir a la casa. De todos modos, tarde o temprano llegaba.

A menudo encontraba al tío Ramón en camiseta, sentado bajo un ventilador, abanicándose con el periódico y escuchando boleros.

— ¡Qué te enseñaron las monjas hoy? — me saludaba.

— No son monjas, son señoritas protestantes. Hablamos de Job–replicaba yo, sudando,

pero flemática y digna en mi patibulario uniforme.

— ¿Job? ¿Ese tonto a quien Dios puso a prueba enviándole toda suerte de desgracias?

— No era ningún tonto, tío Ramón, era un santo varón que jamás renegó del Señor, a pesar de sus sufrimientos.

— ¿Te parece correcto? Dios apuesta con Satanás, castiga al pobre hombre sin piedad y además pretende que lo adore. Es un dios cruel, injusto y frívolo. Un patrón que se comporta así con sus siervos no merece lealtad ni respeto, mucho menos adoración.

El tío Ramón, educado por los jesuitas, empleaba un énfasis estremecedor y una lógica implacable–los mismos que usaba en las trifulcas con mi madre–para demostrar la estupidez del héroe bíblico; su actitud, lejos de constituir un ejemplo loable, era un problema de personalidad. En menos de diez minutos de oratoria echaba por tierra las virtuosas enseñanzas de Miss Saint John.

— ¿Estás convencida de que Job era un pelotudo?

— Sí, tío Ramón.

— ¿Podrías asegurarlo por escrito? — Sí.

El señor cónsul cruzaba el par de metros que nos separaban de su oficina, redactaba en papel sellado un documento con tres copias diciendo que yo, Isabel Allende Llona, de catorce años, ciudadana chilena, certificaba que Job, el del Antiguo Testamento, era un pánfilo. Me hacía firmarlo, después de leerlo cuidadosamente porque jamás se debe firmar algo a ciegas, lo doblaba y lo guardaba en la caja fuerte del Consulado. Luego regresaba a sentarse bajo el ventilador y con un profundo suspiro de fastidio me decía:

— Bueno, hija, ahora voy a probarte que tú tenías razón, Job era un santo hombre de Dios. Te daré los argumentos que tú debieras haber empleado si supieras pensar. Conste que me doy este trabajo sólo para enseñarte a discutir, eso siempre sirve en la vida.

Y procedía a desmantelar su propio alegato anterior para convencerme de aquello que yo creía firmemente al principio. Poco después me tenía de nuevo derrotada, esta vez al borde del llanto.

— ¿Aceptas que Job hizo lo correcto al permanecer fiel a su Señor a pesar de todas sus desgracias?

— Sí, tío Ramón.

— ¿Estás absolutamente segura? — Sí.

— ¿Estás dispuesta a firmarme un documento?

Y redactaba otro humillante papel redactaba en papel en el cual quedaba certificado que yo, Isabel Allende Llona, de catorce años, ciudadana chilena, me desdecía de la declaración anterior y aseguraba, en cambio, que Job era un hombre justo. Me pasaba su pluma y cuando estaba a punto de estampar mi nombre al pie de la página me atajaba con un grito.

— ¡No! ¿Cuántas veces te he dicho que no des tu brazo a torcer?

Lo más importante para ganar una discusión es no vacilar, aunque tengas dudas y mucho menos si estás equivocada.

Así aprendí a defenderme y años después competí en Chile en un debate interescolar de oratoria contra el colegio San Ignacio, representado por cinco muchachos en actitud de abogados criminalistas y dos curas jesuitas, que les soplaban instrucciones. El equipo masculino se presentó con un cargamento de libros que citaba para apoyar sus alegatos y asustar a sus contrincantes. Yo llevaba como único sostén el recuerdo de aquellas tardes con Job y el tío Ramón en el Líbano. Perdí, por supuesto, pero al final mis compañeras me pasearon en andas, mientras los machos rivales se retiraban altivos con su carretilla de argumentos. No sé cuántos papeles con tres copias firmé en mi adolescencia sobre los temas más diversos, desde comerme las uñas hasta las ballenas en vías de extinción. Creo que el tío Ramón guardó por años algunos de esos testimonio, como uno en el cual juro que por su culpa no conoceré hombres y me quedaré solterona.

Eso fue en Bolivia, cuando a los once años me dio una pataleta porque no me dejó ir a una fiesta donde pensaba ver al orejón de mis amores. Tres años después me invitaron a otra, esta vez en Beirut, en casa de los Embajadores de los Estados Unidos, y no quise asistir por prudencia, en ese tiempo la niñas teníamos un papel de rebaño pasivo, yo estaba segura que ningún muchacho en su sano juicio me invitaría a bailar y era difícil imaginar una humillación más grave que planchar en una fiesta. En esa ocasión mi padrastro me obligó a asistir porque, según dijo, si no vencía mis complejos nunca tendría éxito en la vida. La tarde anterior a la fiesta cerró el Consulado y se dedicó a enseñarme a bailar. Con irreductible tenacidad me hizo mover los huesos al ritmo de la música, primero apoyada en el respaldo de una silla, luego con una escoba y por último con él. En esas horas aprendí desde charlestón hasta samba, después me secó las lágrimas y me llevó a comprar un vestido. Al dejarme en la fiesta me dio un consejo inolvidable, que he aplicado en los momentos cruciales de mi vida: piensa que ios demás tienen más miedo que tú. Agregó que no me sentara ni por un instante, me quedara de pie cerca del tocadiscos y no comiera nada, porque los muchachos necesitaban mucho valor para cruzar el salón y acercarse a una niña anclada como una fragata en una silla y con un plato de torta en la mano. Además, los pocos chicos que saben bailar son los que cambian la música, por eso conviene permanecer cerca de los discos. A la entrada de la Embajada, una fortaleza de cemento en el peor estilo de los años cincuenta, había una jaula con unos pajarracos negros que hablaban inglés con acento de Jamaica. Me recibió la Embajadora–vestida de almirante y con un silbato colgado al cuello para dar instrucciones a los invitados–y nos condujo a un salón monumental donde se hallaba una multitud de adolescentes altos y feos, con las caras llenas de espinillas, que masticaban chicle, comían papas fritas y bebían Coca–cola. Los chicos vestían chaquetas a cuadros y corbatines de mariposa, las muchachas usaban faldas en forma de plato y chalecos de lana angora que dejaban el aire lleno de pelos y revelaban envidiables protuberancias en el pecho. Yo nada tenía para

poner dentro de un sostén. Todos estaban en calcetines. Me sentí completamente ajena, mi vestido era un esperpento de tafetán y terciopelo y no conocía a nadie. Aterrada, me dediqué a darle migas de torta a los pájaros negros hasta que recordé las instrucciones del tío Ramón y, temblando, me quité los zapatos y me acerqué al tocadiscos. Pronto vi una mano masculina estirada en mi dirección y, sin poder creer tamaña buena suerte, salí a bailar una melodía azucarada con un muchacho con frenillos en los dientes y los pies planos, que no tenía ni la mitad de la gracia de mi padrastro. Se bailaba con las mejillas pegadas — «cheek–to–cheek creo que se llamaba–pero ésa era una proeza imposible para mí, porque mi cara por lo general alcanza al esternón de cualquier hombre normal y en esa fiesta, cuando apenas tenía catorce años y además estaba sin zapatos, llegaba al ombligo de mi compañero. A esa canción siguió un disco completo de rock'n roll, del cual el tío Ramón no había oído ni hablar, pero me bastó observar a los demás por unos minutos y poner en práctica lo aprendido la tarde anterior. Por una vez sirvieron de algo mi escaso tamaño y mis articulaciones sueltas, sin ninguna dificultad mis compañeros de baile me lanzaban hacia el techo, me daban una voltereta de acróbata en el aire y me recogían a ras de suelo, justo cuando iba a partirme la nuca. Me encontré dando saltos ornamentales, alzada, arrastrada, vapuleada y sacudida por diversos jóvenes, que a esas alturas se habían quitado las chaquetas a cuadros y las corbatas de mariposa. No puedo quejarme, esa noche no planché, como tanto temía, sino que bailé hasta que me salieron ampollas en los pies y así adquirí la certeza de que conocer hombres no es tan difícil, después de todo, y que seguramente no me quedaría solterona, pero no firmé otro documento al respecto. Había aprendido a no dar mi brazo a torcer.

El tío Ramón tenía un armario desarmable de tres cuerpos, que llevaba consigo en los viajes, donde guardaba bajo llave su ropa y sus tesoros: una colección de revistas eróticas, cartones de cigarrillos, cajas de chocolates y licor. Mi hermano Juan descubrió la forma de abrirlo con un alambre enroscado y así nos convertimos en expertos rateros. Si hubiéramos tomado unos pocos chocolates o cigarrillos, se habría notado, pero sacábamos una capa completa de bombones y volvíamos a cerrar la caja con tal perfección que parecía intacta y sustraímos los cigarrillos por cartones, nunca por unidades o por cajetillas. El tío Ramón tuvo las primeras sospechas en La Paz. Nos llamó por separado, un niño a la vez, y trató de obtener una confesión o que delatáramos al culpable, pero no le sirvieron palabras dulces ni castigos, admitir el delito nos parecía una estupidez y en nuestro código moral una traición entre hermanos era imperdonable. Un viernes por la tarde, cuando regresamos del colegio, encontramos al tío Ramón y a un hombre desconocido esperándonos en la sala.

— Estoy cansado de la falta de honestidad que reina en esta familia, lo menos que puedo exigir es que no me roben en mi propia casa. Este señor es un detective de la policía. Les tomará las huellas digitales a los tres, las comparará con las marcas que hay en mi armario y así sabremos quién es el ladrón. Ésta es la última oportunidad de confesar la verdad…

Pálidos de terror, mis hermanos y yo bajamos la vista y apretamos los dientes.

— ¿Saben lo que les pasa a los delincuentes? Se pudren en la cárcel–agregó el tío Ramón.

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