Array Array - Paula

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manejaba una motocicleta y vivía en un apartamento con una empleada que lo atendía como a un señorito, nunca tuvo que lavar sus calcetines o cocinar un huevo. Era un muchacho alto, apuesto, muy delgado, con grandes ojos color caramelo, que se sonrojaba cuando estaba nervioso. Una amiga nos presentó, vino a verme un día con el pretexto de enseñarme química y enseguida pidió permiso formal a mi abuelo para llevarme a la ópera. Fuimos a ver Madame Butterfly y yo, que carecía por completo de formación musical, pensé que se trataba de un espectáculo humorístico y me reí a carcajadas cuando vi caer del techo una lluvia de flores de plástico sobre una gorda que cantaba a pleno pulmón mientras se abría la barriga a cuchillazos delante de su hijo, una pobre criatura con los ojos vendados y con un par de banderas en las manos. Así comenzaron unos amores muy lentos y dulces, destinados a durar muchos años antes de consumarse, porque a Michael le faltaban como seis años de universidad y yo aún no terminaba la escuela. Pasaron varios meses antes que nos tomáramos de las manos en el concierto de los miércoles y casi un año antes del primer beso.

— Me gusta este joven, viene a mejorar la raza–se rió mi abuelo cuando finalmente admití que estábamos enamorados.

El lunes te agarró la muerte, Paula. Vino y te señaló, pero se encontró frente a frente con tu madre y tu abuela y por esta vez retrocedió. No está derrotada y todavía te ronda, rezongando con su revuelo de harapos sombríos y rumor de huesos. Te fuiste para el otro lado por algunos minutos y en verdad nadie se explica cómo ni por qué estás de vuelta. Nunca te habíamos visto tan mal, ardías de fiebre, un ronroneo aterrador te salía del pecho, se te asomaba el blanco de los ojos a través de los párpados entrecerrados, de pronto la tensión te bajó casi a cero y comenzaron a sonar las alarmas de los monitores y la sala se llenó de gente, todos tan afanados en torno a ti, que se olvidaron de nosotras, y así es como estuvimos presentes cuando se te escapaba el alma del cuerpo, mientras te inyectaban drogas, te soplaban oxígeno y trataban de poner de nuevo en marcha tu corazón agotado.

Trajeron un aparato y empezaron a darte golpes eléctricos, terribles corrientazos en el pecho, que te hacían saltar de la cama. Oímos órdenes, voces alteradas y carreras, llegaron otros médicos con diferentes máquinas y jeringas, quién sabe cuántos minutos eternos transcurrieron, parecieron muchas horas. No podíamos verte, te tapaban los cuerpos de quienes te atendían, pero pudimos percibir con nitidez tu zozobra y el aliento triunfal de la muerte. Hubo un momento en el cual la febril agitación se congeló de súbito, como en una fotografía, y entonces escuché el murmullo en sordina de mi madre exigiéndote que lucharas, hija, ordenándole a tu corazón que siguiera andando en nombre de Ernesto y de los años preciosos que te faltan por vivir y del bien que aún puedes sembrar. El tiempo se detuvo en los relojes, las curvas y picos verdes en las pantallas de las máquinas se convirtieron en líneas rectas y un zumbido de consternación reemplazó el chillido de las alarmas. Alguien dijo no hay más que hacer… y otra voz agregó ha muerto, la gente se apartó, algunos se alejaron y pudimos verte inerte y pálida, como una niña de mármol. Entonces sentí la mano de mi madre en la mía impulsándome hacia delante y dimos unos pasos al frente acercándonos a la orilla de tu cama y sin una lágrima te ofrecimos la reserva completa de nuestro vigor, toda la salud y fortaleza de nuestros más recónditos genes de navegantes vascos y de indómitos indios americanos, y en silencio invocamos a los dioses conocidos y por conocer y a los espíritus benéficos de nuestros antepasados y a las fuerzas más formidables de la vida, para que corrieran a tu rescate. Fue tan intenso el clamor que a cincuenta kilómetros de distancia Ernesto sintió el llamado

con la claridad de un campanazo, supo que rodabas hacia un abismo y echó a correr en dirección al hospital. Entretanto en torno a tu cama se helaba el aire y se confundía el tiempo y cuando los relojes marcaron de nuevo los segundos, ya era tarde para la muerte. Los médicos vencidos se habían retirado y las enfermeras se preparaban para desconectar los tubos y cubrirte con una sábana, cuando una de las pantallas mágicas dio un suspiro y la caprichosa línea verde empezó a ondular señalando tu retorno a la vida. ¡Paula! te llamamos mi madre y yo en una sola voz y las enfermeras repitieron el grito y la sala se llenó con tu nombre.

Ernesto llegó una hora más tarde; había devorado la autopista y atravesado la ciudad como una exhalación. Hasta entonces no tenía duda que sanarías, pero en esta ocasión, vencido, de rodillas en la capilla, rogó simplemente para que cesara este martirio y descansaras por fin. Sin embargo, cuando te abrazó en la siguiente visita la vehemencia del amor y el deseo de retenerte fueron más poderosos que la resignación. Te siente en su propio cuerpo, se adelanta a los diagnósticos clínicos, percibe signos invisibles para otros ojos, es el único que pareciera comunicarse contigo.

Vive, vive por mí, por nosotros, Paula, somos un equipo chica mía, te rogaba, verás que todo sale bien, no te vayas, seré tu apoyo, tu refugio, tu amigo, te sanaré con mi amor, acuérdate de ese bendito 3 de enero en que nos conocimos y todo cambió para siempre, no puedes dejarme ahora, estamos recién comenzando, nos queda medio siglo por delante. No sé qué otras súplicas, secretos o promesas te susurró al oído ese lunes tenebroso, ni cómo te sopló ganas de vivir en cada beso que te dio, pero estoy segura que hoy respiras por obra de su tenaz ternura. Tu vida es una misteriosa victoria del amor. Ya has superado la peor parte de la crisis, te están administrando el antibiótico preciso, han controlado tu presión y poco a poco cede la fiebre. Has vuelto al punto de partida, no sé qué significa esta especie de resurrección. Llevas más de dos meses en coma, no me engaño, hija, sé cuán grave estás, pero puedes recuperarte por completo; el especialista en porfiria asegura que no tienes daño cerebral, la enfermedad sólo te ha atacado los nervios periféricos. Palabras, palabras benditas, las repito una y otra vez como una fórmula de encantamiento que puede traerte la salvación. Hoy te habían colocado de costado en la cama y a pesar del aspecto torturado de tu pobre cuerpo, tu cara estaba intacta y te veías hermosa como una novia dormida, con sombras azules bajo tus largas pestañas.

Las enfermeras te habían refrescado con agua de colonia y recogido el cabello en una gruesa trenza, que colgaba fuera de la cama como una cuerda marinera. No hay señas de tu inteligencia, pero vives y tu espíritu aún te habita. Respira, Paula, tienes que respirar…

Mi madre sigue regateando con Dios, ahora le ofrece su vida por la tuya, dice que de todos modos setenta años son mucho tiempo, mucho cansancio y muchas penas. También yo quisiera ocupar tu lugar, pero no existen recursos de ilusionista para estos trueques, cada una de nosotras, abuela, madre e hija, deberá cumplir su propio destino. Al menos no estamos solas, somos tres. Tu abuela está cansada, trata de disimularlo, pero le pesan los años y durante estos meses de sufrimiento en Madrid el invierno se le ha metido en los huesos, no hay forma de darle calor, duerme bajo una montaña de frazadas y de día anda envuelta en chalecos y bufandas, pero no deja de temblar. Hablé largamente por teléfono con el tío Ramón para que me ayude a convencerla de que es hora de volver a Chile. No he podido escribir en varios días, sólo ahora, que empiezas a salir de la agonía, vuelvo a estas páginas. La relación discreta que compartimos con

Michael floreció con parsimonia, a la antigua, en el salón de la casa del Tata, entre tazas de té en invierno y copas de helados en verano. El descubrimiento del amor y la dicha de sentirme aceptada me transformaron, la timidez dio paso a un carácter más bien explosivo y se terminaron esos largos períodos de rabioso silencio de la infancia y la adolescencia. Una vez por semana íbamos en su motocicleta a escuchar un concierto, sábado por medio me permitían ir al cine, siempre que regresara temprano, y algunos domingos mi abuelo lo invitaba a los almuerzos familiares, verdaderos torneos de resistencia. La sola comilona era una prueba rompehuesos: bocadillos de marisco, empanadas picantes, cazuela de gallina o pastel de choclo, torta de manjar blanco, vino con fruta y una jarra descomunal de pisco sour, el más fatídico brebaje chileno. Los comensales competían en la hazaña de tragarse aquel ágape y a veces, por afán de desafío, antes del postre pedían huevos fritos con tocino. Los sobrevivientes ganaban así el privilegio de manifestar sus locuras particulares. A la hora del café ya estaban discutiendo a gritos y antes que pasaran las copitas de licor dulce habían jurado que ése era el último domingo de parranda familiar, sin embargo a la semana siguiente se repetía con pocas variantes la misma mortificación porque ausentarse habría sido un desaire inconcebible, mi abuelo no lo habría perdonado. Yo temía esas reuniones casi tanto como los almuerzos en casa de Salvador Allende, donde las primas me miraban con disimulado desprecio porque no sabía de qué diablos hablaban. Vivían en una casa pequeña, acogedora, atiborrada de obras de arte, libros valiosos y fotografías que si aún existen, son documentos históricos. La política era el único tema en esa familia inteligente y bien informada. La conversación volaba por las alturas en torno a los acontecimientos mundiales y de vez en cuando aterrizaba en los últimos detalles de la chismografía nacional, pero en cualquier caso yo quedaba en la luna. En ese tiempo sólo leía novelas de ciencia ficción y mientras los Allende planeaban con fervor socialista la transformación del país, yo deambulaba de asteroide en asteroide en compañía de extraterrestres tan escurridizos como los ectoplasmas de mi abuela.

En la primera oportunidad en que sus padres viajaron a Santiago, Michael me llevó a conocerlos. Mis futuros suegros me esperaban a tomar té a las cinco de la tarde, mantel almidonado, porcelana inglesa pintada, panecillos hechos en casa. Me recibieron con simpatía, sentí que sin conocerme me aceptaban agradecidos por el amor que yo prodigaba a su hijo. El padre se lavó las manos una docena de veces durante mi breve visita y al sentarse a la mesa retiró la silla con los codos, para no ensuciárselas antes de la comida. Hacia el final me preguntó si era pariente de Salvador Allende y cuando asentí le cambió la expresión, pero su natural cortesía le impidió manifestar sus ideas al respecto en nuestro primer encuentro, ya habría ocasión de hacerlo más adelante. La madre de Michael me cautivó desde el comienzo, era un alma candorosa, incapaz de una mala intención, la bondad se asomaba en sus ojos líquidos color aguamarina. Me acogió con sencillez, como si nos conociéramos desde hacía años, y esa tarde sellamos un pacto secreto de ayuda mutua, que nos sería de gran utilidad en las pruebas dolorosas de los años siguientes. A los padres de Michael, que deben haber deseado para su hijo una muchacha tranquila y discreta de la colonia inglesa, no les costó mucho adivinar las fallas de mi carácter desde el comienzo, por lo mismo es admirable que me abrieran los brazos con tal prontitud.

No había cumplido aún diecisiete años cuando comencé a trabajar y desde entonces lo he hecho siempre. Terminé el colegio y no supe qué hacer con mi futuro; debí plantearme ir a la universidad, pero estaba confundida, quería independencia y de todos modos pensaba casarme pronto y tener hijos, ése era el destino de las muchachas de entonces. Deberías estudiar teatro, me sugirió mi madre, que me conocía más que nadie, pero esa

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