Array Array - Paula

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Le dijimos cuánto la amábamos, repasamos los espléndidos años vividos y le aseguramos que permanecerá siempre en nuestra memoria. Le prometimos que la acompañaremos hasta el último instante en este mundo y que nos encontraremos de nuevo en el otro, porque en realidad no hay separación. Muérete, mi amor, suplicó Ernesto de rodillas junto a la cama. Muérete, hija, agregué yo en silencio, porque no me salió la voz.

Willie sostiene que hablo y camino dormida, pero no es así. De noche vago descalza y callada por la casa, para no incomodar a los espíritus y a los zorrillos que acuden sigilosos a devorar la comida de la gata. A veces nos encontramos frente a frente y ellos levantan sus hermosas colas rayadas, como peludos pavos reales, y me miran con los hocicos temblorosos, pero deben haberse acostumbrado a mi presencia, porque hasta ahora no han disparado sus chorros fatídicos dentro de la casa, sólo en el sótano. No ando sonámbula, sólo ando triste. Tómate una pastilla y trata de descansar unas cuantas horas, me suplica Willie agotado, deberías ir donde un psiquiatra, estás obsesionada y de tanto pensar en Paula acabas viendo visiones. Me repite que mi hija no viene a nuestra pieza de noche, eso es imposible, no puede moverse, son sólo pesadillas mías, como tantas otras que me parecen más ciertas que la realidad. Quién sabe… tal vez existen otras vías de comunicación espiritual, no sólo los sueños, y en su terrible invalidez Paula ha descubierto la forma de hablarme. Se me han agudizado los sentidos para percibir lo invisible, pero no estoy loca. El doctor Shima viene muy seguido, asegura que Paula se ha convertido en su guía. Ya se cumplió el plazo de tres meses y han desaparecido los psíquicos, los hipnotistas, los videntes y los médiums, ahora sólo la doctora Forrester y el doctor Shima la cuidan. A veces él sólo medita unos minutos junto a ella, otras la examina meticulosamente, le coloca agujas para aliviar sus huesos, le administra medicamentos chinos, luego comparte conmigo una taza de té y podemos hablar sin pudores, porque nadie nos oye. Me atreví a contarle que Paula viene a visitarme por las noches y no le pareció extraño, dice que a él también le habla.

— ¿Cómo le habla, doctor?

— En la madrugada despierto con su voz.

— ¿Cómo sabe que es su voz? Nunca la ha oído…

— A veces la veo claramente. Me señala los puntos dolorosos, me indica cambios en las medicinas, me pide que ayude a su madre en esta prueba, sabe cuánto sufre. Paula está muy cansada y quiere irse, pero su naturaleza es fuerte y puede vivir mucho más.

— ¿Cuánto tiempo más, doctor Shima?

Sacó de su maletín mágico una bolsa de terciopelo con sus palitos de I Ching, se concentró en una oración secreta, los batió un rato y los lanzó sobre la mesa.

— Siete…

— ¿Siete años ?

— O meses o semanas, no lo sé, el I Ching es muy vago…

Antes de irse me dio unas yerbas misteriosas, cree que la ansiedad desbarata las defensas del cuerpo y de la mente, que existe una relación directa entre el cáncer y la tristeza. También la doctora Forrester me recetó algo para la depresión, guardo el frasco cerrado en la cesta de las cartas de mi madre, escondido junto con las píldoras para dormir, porque he decidido no aliviarme con drogas; éste es un camino que debo recorrer sangrando. Las imágenes del parto de Celia me vuelven a menudo, la veo transpirando, desgarrada por el esfuerzo, mordiéndose los labios, paso a paso por esa larga prueba sin ayuda de calmantes, serena y consciente ayudando a su hija a nacer. La veo en su esfuerzo final, abierta como una herida cuando surge la cabeza de Andrea, oigo su grito triunfal y el sollozo de Nicolás y vuelvo a percibir la dicha de todos en la quietud sagrada de esta pieza donde ahora duerme Paula. Tal vez la extraña enfermedad de mi hija sea como ese parto; debo apretar los dientes y resistir con valor sabiendo que este tormento no será eterno, deberá terminar un día. ¿Cómo? Sólo puede ser con la muerte… Ojalá a Willie le alcance la paciencia para esperarme, el trayecto puede ser muy largo, tal vez dure los siete años del I Ching; es difícil mantener el amor sano en estas condiciones, todo conspira contra nuestra intimidad, ando con el cuerpo cansado y el alma ausente. Willie no sabe cómo aliviarme y tampoco sé qué pedirle, no se atreve a acercarse más por temor a importunarme y al mismo tiempo no desea dejarme sola; en su mentalidad pragmática lo más indicado sería colocar a Paula en un hospital y tratar de continuar con nuestras vidas, pero no menciona esa alternativa delante de mí porque sabe que nos separaría irrevocablemente. Quisiera quitarte este peso de encima y cargarlo yo que tengo los hombros más grandes, me dice desesperado, pero él ya tiene suficiente con sus propias desgracias. Mi hija decae con suavidad en mis brazos, pero la suya se está suicidando con drogas en los barrios más sórdidos del otro lado de la bahía, tal vez muera antes que la mía de una sobredosis, de una cuchillada o de Sida. Su hijo mayor vaga como un mendigo por las calles cometiendo raterías y tráficos indignos.

Si suena el teléfono por la noche Willie salta de la cama con el recóndito presentimiento de que el cadáver de su hija yace en una zanja del puerto, o que la voz de un policía le anunciará otro crimen cometido por su hijo. Las sombras del pasado lo acechan siempre y tan a menudo le dan zarpazos, que ya ni las peores noticias lo quiebran, cae de rodillas, pero al día siguiente vuelve a ponerse de pie. A menudo me pregunto cómo vine yo a parar a este melodrama. Mi madre lo atribuye a mi gusto por las historias truculentas, cree que ése es el principal ingrediente de mi atracción por Willie, otra mujer con más sentido común habría escapado a perderse al ver tanto descalabro. Cuando lo conocí no intentó ocultar que su vida era un caos, desde el principio supe de sus hijos delincuentes, sus deudas y los enredos de su pasado, pero con la impetuosa arrogancia del amor recién descubierto, decidí que no habría obstáculos capaces de derrotarnos.

Resulta difícil imaginar dos hombres más distintos que Michael y Willie. A mediados de 1987 mi matrimonio ya no daba para más, el tedio se había instalado definitivamente entre nosotros y para no encontrarnos despiertos a la misma hora entre las mismas sábanas volví a mi antiguo hábito de escribir de noche. Deprimido, sin trabajo y encerrado en la casa, Michael pasaba por una mala época.

Para evitar su presencia constante a veces yo escapaba a la calle y me perdía en la maraña de autopistas de Caracas. Luchando con el tráfico resolví muchas escenas de Eva Luna y se me ocurrieron otras historias. En una memorable tranca, donde quedé atrapada durante un par de horas en el automóvil bajo un calor de plomo líquido, escribí Dos palabras de un tirón en el reverso de mis cheques, una especie de alegoría sobre el poder alucinante de la narración y del lenguaje, que poco después me sirvió de clave para una colección de cuentos. Aunque por primera vez me sentía segura en el extraño oficio de la escritura–con los dos libros anteriores tuve la impresión de haber aterrizado por accidente en un resbaloso lodazal-. Eva Luna se iba escribiendo sola, casi a pesar mío. No tenía control sobre esa descabellada historia, no sospechaba hacia dónde se dirigía ni cómo terminarla, estuve a punto de masacrar a todos los personajes en una balacera para salir del embrollo y librarme de ellos. Para colmo, a medio camino me quedé sin protagonista masculino. Había planeado todo para que Eva y Huberto Naranjo, dos niños huérfanos y pobres, que sobreviven en la calle y crecen por caminos paralelos, se enamoren. En la mitad del libro se produjo el encuentro esperado, pero cuando finalmente se abrazaron, resultó que a él sólo le interesaban sus actividades revolucionarias y era un amante sumamente torpe; Eva merecía más, así me lo hizo saber y no hubo forma de convencerla de lo contrario. Me encontré en un callejón sin salida, con la heroína esperando aburrida mientras el héroe sentado a los pies de la cama limpiaba su fusil. En esos días tuve que partir a Alemania en una gira de promoción. Aterricé en Frankfurt y de allí seguí por el resto del país en auto con un impaciente conductor que volaba por las autopistas escarchadas a velocidad suicida. Una noche en una ciudad del norte se me acercó un hombre al término de mi charla, y me invitó a tomar una cerveza porque tenía una historia para mí, según dijo. Sentados en un cafetín donde apenas podíamos vernos las caras en la penumbra y el humo de los cigarrillos, mientras afuera caía la lluvia, el desconocido me fue revelando su pasado. Su padre había sido un oficial del ejército nazi, un hombre cruel que maltrataba a su mujer y a sus hijos y a quien la guerra dio oportunidad de satisfacer sus instintos más brutales. Me contó de su hermana menor retardada y cómo su padre, imbuido de soberbia racial, no la aceptó nunca y la obligó a vivir a gatas y en silencio bajo una mesa, tapada con un mantel blanco, para no verla. Anoté en una servilleta de papel todo eso y mucho más que me entregó como un regalo aquella noche. Antes de despedirnos le pregunté si podía usarlo y replicó que para eso me lo había contado. Al llegar a Caracas introduje la servilleta de papel en la computadora y apareció Rolf Carlé de cuerpo entero ante mis ojos, un fotógrafo austriaco que se convirtió en el protagonista de la novela y reemplazó a Huberto Naranjo en el corazón de Eva Luna.

Una de esas mañanas calientes de junio en Caracas, cuando empieza desde temprano a juntarse la tormenta por los cerros, Michael bajó a mi estudio en el sótano a traerme el correo, mientras yo andaba perdida en la selva amazónica con Eva Luna, Rolf Carlé y sus compañeros de aventuras. Al oír la puerta levanté la vista y vi una figura desconocida cruzando la amplitud desnuda del cuarto, un hombre alto, delgado, de barba gris y lentes, con los hombros caídos y un aura opaca de fragilidad y melancolía. Tardé algunos segundos en reconocer a mi marido y entonces comprendí cuán extraños nos habíamos

vuelto, busqué en la memoria el rescoldo del amor airoso de los veinte años y no pude hallar ni las cenizas, sólo el peso de las insatisfacciones y el fastidio. Tuve la visión de un futuro árido envejeciendo día a día junto a ese hombre que ya no admiraba ni deseaba, y sentí un bramido de rebeldía que brotaba desde el centro mismo de mi naturaleza.

En ese instante las palabras acalladas por años con fiera disciplina salieron con una voz que no reconocí como mía.

— No puedo más, quiero que nos separemos–dije sin atreverme a mirarlo a los ojos, y junto con decirlo desapareció ese vago dolor de buey cansado que llevaba por años en mis hombros.

— Desde hace tiempo te noto distante. Supongo que ya no me quieres y debemos pensar en una separación–balbuceó él.

— No hay mucho que pensar, Michael. Una vez dicho, lo mejor es hacerlo hoy mismo.

Así fue. Reunimos a los hijos, les explicamos que habíamos dejado de amarnos como pareja, aunque la amistad permanecía intacta, y les pedimos ayuda en los detalles prácticos de deshacer el hogar común. Nicolás se puso rojo, como siempre le ocurre cuando intenta controlar una emoción muy fuerte, y Paula se echó a llorar de compasión por su padre, a quien siempre protegía. Después supe que no fue una sorpresa para ellos, desde hacía mucho lo esperaban.

Michael parecía paralizado, pero a mí me bajó una fiebre de actividad, empecé a sacar tazas y platos de la cocina, ropa de los armarios, libros de las estanterías y después salí a comprar ollas, cafetera, cortinas para la ducha, lámparas, alimentos y hasta plantas para instalarlo en otra parte; con la energía sobrante me puse a pegar parches de trapo en el taller de costura para hacer un cubrecama, que hasta hoy tengo en mi poder como recordatorio de esas horas frenéticas que decidieron la segunda parte de mi vida. Los hijos dividieron nuestros bienes, redactaron un acuerdo sencillo en una hoja de papel y los cuatro firmamos sin ceremonias ni testigos, luego Paula consiguió un apartamento para su padre y Nicolás un camión para trasladar la mitad de nuestras pertenencias. En pocas horas deshicimos veintinueve años de amor y veinticinco de casados, sin portazos, recriminaciones ni abogados, sólo con algunas lágrimas inevitables, porque a pesar de todo nos teníamos cariño y creo que todavía en cierta forma lo tenemos. Por la noche cayó la tormenta que durante el día se había ido gestando, una de esas escandalosas lluvias tropicales con truenos y relámpagos que suelen convertir a Caracas en zona de cataclismo, se tapan los alcantarillados, se inundan las calles, el tráfico se convierte en gigantescas serpientes de automóviles detenidos y el barro arrasa los barrios de los pobres en los cerros. Cuando finalmente se alejó el camión del divorcio, seguido por el coche de mis hijos que iban a instalar a su padre en su nuevo hogar, y quedé sola en la casa, abrí puertas y ventanas para que entraran el viento y el agua y barrieran y lavaran el pasado, y me puse a bailar y a girar como un derviche enloquecido llorando de tristeza por todo lo perdido y riendo de alivio por todo lo ganado, mientras afuera cantaban grillos y sapos y adentro corría el torrente de lluvia por el suelo y el vendaval arrastraba hojas muertas y plumas de pájaros en un torbellino de despedidas y de libertad.

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