Array Array - Paula
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dimensión humana; creo que en ese momento comenzaron mis rebeldías. El favorito era El Ángel, un apuesto varón de larga melena rubia, envuelto en una capa azul con estrellas plateadas, botas blancas y unos pantaloncitos ridículos que apenas cubrían sus vergüenzas. Cada sábado apostaba su magnífico pelo amarillo contra el temible Kuramoto, un indio mapuche que se fingía nipón y vestía kimono y zapatos de madera. Se trenzaban en una lucha aparatosa, se mordían, se retorcían el cuello, se pateaban los genitales y se metían los dedos en los ojos, mientras mi abuelo, con su boina en una mano y blandiendo el bastón con la otra, chillaba ¡mátalo! ¡mátalo! indiscriminadamente porque le daba lo mismo quién asesinara a quién. Dos de cada tres peleas Kuramoto vencía al Ángel, entonces el árbitro producía unas flamígeras tijeras y ante el silencio respetuoso del público, el falso guerrero japonés procedía a cortar los rizos de su rival. El prodigio de que una semana más tarde El Ángel luciera su cabellera hasta los hombros, constituía prueba irrefutable de su condición divina. Pero lo mejor del espectáculo era La Momia, que por años llenó mis noches de terror. Bajaban las luces del teatro, se escuchaba una marcha fúnebre en un disco rayado y aparecían dos egipcios caminando de perfil con antorchas encendidas, seguidos por otros cuatro que llevaban en andas un sarcófago pintarrajeado.
La procesión colocaba la caja sobre el ring y se retiraba un par de pasos cantando en alguna lengua muerta. Con el corazón helado, veíamos levantarse la tapa del ataúd y emerger a un humanoide envuelto en vendajes, pero en perfecto estado de salud, a juzgar por sus bramidos y golpes de pecho. No tenía la agilidad de los otros luchadores, se limitaba a repartir patadas formidables y mazazos mortales con los brazos tiesos, lanzando a sus contrincantes a las cuerdas y despachurrando al árbitro. Una vez le asestó uno de sus puñetazos en la cabeza a Tarzán y por fin mi abuelo pudo mostrar en la casa algunas manchas rojas en su camisa.
Esto no es sangre ni cosa que se le parezca, es salsa de tomate, gruñó Margara mientras remojaba la camisa en cloro. Aquellos personajes dejaron una huella sutil en mi memoria y cuarenta años más tarde traté de resucitarlos en un cuento, pero el único que me produjo un impacto imperecedero fue El Viudo. Era un pobre hombre en la cuarentena de su desafortunada existencia, la antítesis de un héroe, que subía al cuadrilátero vestido con un bañador antiguo, de esos que usaban los caballeros a principio de siglo, de tejido negro hasta las rodillas, con pechera y tirantes.
Llevaba además una gorra de natación que daba a su aspecto un toque de irremediable patetismo. Lo recibía una tempestad de chiflidos, insultos, amenazas y proyectiles, pero a campanazos y toques de silbato el árbitro lograba finalmente acallar a las fieras.
El Viudo elevaba una vocecita de notario para explicar que ésta era su última pelea, porque estaba enfermo de la espalda y se sentía muy deprimido desde el fallecimiento de su santa esposa, que en paz descanse. La buena mujer había partido al cielo dejándolo solo a cargo de dos tiernos hijos. Cuando la rechifla alcanzaba proporciones de batalla campal, dos niños de expresión compungida trepaban entre las cuerdas y se abrazaban a las rodillas del Viudo rogándole que no peleara, porque lo iban a matar. Un silencio súbito sobrecogía a la multitud mientras yo recitaba en un susurro mi poesía favorita: Dos tiernos huerfanitos van al panteón / tomados de la mano en un mismo dolor / en la tumba del padre se arrodillan los dos / y una oración rezando le dirigen a Dios. Cállese, me codeaba el Tata, pálido. Con un sollozo atravesado en la garganta, El Viudo explicaba que debía ganarse el pan, por eso enfrentaba al Asesino de Texas. En el enorme teatro se podía escuchar el salto de una pulga, en un instante la sed de tortazos y de sangre de
aquella muchedumbre bestial se transformaba en lagrimeante compasión y una lluvia misericordiosa de monedas y billetes caía sobre el ring. Los huérfanos recogían el botín con rapidez y partían a la carrera, mientras se abría paso la figura panzuda del Asesino de Texas, que no sé por qué se vestía de galeote romano y azotaba el aire con un látigo. Por supuesto El Viudo siempre recibía una paliza descomunal, pero el vencedor debía retirarse protegido por carabineros para que el público no lo hiciera picadillo, mientras el machucado Viudo y sus hijitos salían llevados en andas por manos bondadosas, que además les repartían golosinas, dinero y bendiciones.
— Pobre diablo, mala cosa la viudez–comentaba mi abuelo, francamente conmovido.
A finales de la década de los sesenta, cuando trabajaba como periodista, me tocó hacer un reportaje sobre el «Cachascán», como llamaba el Tata a este extraordinario deporte. A los veintiocho años yo todavía creía en la objetividad del periodismo y no me quedó más remedio que hablar de las vidas miserables de esos pobres luchadores, desenmascarar la sangre de tomate, los ojos de vidrio que aparecían en los dedos engarfiados de Kuramoto, mientras el perdedor «ciego» salía aullando a tropezones y tapándose la cara con las manos teñidas de rojo, y la peluca apolillada de El Angel, ya tan anciano que seguro sirvió de modelo para el mejor cuento de García Márquez, Un señor muy viejo con unas alas enormes. Mi abuelo leyó mi reportaje con los dientes apretados y pasó una semana sin hablarme, indignado.
Los veranos de mi infancia transcurrieron en la playa, donde la familia tenía una gran casona destartalada frente al mar.
Partíamos en diciembre, antes de Navidad, y regresábamos a finales de febrero, negros de sol y ahítos de fruta y pescado. El viaje, que hoy se hace en una hora por autopista, entonces era una odisea que tomaba un día completo. Los preparativos comenzaban con una semana de anterioridad, se llenaban cajas de comida, sábanas y toallas, bolsas de ropa, la jaula con el loro, un pajarraco insolente capaz de arrancar el dedo de un picotazo a quien se atreviera a tocarlo, y por supuesto, Pelvina López–Pun. Sólo quedaban en la casa de la ciudad la cocinera y los gatos, animales salvajes que se alimentaban de ratones y palomas. Mi abuelo tenía un coche inglés negro y pesado como un tanque, con una parrilla en el techo donde se amarraba la montaña de bultos. En la cajuela abierta viajaba Pelvina junto a las cestas de la merienda, que no atacaba porque apenas veía las maletas caía en profunda melancolía perruna. Margara llevaba vasijas, paños, amoníaco y un frasco con tisana de manzanilla, un abyecto licor dulce de fabricación casera al cual se le atribuía la vaga virtud de encoger el estómago, pero ninguna de esas precauciones evitaba el mareo. Mi madre, los tres niños y la perra languidecíamos antes de salir de Santiago, empezábamos a gemir de agonía al entrar a la carretera y cuando llegábamos a la zona de las curvas en los cerros caíamos en estado crepuscular. El Tata, que debía detenerse a menudo para que nos bajáramos medio desmayados a respirar aire puro y estirar las piernas, conducía aquel carromato maldiciendo la ocurrencia de llevarnos a veranear. También paraba en las parcelas de los agricultores a lo largo del camino para comprar queso de cabra, melones y frascos de miel. Una vez adquirió un pavo vivo para engordarlo; se lo vendió una campesina con una barriga enorme a punto de dar a luz, y mi abuelo, con su caballerosidad habitual, se ofreció para atrapar el ave. A pesar de las náuseas, nos divertimos un buen rato ante el espectáculo inolvidable de ese viejo cojo corriendo en fragorosa persecución. Por fin logró cogerlo por el cuello con el mango del bastón y se le fue encima en medio de una ventolera indescriptible de polvo y plumas. Lo
vimos regresar al automóvil cubierto de caca con su trofeo bajo el brazo, bien atado por las patas. Nadie imaginó que la perra lograría sacudirse el malestar por unos minutos para arrancarle la cabeza de un mordisco antes de llegar a destino. No hubo forma de quitar las manchas de sangre, que quedaron impresas en el automóvil como recordatorio eterno de aquellos viajes calamitosos.
Ese balneario en verano era un mundo de mujeres y niños. La Playa Grande era un paraíso hasta que se instaló la refinería de petróleo y arruinó para siempre la transparencia del mar y espantó a las sirenas, que no volvieron a oírse más por esas orillas. A las diez de la mañana comenzaban a llegar las empleadas en uniforme con los niños. Se instalaban a tejer, vigilando a las criaturas con el rabillo del ojo, siempre en los mismos lugares.
Al centro de la playa se colocaban bajo carpas y quitasoles las familias más antiguas, dueñas de los caserones grandes; a la izquierda los nuevos ricos, los turistas y la clase media, que alquilaban las casas de los cerros, en el extremo derecho visitantes modestos que venían de la capital por el día en destartalados microbuses. En traje de baño todo el mundo se ve más o menos igual, sin embargo cada cual adivinaba de inmediato su sitio exacto. En Chile la clase alta tiene por lo general un aspecto europeo, pero al descender en la escala social y económica se acentúan los rasgos indígenas. La conciencia de clase es tan fuerte, que nunca vi a nadie traspasar las fronteras de su puesto.
A mediodía llegaban las madres, con grandes sombreros de paja y botellas con jugo de zanahoria, que se usaba entonces para obtener un bronceado rápido. A eso de las dos, cuando el sol estaba en su apogeo, todos partían a almorzar y dormir la siesta, recién entonces aparecían los jóvenes con aire de aburrimiento, muchachas frutales y chicos impávidos que se echaban en la arena a fumar y frotarse unos con otros hasta que la excitación los obligaba a buscar alivio en el mar. Los viernes al anochecer llegaban los maridos de la capital y el sábado y domingo la playa cambiaba de aspecto. Las madres mandaban a los hijos de paseo con las nanas y se instalaban en grupos, con sus mejores bañadores y sombreros, compitiendo por la atención de los esposos ajenos, afán inútil puesto que éstos apenas las miraban, más interesados en comentar la política–único tema en Chile–calculando el momento de volver a la casa a comer y beber como cosacos. Mi madre, sentada como una emperatriz al centro del centro de la playa, tomaba sol por las mañanas y en las tardes se iba a jugar al Casino; había descubierto una martingala que le permitía ganar cada tarde lo suficiente para sus gastos. Para evitar que pereciéramos arrastrados por las olas de ese mar traicionero, Margara nos ataba con cuerdas que enrollaba en su cintura mientras tejía interminables chalecos para el invierno; cuando sentía un tirón, levantaba la vista brevemente para ver quién estaba en apuros y halando del cordel lo arrastraba de vuelta a tierra firme.
Sufríamos a diario esa humillación, pero apenas nos zambullíamos en el agua olvidábamos las burlas de los otros chiquillos. Nos bañábamos hasta quedar azules de frío, juntábamos conchas y caracoles, comíamos pan de huevo con arena y helados de limón medio derretidos, que vendía un sordomudo en un carrito lleno de hielo con sal. Por las tardes salía de la mano de mi madre a ver la puesta de sol desde las rocas. Esperábamos para formular un deseo atentas al último rayo verde que surgía como una llamita en el instante preciso en que el sol desaparecía en el horizonte. Yo pedía siempre que mi mamá no encontrara marido y supongo que ella pedía exactamente lo contrario. Me hablaba de Ramón, a quien por su descripción yo imaginaba como un príncipe encantado cuya
principal virtud era que se hallaba muy lejos. El Tata nos dejaba en el balneario al comienzo del verano y regresaba a Santiago casi de inmediato, era la única época en que gozaba de cierta paz, le gustaba su casa vacía, jugar a golf y a la brisca en el Club de la Unión. Si aparecía algún fin de semana en la costa no era para participar en el relajo de las vacaciones, sino para probar sus fuerzas nadando por horas en ese mar gélido de olas fuertes, salir a pescar y arreglar los innumerables desperfectos de esa casa abatida por la humedad. Solía llevarnos a un establo cercano a tomar leche fresca al pie de la vaca, un galpón oscuro y fétido donde un peón con las uñas inmundas ordeñaba directamente en tazones de lata. Bebíamos una leche cremosa y tibia, con moscas flotando en la espuma. Mi abuelo, que no creía en la higiene y era partidario de inmunizar a los niños mediante contacto íntimo con las fuentes de infección, celebraba con grandes risotadas que nos tragáramos las moscas vivas.
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