Isabel Allende - El plan infinito

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— Ni se te ocurra. Serás bandido o policía y en ambos casos es mejor tener estudios–determinó. — No quiero ser ninguna de las dos cosas. — Esta carta dice claramente que estarás metido con la ley. — ¿No dice si voy a ser rico? — A veces rico y a veces pobre. — Pero llegaré a ser alguien importante ¿verdad? — En la vida no se llega a ninguna parte, Gregory. Se vive no más. Con Carmen Morales aprendieron a bailar los ritmos americanos y llegaron a ser tan expertos en pasos ornamentales que la gente hacía rueda para aplaudirlos en sus exhibiciones de jitter bug y rock'n roll. Ella volaba con las piernas en el aire y cuando estaba a punto de estrellarse de cabeza, él le daba una vuelta imposible por encima del hombro, se la pasaba entre las piernas arrastrándola por el suelo y de un tirón la dejaba de pie sana y salva, todo esto sin perder el ritmo ni los dientes. Gregory ahorró durante meses para comprarse una chaqueta de cuero negro y trató de cultivar un rizo sobre los ojos, pero como ningún exceso de gomina lograba evitar el triste aspecto de fleco de su pelo, optó por un peinado corto hacia atrás, más cómodo pero menos adecuado a la imagen de rebelde que hacía temblar de temor y de gusto a las chicas. Carmen tampoco se parecía a las protagonistas de las películas para adolescentes, rubia, virtuosa y algo tonta, por quien suspiraban los muchachos y a quien intentaban inútilmente imitar las morenas y rechonchas niñas mexicanas que se decoloraban el pelo con agua oxigenada. Ella era pura pólvora. Los fines de semana los dos amigos se emperifollaban con sus mejores ropas, él siempre con su chaqueta de cuero negro aunque hiciera un calor de infierno, ella con pantalones ajustados que escondía en una bolsa y se colocaba en un baño público, porque si su padre los hubiera visto se los arrancaba del cuerpo, y partían a los salones donde ya los conocían y no pagaban la entrada, porque eran la mejor atracción de la noche. Bailaban incansables sin consumir siquiera un refresco porque no podían pagarlo. Carmen se había convertido en una intrépida joven de melena negra y rostro simpático con cejas y labios gruesos, era de risa fácil y curvas firmes, con los senos demasiado grandes para su estatura y su edad, protuberancias que detestaba como una deformación, pero Gregory los observaba crecer calculando que cada día estaban más llenos. Al bailar la zarandeaba sólo para ver aquellos pechos de cortesana desafiar las leyes de la gravedad y de la decencia, pero al comprobar que no era el único en admirarlos, sentía una rabia sorda. Su amiga no lo atraía con un deseo concreto, la sola idea lo habría horrorizado como pecado de incesto. La consideraba tan hermana suya como Judy, sin embargo a veces sus buenas intenciones se tambaleaban bajo la traición de sus hormonas, que lo mantenían en permanente estado de emergencia. El Padre Larraguibel se encargó de llenarle la cabeza de apocalípticos pronósticos respecto a las consecuencias de pensar con malicia en mujeres y de tocarse el cuerpo. Amenazaba a los lascivos con rayos fulminantes, aseguraba que salían pelos en la palma de las manos, aparecían granos purulentos, el pene se gangrenaba y finalmente el culpable moría en medio de atroces sufrimientos, amén de irse de cabeza al infierno, en caso de morir sin confesión. El muchacho dudaba del rayo divino y de los pelos en la palma de las manos, pero estaba seguro de que los otros males eran ciertos, los había visto en su padre, recordaba cómo se llenó de pústulas y cómo se murió por manosearse. Ni pensar tampoco en buscar consuelo entre las niñas de la escuela o del barrio, que para él estaban fuera de los límites alcanzables, ni recurrir a prostitutas, que le parecían casi tan temibles como Martínez. Andaba desesperado de amor, encendido por un calor brutal e incomprensible, asustado del tambor de su corazón, de la miel pegajosa en su saco de dormir, de los sueños turbulentos y de las sorpresas de su cuerpo; se le estiraban los huesos, le aparecían músculos, le crecían vellos y se le cocinaba la sangre en una calentura pertinaz. Bastaba un estímulo insignificante para estallar en un placer súbito, que lo dejaba consternado y medio desvanecido. El roce de una mujer en la calle, la vista de una pierna femenina, una escena del cine, una frase en un libro, hasta el trémulo asiento del tranvía, todo lo excitaba. Además de estudiar debía trabajar, sin embargo el cansancio no anulaba el deseo insondable de hundirse en un pantano, de perderse en el pecado, de padecer otra vez ese goce y esa muerte siempre demasiado breves. Los deportes y el baile lo ayudaban a liberar energía, pero se requería algo más drástico para acallar el bullicio de sus instintos. Tal como en la infancia se enamoró como un demente de Miss June, en la adolescencia padecía unos súbitos arrebatos pasionales por muchachas inaccesibles por lo general mayores, a quienes no se atrevía a acercarse y se conformaba con adorar a la distancia. Un año más tarde alcanzó de un tirón su tamaño y peso definitivos, pero a los dieciséis era todavía un adolescente delgado, con las rodillas y las orejas demasiado grandes, algo patético, aunque se podía adivinar su buena pasta.

— Si te escapas de ser bandido o policía, serás actor de cine y las mujeres te adorarán–le prometía Olga para consolarlo cuando lo veía sufrir en el cilicio de su propia piel.

Fue ella quien lo rescató finalmente de los incandescentes suplicios de la castidad. Desde que Martínez lo acorraló en el cuarto de las escobas en la escuela primaria, lo asediaban dudas inconfesables respecto a su virilidad. No había vuelto a explorar a Ernestina Pereda ni a ninguna otra chica con el pretexto de jugar al médico y sus conocimientos sobre ese lado misterioso de la existencia eran vagos y contradictorios. Las migajas de información obtenidas a hurtadillas en la biblioteca sólo contribuían a desconcertarlo más, porque se estrellaban contra la experiencia de la calle, las chiligotas de los hermanos Morales y otros amigos, las prédicas del Padre, las revelaciones del cine y los sobresaltos de sus fantasías. Se encerró en la soledad, negando con terca determinación las perturbaciones de su corazón y el desasosiego de su cuerpo, tratando de imitar a los castos caballeros de la Tabla Redonda o a los héroes del Lejano Oeste, pero a cada instante el ímpetu de su naturaleza lo traicionaba. Ese dolor sordo y esa confusión sin nombre lo doblegaron por un tiempo eterno, hasta que ya no pudo seguir soportando aquel martirio y si Olga no acude en su socorro habría terminado medio loco. La mujer lo vio nacer, había estado presente en todos los momentos importantes de su infancia, lo conocía como a un hijo, nada referente al muchacho escapaba a sus ojos y lo que no deducía por simple sentido común, lo adivinaba mediante su talento de nigromante, que en buenas cuentas consistía en el conocimiento del alma ajena, buen ojo para observar y el estado de desfachatez para improvisar consejos y profecías. En todo caso, no se requerían dotes de clarividencia para ver de desamparo de Gregory. En aquella época Olga estaba en la cuarentena de su vida, las redondeces de la juventud se habían convertido en grasa y los trastrueques de su vocación gitana le habían marchitado la piel, pero mantenía su gracia y su estilo, el follaje de crines rojizos, el rumor de sus faldas y la risa vehemente. Todavía vivía en el mismo lugar, pero ya no ocupaba sólo una habitación, había comprado la propiedad para convertirla en su templo particular, donde disponía de un cuarto para las medicinas, el agua magnetizada y toda clase de hierbas, otro para masajes terapéuticos y abortos y una sala de buen tamaño para sesiones de espiritismo, magia y adivinación. A Gregory lo recibía siempre en la pieza encima del garaje. Ese día lo encontró demacrado y volvió a conmoverla esa ruda compasión que en los últimos tiempos era su sentimiento primordial hacia él.

— ¿De quién estás enamorado ahora? — se rió.

— Quiero irme de este lugar de mierda–masculló Gregory con la cabeza entre las manos, derrotado por ese enemigo en el bajo vientre.

— ¿Adónde piensas irte?

— A cualquier parte; al carajo; no me importa.

— Aquí no pasa nada, no se puede respirar, siento que me estoy ahogando.

— No es el barrio, eres tú. Te estás ahogando en tu propio pellejo. La adivina sacó del armario una botella de whisky, le escanció un buen chorro en el vaso y otro para ella, esperó que lo bebiera y le sirvió más. El muchacho no estaba acostumbrado al licor fuerte, hacía calor, las ventanas estaban cerradas y el aroma de incienso, hierbas medicinales y patchulí espesaba el aire. Aspiró el olor de Olga con un estremecimiento. En un instante de inspiración caritativa, la mujerona se le aproximó por detrás y lo envolvió en sus brazos, sus senos ya tristes se aplastaron contra su espalda, sus dedos cubiertos de baratijas desabotonaron a ciegas su camisa, mientras él se convertía en piedra, paralizado por la sorpresa y el miedo, pero entonces ella comenzó a besarlo en el cuello, a meterle la lengua en las orejas, a susurrarle palabras en ruso, a explorarlo con sus manos expertas, a tocarlo allí donde nadie lo había tocado nunca, hasta que él se abandonó con un sollozo, precipitándose por un acantilado sin fondo, sacudido de pavor y de anticipada dicha, y sin saber lo que hacía ni por qué lo hacía se volvió hacia ella, desesperado, rompiéndole la ropa en la urgencia, asaltándola como un animal en celo, rodando con ella por el suelo, pateando para quitarse los pantalones, abriéndose camino entre las enaguas, penetrándola en un impulso de desolación y desplomándose enseguida con un grito, a tiempo que se vaciaba a borbotones, como si una arteria se le hubiera reventado en las entrañas. Olga lo dejó descansar un rato sobre su pecho, rascándole la espalda, como muchas veces lo había hecho cuando era niño, y apenas calculó que le empezaban los remordimientos se levantó y fue a cerrar las cortinas. Enseguida procedió a quitarse reposadamente la blusa rota y la falda arrugada.

— Ahora te enseñaré lo que nos gusta a ¡as mujeres–le dijo con una sonrisa nueva-. Lo primero es no apurarse, hijo…

— Necesito saber algo Olga, júrame que me vas a decir la verdad.

— ¿Qué quieres saber?

— Mi padre y tú… quiero decir, ustedes…

— Eso no te incumbe, no tiene nada que ver contigo.

— Tengo que saberlo… ustedes eran amantes ¿verdad?

— No, Gregory. Te lo diré una sola vez: no, no éramos amantes. No me vuelvas a tocar el tema, porque si lo haces no te veré nunca más, ¿me has entendido?

Gregory tenía tanta necesidad de creerle que no hizo más preguntas. A partir de esa tarde el mundo cambió de color para él, visitaba a Olga casi todos los días y, como un alumno esforzado, aprendió lo que ella tuvo a bien revelarle, hurgó en sus escondrijos, se atrevió a decir en murmullos todas las obscenidades posibles y descubrió maravillado que no estaba completamente solo en el universo y que ya no tenía ningunas ganas de morirse. Tal como se le esponjó el alma, se le desarrolló el cuerpo y en pocas semanas dejó de parecer un chiquillo y se fijó en su rostro una expresión de hombre contento. Cuando Olga se dio cuenta que de puro agradecido se estaba enamorando, lo zarandeó furiosa y lo obligó a mirarla desnuda y hacer un inventario meticuloso de su gordura, sus canas y arrugas, su fatiga de tantos años de andar a palos con el destino, y lo amenazó solemnemente con echarlo de su lado si persistía en ideas torcidas. Le hizo ver con claridad los límites de su relación y agregó que se diera con una piedra en el pecho, porque tenía una suerte brutal, no encontraría otra mujer que le ofreciera sexo gratis y seguro, le planchara las camisas, le metiera plata en los bolsillos y no le exigiera nada a cambio, que todavía era un mocoso y cuando dejara de serlo ella estaría convertida en una anciana, que se concentrara en estudiar, a ver si lograba salir del hoyo donde había crecido y convertirse en alguien, que vivía en la tierra de las oportunidades y si no las aprovechaba era un imbécil sin remedio.

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