Isabel Allende - El plan infinito

Тут можно читать онлайн Isabel Allende - El plan infinito - бесплатно полную версию книги (целиком) без сокращений. Жанр: Современная проза. Здесь Вы можете читать полную версию (весь текст) онлайн без регистрации и SMS на сайте лучшей интернет библиотеки ЛибКинг или прочесть краткое содержание (суть), предисловие и аннотацию. Так же сможете купить и скачать торрент в электронном формате fb2, найти и слушать аудиокнигу на русском языке или узнать сколько частей в серии и всего страниц в публикации. Читателям доступно смотреть обложку, картинки, описание и отзывы (комментарии) о произведении.

Isabel Allende - El plan infinito краткое содержание

El plan infinito - описание и краткое содержание, автор Isabel Allende, читайте бесплатно онлайн на сайте электронной библиотеки LibKing.Ru

El plan infinito - читать онлайн бесплатно полную версию (весь текст целиком)

El plan infinito - читать книгу онлайн бесплатно, автор Isabel Allende
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

— No me gustan los filósofos, Greg, están contra Dios. Tratan de racionalizar la Creación, que es un acto de amor y de magia. Para entender la vida es más útil la fe que la filosofía. — A usted le gustarían esos libros, mamá.

— Si, supongo que sí. Hay que leer mucho, Greg. Con conocimiento y sabiduría sería posible derrotar al mal en la tierra. — Estos libros dicen con otras palabras lo mismo que usted me ha enseñado, que hay una sola humanidad, que nadie debe poseer la tierra porque pertenece a todos, que un día habrá justicia e igualdad entre los hombres. — ¿Y ésos no son libros religiosos?

— Todo lo contrario, no son libros sobre dioses, sino sobre hombres. Hablan de economía, de política, de historia… — Ojalá no sean libros comunistas, hijo.

Al despedirse le dejaba un folleto sobre su fe Bahai o sobre algún novedoso guía espiritual de los tantos que brotaban por esos lados, y partía con un gesto suave de la mano, sin tocar a su hijo. Su paso por el cuarto era tan ligero que Gregory quedaba con la duda de si realmente había estado allí o si esa señora de cabello color niebla y vestido antiguo había sido sólo una broma de su imaginación. Sentía por ella un cariño doloroso, le parecía una criatura seráfica, intocada por la maldad, fina y delicada como las apariciones de los cuentos.

En algunos momentos lo agobiaba la ira contra ella, quería arrancarla a sacudones de su persistente duermevela, gritarle que abriera los ojos de una vez y lo mirara de frente, míreme, madre, aquí estoy ¿no me ve? pero en general deseaba sólo acercarse, tocarla, reírse con ella y contarle sus secretos.

Una tarde Pedro Morales cerró el garaje temprano para ir a verlo. Desde la muerte de Charles Reeves había asumido tácitamente la tarea de velar por la familia de su maestro.

— Este es un accidente del trabajo. Deben darte una indemnización–le explicó.

— Me dijeron que no tengo derecho a nada, don Pedro. — Tu patrón tiene un seguro ¿no?

— El patrón dijo que él no es el patrón y que nosotros no somos sus empleados, somos contratistas independientes. Nos pagan en efectivo, nos echan en cualquier momento y no estamos asegurados. Usted sabe cómo son las cosas. — Eso es ilegal. Un abogado puede ayudarte, hijo. Pero Reeves no tenía dinero para abogados y lo desanimó la idea de empantanarse por años en engorrosos trámites. Apenas pudo ponerse de pie consiguió un trabajo menos esforzado, aunque no más agradable, en una fábrica de muebles, donde el fino polvo de aserrín que flotaba en el ambiente y los efluvios de cola de pegar, barniz y disolvente mantenían a los trabajadores en permanente estado de ofuscación. Durante varios meses hizo patas de sillas, todas exactamente iguales. El accidente de la pierna lo puso sobre aviso y tantas veces enfrentó al capataz reclamando derechos escritos en los contratos e ignorados en la práctica, que terminaron por calificarlo de revoltoso incurable y lo despidieron. De allí dio bote por diferentes empleos y de todos salía en mala forma a las pocas semanas. — Para qué alborotas tanto, Greg? No estás en la secundaria, ya no eres el presidente de nada. Si te pagan lo tuyo no reclames. Quédate tranquilo–le aconsejaba Olga sin esperanza de ser escuchada. — Haces bien, hijo, hay que tener solidaridad de clase. En la unión está la fuerza–exclamaba Cyrus, apuntando a una invisible bandera roja con un índice tembleque-. El trabajo eleva al hombre, y todos los trabajos son igualmente dignos y debieran recibir la misma paga, pero no todos los hombres tienen las mismas habilidades. Tú no sirves para esto, Greg, es un esfuerzo inútil, no te conduce a ninguna parte, es como echarle arena al mar.

— ¿Por qué no te dedicas al arte, mejor? Tu padre era artista ¿no? — le aconsejaba Carmen.

— Y se murió en la miseria dejándonos a cargo de la beneficencia pública. No gracias, estoy harto de ser pobre. La pobreza es una mierda.

— Nadie se hace rico de obrero en una fábrica. Además tú no sabes obedecer órdenes y te aburres pronto. Para lo único que sirves es para ser tu propio jefe–insistía su amiga, quien aplicaba los mismos principios para ella.

La joven ya no tenía edad para malabarismos callejeros vestida de trapos multicolores, pero tampoco quería ganarse la vida en un empleo, le producía horror la idea de pasar el día encerrada en una oficina o en un galpón ante una máquina de coser, ganaba algún dinero haciendo artesanías para vender en tiendas de regalos y ferias ambulantes. Como Judy y muchas otras muchachas del barrio, tampoco había terminado la secundaria; no tenía preparación pero le sobraba inventiva y en secreto contaba con la complicidad de su padre para escapar del martirio de un trabajo rutinario. A Pedro Morales le fla–queaba la voluntad ante esa chica extravagante y le permitía algunas licencias que no toleró en otros hijos.

En la fábrica de latas el trabajo era sencillo, pero cualquier distracción podía costar un par de dedos. La máquina a cargo de Gregory Reeves sellaba el interminable desfile de tarros que pasaba en una correa transportadora. El ruido era enloquecedor, un clamor de palancas y de láminas metálicas, un rugido de selladoras y de ruedas dentadas, un chirriar de hierros mal aceitados, un tronar de martillos, un rasguñar de cuchillas un cloqueteo de rodillos. Gregory, provisto de bolas de cera en las orejas, apenas soportaba el estrépito en su cabeza; se sentía dentro de un escandaloso campanario, el ruido lo dejaba exhausto, al salir a la calle estaba tan aturdido que no se percataba del bullicio del tráfico y por un buen rato le parecía encontrarse sumido en un silencio de fondo de mar. Lo único importante era la producción y cada obrero estaba obligado a llegar al límite de sus fuerzas y a menudo cruzarlo a tientas, si deseaba mantener el empleo. Los lunes los hombres llegaban lánguidos por la resaca de las parrandas de fin de semana y apenas lograban mantenerse despiertos. Al sonar el silbato de la tarde el ruido cesaba de pronto y por algunos minutos Gregory perdía asidero y creía flotar en el vacío. Los trabajadores se lavaban en los grifos del patio, se cambiaban de ropa y salían en tropel rumbo a los bares. Al principio intentó acompañarlos, inmerso en el humo saturado de tequila barata y cerveza negra, riéndose de los chistes groseros y cantando rancheras desafinadas, más aburrido que alegre; podía imaginar por algunos momentos que tenía amigos, pero apenas salía al aire libre y se le despejaban un poco las brumas del bar, comprendía que se estaba consolando con engañifas de despechado. Nada tenía en común con los demás, los mexicanos desconfiaban de él, tal como hacían de todos los gringos. Pronto renunció a esa camaradería ilusoria y de la fábrica partía a su cuarto, donde se encerraba a leer y a escuchar música. Para ganar la confianza de los otros obreros se colocaba a la cabeza de las protestas; era el primero en armar guerra cuando alguien se accidentaba o se cometía un atropello, pero en la práctica resultaba difícil difundir las ideas de Cyrus sobre justicia social, porque no contaba con el apoyo de los supuestos beneficiados.

— Quieren seguridad, Cyrus. Tienen miedo. Cada uno se ocupa de lo suyo, a nadie le importan los demás.

— Se puede vencer el temor, Gregory. Debes enseñarles a sacrificar los intereses individuales por causas comunes.

— En la vida real parece que cada uno defiende su palo del gallinero. Vivimos en una sociedad muy egoísta.

— Debes hablarles, Greg. El hombre es el único animal que se guía por una ética y que puede ir más allá del instinto. Si no fuera así todavía estaríamos en la Edad de Piedra. Este es un momento crucial de la historia, si nos salvamos de un cataclismo atómico los elementos están dados para el nacimiento del Hombre Nuevo. — explicaba incansable el ascensorista en su elaborada jerga.

— Ojalá tengas razón, pero me temo que el Hombre Nuevo nacerá en otra parte, Cyrus, no por estos lados. En este barrio nadie piensa en saltos biológicos, sino en sobrevivir.

Así era, ninguno deseaba llamar la atención. Los hispanos, ilegales en su mayoría, habían llegado al norte venciendo incontables obstáculos y no tenían la menor intención de provocar nuevas desgracias con martingalas políticas que podían atraer a los temibles agentes de la «Migra». El capataz de la fábrica, un hombronazo de barba roja, había observado a Reeves durante meses. No lo había despedido porque era uno de los pacientes admiradores de Judy, soñaba con desnudarla algún día para recorrer sus carnes generosas, y por un tiempo pensó ablandarle el corazón sirviéndose de su hermano. No dejaba pasar ocasión de tomarse unos tragos con Gregory, siempre a la espera de ser correspondido con una invitación a casa de los Reeves. No quiero verlo por aquí, gruñó Judy cuando su hermano se lo insinuó, sin imaginar que el pelirrojo ganaría la partida a punta de tenacidad y con el tiempo llegaría a ser su primer marido. Cierta vez el hombre sorprendió a Gregory repartiendo unas hojas mal escritas en español y quiso saber de qué diablos se trataba. — Son artículos de la Ley del Trabajo–replicó desafiante.

— ¿Qué pendejada es ésa? — Las condiciones de este galpón son insalubres y nos deben muchas horas extraordinarias. — Ven a la oficina, Reeves.

Una vez a solas le ofreció asiento y un trago de una botella de ginebra que guardaba en el botiquín de primeros auxilios. Durante un momento muy largo lo observó en silencio, buscando la forma de explicarle sus razones. Era de pocas palabras y jamás se hubiera tomado esa molestia si Judy no estuviera de por medio. — Aquí puedes llegar lejos, hombre. Tal como veo la cosa, puedes ser capataz en menos de cinco años. Tienes educación y sabes mandar. — Y también soy blanco, ¿verdad? — apuntó Reeves. — También. Hasta en eso tienes suerte.

— Por lo visto ninguno de mis compañeros saldrá nunca de la correa transportadora…

— Esos indios pulguientos son mala gente, Reeves. Pelean, roban, no se puede confiar en ellos. Además son tontos, no entienden nada, no aprenden inglés, son flojos.

— No sabes lo que dices. Tienen más habilidad y sentido del honor que tú y yo. Has vivido en este barrio toda tu vida y no sabes una palabra de español, en cambio cualquiera de ellos aprende inglés en pocas semanas. Tampoco son flojos, trabajan más que cualquier blanco por la mitad del pago.

— ¿Qué te importa esa gentuza? No tienes nada que ver con ellos. eres diferente. Créeme, serás capataz y quién sabe si un día serás dueño de tu propia fábrica, tienes buena pasta, debes pensar en tu futuro. Te ayudaré, pero no quiero peloteras. No te conviene. Por otra parte estos indios no se quejan de nada, están de lo más contentos.

— Pregúntales, a ver cuán contentos están…

— Si no les gusta que se vayan a su país, nadie les pidió que vinieran aquí.

Reeves había oído esa frase muchas veces y salió de la oficina indignado. En el patio donde los obreros se lavaban vio el tarro de basura lleno a rebasar con sus panfletos, lo volteó de una patada y partió maldiciendo.

Para pasar el mal rato se fue al cine a ver dos películas de horror, después se comió una hamburguesa de pie en un mesón y a medianoche volvió caminando a su pieza. Entretanto la rabia se le había transformado en un angustioso sentimiento de impotencia. Al llegar encontró un mensaje en su puerta: Cyrus estaba en el hospital. El anciano ascensorista agonizó dos días sin más compañía que Gregory Reeves. No tenía familia y no quiso avisar a ninguno de sus amigos porque consideraba la muerte como un asunto privado. Detestaba los sentimentalismos y advirtió a Gregory que a la primera lágrima mejor se iba, porque no estaba dispuesto a pasar los últimos momentos en esta tierra consolando a un llorón. Lo había llamado, explicó, porque le quedaban algunas cosas por enseñarle y no deseaba partir con el remordimiento de una tarea inconclusa. En esos días su corazón se fue apagando con rapidez, pasaba muchas horas concentrado en el fatigoso proceso de despedirse de la vida y desprenderse de su cuerpo. A ratos disponía de fuerzas para hablar y tuvo suficiente lucidez para prevenir a su discípulo una vez más sobre los peligros del individualismo y dictarle una lista de autores ineludibles con instrucciones de leerlos en el orden señalado. Luego le entregó la llave de una casilla de la estación de trenes y con muchas pausas para sujetar el aliento le dio sus disposiciones finales. — Ahí encontrarás ochocientos diez dólares en billetes. Nadie sabe que los tengo, el hospital no podrá reclamarlos para pagar mis gastos. La caridad pública o la biblioteca se harán cargo de mi funeral; no me echarán a la basura, estoy seguro. Ese dinero es para ti, hijo, para que vayas a la universidad. Se puede empezar por abajo, pero es mucho mejor empezar por arriba y sin un diploma te costará mucho salir de este agujero. Mientras más alto te encuentres, más podrás hacer por cambiar las cosas de este condenado capitalismo ¿me entiendes?, Cyrus…

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать


Isabel Allende читать все книги автора по порядку

Isabel Allende - все книги автора в одном месте читать по порядку полные версии на сайте онлайн библиотеки LibKing.




El plan infinito отзывы


Отзывы читателей о книге El plan infinito, автор: Isabel Allende. Читайте комментарии и мнения людей о произведении.


Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв или расскажите друзьям

Напишите свой комментарий
x