Isabel Allende - El plan infinito

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— Está mucho mejor, pronto podrá comer–dijo Olga acomodando la aguja del suero en la vena del enfermo.

Gregory retrocedió hasta el pasillo, bajó las escaleras a saltos y luego echó a correr hacia la calle. En la puerta del hospital se acurrucó, con la cabeza entre las rodillas, abrazado a sus piernas como un ovillo, repitiendo chingada, chingada, como una letanía. Al llegar los inmigrantes mexicanos caían en casas de amigos o parientes, donde se hacinaban a menudo varias familias. Las leyes de la hospitalidad eran inviolables, a nadie se negaba techo y comida en los primeros días, pero después cada uno debía valerse solo. Venían de todos los pueblos al sur de la frontera en busca de trabajo, sin más bienes que la ropa puesta, un atado a la espalda y las mejores intenciones de salir adelante en esa Tierra Prometida, donde les habían dicho que el dinero crecía en los árboles y cualquiera bien listo podía convertirse en empresario, con un Cadillac propio y una rubia colgada del brazo. No les habían contado, sin embargo, que por cada afortunado cincuenta quedaban por el camino y otros cincuenta regresaban vencidos, que no serían ellos los beneficiados, estaban destinados a abrir paso a los hijos y los nietos nacidos en ese suelo hostil. No sospechaban las penurias del destierro, cómo abusarían de ellos los patrones y los perseguirían las autoridades, cuánto esfuerzo costaría reunir a la familia, traer a los niños y a los viejos, el dolor de decir adiós a los amigos y dejar atrás a sus muertos. Tampoco les advirtieron que pronto perderían sus tradiciones y el corrosivo desgaste de la memoria los dejaría sin recuerdos, ni que serían los más humillados entre los humildes. Pero si lo hubieran sabido, tal vez de todos modos habrían emprendido el viaje al norte. Inmaculada y Pedro Morales se llamaban a sí mismos «alambristas mojados», combinación de «alambre» y de «lomo mojado», como se designaba a los inmigrantes ilegales, y contaban, muertos de la risa, cómo cruzaron la frontera muchas veces, algunas atravesando a nado el Río Grande y otras cortando los alambres del cerco. Habían ido de vacaciones a su tierra en más de una ocasión, entrando y saliendo con hijos de todas las edades y hasta con la abuela, a quien trajeron desde su aldea cuando enviudó y se le descompuso el cerebro. Al cabo de varios años, lograron legalizar, sus papeles y sus hijos era ciudadanos americanos. No faltaba un puesto en su mesa para los recién llegados y los niños crecieron oyendo historias de pobres diablos que cruzaban la frontera escondidos como fardos en el doble fondo de un camión, saltaban de trenes en marcha, o se arrastraban bajo tierra por viejas alcantarillas. siempre con el terror de ser sorprendidos por la policía, la temida «Migra», y enviados de vuelta a su país en grillos, después de ser fichados como criminales. Muchos morían baleados por los guardias, también de hambre y de sed. otros se asfixiaban en compartimentos secretos de los vehículos de los «coyotes», cuyo negocio consistía en transportar a los desesperados desde México hasta un pueblo al otro lado. En la época en que Pedro Morales hizo el primer viaje todavía existía entre los latinos el sentimiento de recuperar un territorio que siempre fue suyo. Para ellos violar la frontera no constituía un delito sino una aventura de justicia. Pedro Morales tenía entonces veinte años. acababa de terminar el servicio militar y como no deseaba seguir los pasos del padre y del abuelo, míseros campesinos de una hacienda de Zacatecas, prefirió emprender la marcha hacia el norte. Así llegó a Tijuana, donde esperaba conseguir un contrato como 'bracero» para trabajar en el campo, porque los agricultores americanos necesitaban mano de obra barata, pero se encontró sin dinero. no pudo esperar que se cumplieran las formalidades o sobornar a los funcionarios y policías, ni le gustó ese pueblo de paso, donde según él los hombres carecían de honor y las mujeres de respeto. Estaba cansado de ir de acá para allá buscando trabajo y no quiso pedir ayuda ni aceptar caridad. Por fin se decidió a cruzar el cerco para ganado que limitaba la frontera, cortando los alambres con un alicate, y echó a andar en línea recta en dirección al sol, siguiendo las indicaciones de un amigo con más experiencia. Así llegó al sur de California. Los primeros meses lo pasó mal, no le resultó fácil ganarse la vida como le habían dicho. Fue de granja en granja cosechando fruta, frijoles o algodón, durmiendo en los caminos. en las estaciones de trenes, en los cementerios de carros viejos, alimentándose de pan y cerveza, compartiendo penurias con miles de hombres en la misma situación. Los patrones pagaban menos de lo ofrecido y al primer reclamo acudían a la policía, siempre alerta tras los ilegales. Pedro no podía establecerse en ningún sitio por mucho tiempo, la «Migra andaba pisándole los talones, pero finalmente se quitó el sombrero y los huaraches, adoptó el bluyin y la cachucha y aprendió a chapucear unas cuantas frases en inglés. Apenas se ubicó en la nueva tierra regresó a su pueblo en busca de la novia de infancia. Inmaculada lo esperaba con el traje de boda almidonado.

— Los gringos están todos chiflados, le ponen duraznos a la carne y mermelada a los huevos fritos, mandan los perros a la peluquería, no creen en la Virgen María, los hombres friegan los platos en la casa y las mujeres lavan los automóviles en la calle, con sostén y calzones cortos, se les ve todito, pero si no nos metemos con ellos, se puede vivir de lo mejor–informó Pedro a su prometida. Se casaron con las ceremonias y fiestas habituales, durmieron la primera noche de esposos en la cama de los padres de la muchacha, prestada para la ocasión, y al día siguiente cogieron el bus rumbo al norte. Pedro llevaba algo de dinero y ya era experto en cruzar la frontera, estaba en mejores condiciones que la primera vez, pero igual iba asustado; no deseaba exponer a su mujer a ningún peligro. Se contaban historias espeluznantes de robos y matanzas de bandidos, corrupción de la policía mexicana y maltratos de la americana, historias capaces de escarmentar al más macho. Inmaculada, en cambio, marchaba feliz un paso detrás de su marido, con el bulto de sus pertenencias equilibrado en la cabeza, protegida de la mala suerte por el escapulario de la Virgen de Guadalupe, una oración en los labios y los ojos bien abiertos para ver el mundo que se extendía ante ella como un magnífico cofre repleto de sorpresas. No había salido nunca de su aldea y no sospechaba que los caminos podían ser interminables; pero nada logró desanimarla, ni humillaciones ni fatigas ni las trampas de la nostalgia, y cuando por fin se encontró instalada con su hombre en un mísero cuarto de pensión al otro lado del límite, creyó haber atravesado el umbral del cielo. Un año más tarde nació el primer niño, Pedro consiguió un puesto en una fábrica de cauchos en Los Angeles y tomó un curso nocturno de mecánica. Para ayudar a su marido, Inmaculada se empleó enseguida en una industria de ropa y luego para servicio doméstico, hasta que los embarazos y las criaturas la obligaron a quedarse en la casa. Los Morales eran gente ordenada y sin vicios, estiraban el dinero y aprendieron a utilizar los beneficios de ese país donde ellos siempre serían extranjeros, pero en el cual sus hijos tendrían un lugar. Estaban siempre dispuestos a abrir su puerta para amparar a otros, su casa se convirtió en un pasadero de gente. Hoy por ti, mañana por mí, a veces toca dar y otras recibir, es la ley natural de la vida, decía Inmaculada. Comprobaron que la generosidad tiene efecto multiplicador, no les falló la buena fortuna ni el trabajo, los hijos resultaron sanos y las amistades agradecidas; con el tiempo superaron las pobrezas del comienzo. Cinco años después de llegar a la ciudad Pedro instaló su propio taller de automóviles. Para la época en que los Reeves fueron a vivir en su patio eran la familia más digna del barrio, Inmaculada se había convertido en una madre universal y Pedro era consultado como hombre justo de la comunidad. En ese ambiente, donde a nadie le pasaba por la mente acudir a la policía o la justicia para resol ver sus conflictos, él actuaba como árbitro en los malentendidos y juez en las disputas.

Olga tenía razón, al menos en parte. Un mes después de la operación Charles Reeves salió del hospital por sus propios pies, pero su idea de volver a deambular por los caminos resultaba absurda porque era evidente que la convalecencia sería muy larga. El médico ordenó tranquilidad, dieta y control permanente, ni pensar en una vida nómada por un buen tiempo, tal vez años. El dinero de los ahorros se había terminado hacía mucho y la familia le debía una suma respetable a los Morales. Pedro no quiso oír hablar de ese asunto pues tenía con su Maestro una deuda espiritual imposible de pagar. Charles Reeves no era hombre capaz de aceptar caridad, ni siquiera de un buen amigo y discípulo, tampoco podían seguir acampando en el patio de una casa ajena y a pesar de las súplicas de los niños, que veían alejarse para siempre la posibilidad de abandonar la opresión de la escuela, el camión fue vendido luego de quitarle el letrero y el megáfono. Con el dinero recaudado y otro tanto conseguido en préstamos, los Reeves pudieron comprar una cabaña en ruinas en los límites del barrio mexicano.

Los Morales movilizaron a sus parientes para ayudar a reconstruir la choza. Ése fue un fin de semana indeleble para Gregory Reeves, la música y la comida latinas quedarían para siempre unidas en su mente con la idea de amistad. El sábado en la madrugada apareció en el lugar una caravana de diversos vehículos, desde una camioneta manejada por un hombronazo de contagiosa sonrisa, hermano de Inmaculada, hasta una columna de bicicletas en las cuales se trasladaron primos, sobrinos y amigos, todos provistos de herramientas y materiales de construcción. Las mujeres instalaron mesones en el terreno y arremangadas cocinaron para esa multitud. Volaban las cabezas decapitadas de los pollos, se apilaban los trozos de cerdo y vacuno, hervían las mazorcas, los frijoles y las papas, se asaban las tortillas, bailaban los cuchillos picando, partiendo y pelando, relucían al sol las fuentes con fruta y aguardaban en la sombra las de jitomate con cebolla, salsa brava y guacamole. De las ollas escapaban aromas de guisos suculentos, de garrafas y botellas escanciaban el tequila y la cerveza, y de las guitarras brotaban las canciones de la tierra generosa del otro lado de la frontera. Los niños correteaban con los perros entre las mesa, las niñas, muy compuestas, ayudaban en el servicio; un primo retardado de plácido rostro asiático lavaba los platos, la abuela chiflada, sentada bajo un árbol contribuía al coro de rancheras con su voz de jilguero; Olga repartía tacos entre los hombres y mantenía a raya a los chiquillos. Durante todo el fin de semana, hasta muy tarde en la noche, trabajaron alegremente bajo las órdenes de Charles Reeves y Pedro Morales, aserruchando, clavando y soldando. Fue una parranda de sudor y canto y el lunes amaneció la casa con las paredes bien apuntaladas, las ventanas en sus goznes, las planchas de zinc en el techo, y un piso de tablas nuevas. Los mexicanos desarmaron las mesas de la comilona, recogieron sus herramientas, sus guitarras y sus hijos, subieron a sus vehículos y desaparecieron por donde habían llegado, discretamente para que nadie les diera las gracias.

Cuando los Reeves entraron en su nuevo hogar Gregory preguntó si esa casa no se desarmaba, incrédulo ante la firmeza de las paredes. A los niños ese par de modestas habitaciones les pareció un palacete, nunca antes habían dispuesto de un techo sólido sobre sus cabezas, sólo la tela de una carpa o el cielo. Nora instaló su cocina a queroseno, puso en su cuarto la vieja máquina de escribir y en la sala, en un sitio de honor, su fonógrafo a manivela para escuchar ópera y música clásica; enseguida se dispuso a iniciar una nueva etapa. Olga, sin muchas explicaciones, decidió separarse de ellos. Al principio se quedó en el patio de los Morales con el pretexto de que la casa de los Reeves estaba muy lejos y hasta allí no llegaría su clientela, y poco después consiguió un cuarto de alquiler en los altos de un garaje, en el otro extremo del barrio, donde colgó un letrero ofreciendo sus servicios de adivina, comadrona y curandera. El rumor de su talento se regó rápidamente y confirmó su reputación cuando hizo desaparecer para siempre la barba y los bigotes de la dueña del almacén. En ese lugar, donde ni los hombres tenían mucho pelo en la cara, la almacenera era blanco de las burlas más crueles hasta que Olga intervino liberándola con una pócima de su invención; la misma que recetaba para curar la sarna. Cuando por fin la barbuda pudo lucir sus mejillas a plena luz del día las malas lenguas dijeron que al menos los pelos le daban un aire interesante; en cambio sin ellos era sólo una señora con cara de pirata. Se corrió la voz de que así como la curandera sanaba con sus ensalmos y ungüentos, igual podía hacer mal con sus brujerías; y la gente le tuvo respeto. Judy y Gregory iban a verla seguido y ella aparecía de vez en cuando a almorzar los domingos donde los Reeves, pero sus visitas se espaciaron y al fin se suspendieron del todo. Poco a poco su nombre dejó de mencionarse en la familia porque al hacerlo el aire se cargaba de tensiones. Judy, distraída con tantas novedades, no la echaba de menos, pero Gregory no perdió contacto con ella.

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