Serna Moisés De La Juan - David, La Esperanza Perdida
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Ante este panorama y viendo que no duraría mucho si se iba, insistió implorando en que no se fuese y le dejase sólo allí tirado.
David no tenía una fácil decisión, pues él no podía cargarle tanto como para llevarlo a donde recibiese ayuda, ni tampoco podía dejarle sin atender ya que su pierna estaba empezando a tomar un color diferente y eso no era buena señal, ya que, aunque conocía cómo poner un torniquete porque lo había visto hacer, nadie le había explicado que tenía que ir soltando de vez en cuando la atadura, para que la pierna no se gangrenase.
Hay que indicar que en aquel entonces, el conocimiento sobre medicina estaba reservado a eruditos y consejeros, los cuales atendían a la familia Real y a los príncipes de palacio, mientras que el resto de la ciudadanía se tenía que conformar con las tradiciones orales y algunos ungüentos para saber qué hacer, pero en las poblaciones más alejadas como en este caso, el conocimiento provenía de la práctica, y en muchos casos del error cometido, por ejemplo, al atender a algún animal.
Es por ello que era habitual que cuando una persona sufría una herida tan grave como la de aquel joven, al final perdiese la pierna como medida para evitar que se extendiese la cangrena, lo que se consideraba una infección.
Medida que a pesar de parecer de tiempos antiguos todavía hoy en día se adopta en el caso de algunas enfermedades de tipo circulatorio, como por complicaciones de diabetes.
Ante este panorama David tras reflexionar sobre las alternativas que tenía lo que hizo fue lo siguiente. Buscó buena cantidad de ramas y hojas que suele haber en los cursos de los ríos, a pesar de estar estos secos, y las mojó con la arena húmeda que había sacado del pequeño hoyo que acababa de excavar, y las puso apoyadas unas sobre otras formando un círculo, haciendo una chimenea, dejando el centro hueco, el cual rellenó con hojas secas.
Luego con el pedernal que siempre llevaba encima, las golpeó con fuerza y con las chispas que salieron se hizo fuego y prendió todo aquello con hojas secas que había reservado sin mojar, y así al punto salió una gran humareda, y desde lejos la vieron y pensaron que podría ser alguien en peligro, pues era forma de avisarse por aquellas tierras de que algo malo sucedía.
Aunque no se sabía qué podía ser, era la manera de pedir ayuda o de comunicar que venían tropas enemigas, aunque estos últimos avisos se solían hacer desde sitios elevados para que pudiese verse a una mayor distancia.
Con lo que ya solo era cuestión de tiempo para que algún pastor lo viese y viniese en su auxilio, o al menos a ver qué sucedía y cuál era el motivo de aquella humareda.
David mientras tanto acercó al joven a la fogata, sin moverle demasiado la pierna para que entrase en calor, ya que había perdido mucha sangre y empezaba a perder el tono de color habitual.
Al poco acudió un hermano suyo, el que estaba más cerca, y viendo la gravedad de la situación, cogiendo al muchacho se lo llevó para que le pudieran atender lo antes posible.
La alternativa era esperar que alguien con más experiencia y conocimiento viniese a atenderle allí mismo, tal y como se hace hoy con la visita de los médicos al domicilio, pero la gravedad del muchacho lo desaconsejó.
Esto fue muy comentado, pues el niño contó lo que le había hecho, y únicamente la gente no comprendió por qué le había pegado tan fuerte en la cabeza.
Cuando le interrogaron por esta cuestión, David les contestó que, si no lo hubiese hecho, no le hubiese dejado acercarse a su pierna, pues le dolía mucho.
Vieron que decía la verdad, y así también pensaron que, tenía una gran sangre fría y a alguien le dio por decir que, en su mente había unas cosas que no eran humanas y que podía ser un elegido.
Más veréis que, ocurrieron también varios eventos después que lo confirmaron.
Uno de ellos fue el siguiente. Estando por allí un profeta que era servidor del ALTÍSIMO, le fue mandado que ungiera al que se le indicase, y así le envió al pueblo que allí había.
Estas personas eran respetadas por donde fuesen, ya que se sabía que tenían la capacidad de escuchar y que habían dedicado su vida a obedecer, una labor para la que no todos estaban preparados, ya que suponía renunciar a todo para ir donde se le mandase.
Él estuvo en el pueblo, y a cada uno que veía se detenía frente a él y preguntaba,
―¿Es éste, SEÑOR?
―¡No! ― se le decía.
Esto lo repitió una y otra vez, con cada uno de los habitantes del lugar y siempre recibía la misma negativa por respuesta.
Los aldeanos que le veían acercarse, pararse delante de la persona e irse, no decían nada, extrañados de aquel comportamiento, pero tampoco trataban de entender a un profeta, pues sabían que estaba obedeciendo en todo momento.
Ya estando sin saber qué hacer, vio que en las afueras había muchas ovejas y había casa también, pero pensó que no podía ser, pues él buscaba el elegido entre los principales y los más cultos.
Ya que estos desde pequeño eran adiestrados en las artes y en los estudios, de forma que fuesen líderes para su pueblo y que pudiesen conseguirle prosperidad.
Así a algunos se les preparaba como negociantes, a otros en idiomas y a los que no creían que tenían posibilidades se les enseñaba un oficio, el de sus padres para seguir la tradición familiar.
Una selección por castas bien diferenciadas donde no se permitía que hubiese mezclas, así el principal nunca se rebajaba a labores del campo, ni el campesino aspiraba puestos de mayor responsabilidad que el que había realizado su padre, y el padre de este.
Todos desde el principio y en función de en qué familia hubiese nacido tenían claro cuál sería su futuro, a pesar de lo cual en ocasiones se producían excepciones como la que se comenta.
Ante la falta de respuesta positiva el profeta se dijo, “¡Veremos qué hacemos!”, y se puso en mitad del pueblo y así mirando hacia el norte preguntó,
―¿Es en esa dirección, SEÑOR?
―¡No! ―se le contestó.
Y volvió a hacer la misma pregunta hacia el sur, y obtuvo la misma respuesta, y así sucedió en las otras dos ocasiones, y esto ya le desconcertó más, y le preguntó al SEÑOR,
―¿Es en este pueblo?
Pues ya pensaba que había entendido mal, y se le dijo,
―Sí, pero la dirección no me la has preguntado.
―SEÑOR, dime la dirección ―dijo el profeta.
―¡Pensaba que no aprenderías nunca! ―se le contestó―. ¿Por qué no empiezas siempre por preguntar?, y yo te digo dónde, y no como haces que, me preguntas de forma que únicamente te puedo decir sí o no.
El profeta comprendió la enseñanza y con humildad la aceptó, y así se le dijo,
―Ves hacia abajo ―ya que los pueblos estaban en alto, para defenderse mejor de sus enemigos.
Cuando estuvo abajo volvió a preguntar y se le dijo,
―Ahora ves hacia aquella casa que ves y pide al padre que te muestre a sus hijos, te diré cuál de ellos es.
Esto hizo, llegó a la casa y se presentó al padre, después de darse a conocer, le dijo que quería ver a sus hijos para ungir a uno de ellos.
Una situación nada habitual y menos en una localidad tan pequeña, en donde todos habían oído hablar de profetas, pero no todos habían tenido la posibilidad de encontrarse con uno, y menos que se presentase en la puerta de la casa.
Como era la costumbre se le hizo pasar, para descansar y le ofrecieron alimentos, pero él los rechazó diciendo que primero tenía que cumplir la misión que se le había encomendado y luego podría compartir la mesa con ellos.
El dueño de aquella casa pidió a las mujeres que preparasen un festín para el invitado, ya que no todo los días se recibía una visita de alguien tan destacado como era un profeta.
El padre medio asustado, medio impresionado, pues que un profeta estuviera en su casa, y que quisiera urgir a uno de sus hijos, ¡eso era ya demasiado!, así mandó pasar a todos ellos menos uno que no estaba.
Primero mandó al que él más quería, su hijo mayor y sucesor por derecho de todos sus bienes cuando hubiese fallecido como era la costumbre de la época, pero este no fue aceptado.
Luego hizo pasar al siguiente por edad y no fue aceptado, luego al tercero y no fue aceptado, y así fue descendiendo, y cuando terminó con todos y eran muchos, ya dije que no tenían televisión en aquellos momentos, el profeta preguntó,
―¿No tienes más?
―¡Sí! ―le contestó―. Tengo al pequeño, pero está cuidando el ganado.
―¡Ve y manda a buscarle! ―dijo el profeta―, pues tenemos que esperarle y no comeremos hasta que él no llegue, y lo haga con nosotros.
Uno de los hermanos salió corriendo en su búsqueda, cuando le halló y después de quedarse vigilando el ganado mandó marchar al menor a casa sin darle explicación alguna.
Llegando le estaban esperando a la entrada de la casa la madre junto con otras mujeres y esta le dijo mientras le entregaba unas prendas,
―Cámbiate corriendo y ponte esta ropa que tenemos visita.
El joven todavía no entendía a qué venían aquellas prisas, aunque era habitual que cuando había visitas se usasen prendas diferentes, así que obedeció sin comprender lo que acontecía y una vez hecho se dirigió a la sala donde se encontraba su padre.
El niño entró en la habitación y el profeta acercándose al él y poniéndose de frente, el SEÑOR le dijo,
―¡Este es, úngele!
―El SEÑOR me dice que unja al niño ―dijo el profeta y dirigiéndose al padre le preguntó―. ¿Puedo hacerlo?
El padre contestó que sí, aunque sin entender muy bien cómo su hijo menor iba a ser digno de aquello, pues con la corta edad que tenía, no había hecho nada para ser merecedor de tal honor.
Así se le dijo a David que se descubriese, lo que el joven hizo quitándose la ropa que acababa de ponerse.
Con aceite que el profeta traía, lo derramó por la cabeza del niño, y este aceite corrió por su cuerpo hacia abajo, pues le habían desnudado, y con él fue marcado en el pecho y en la espalda, y también sus manos puestas hacia arriba, y su vientre, y luego se le dijo,
―Ahora sacarlo al patio, y bañarle, pues ya está ungido.
El padre que pensaba que era otra cosa, decía que no, que no se le bañase, ya que eso sería cómo borrar aquella señal que había recibido.
El profeta, viendo lo que decía el padre, cogió tierra del suelo y se la echó al niño, y se pegó en su cuerpo, y así le preguntó,
―¿Acaso quieres que tu hijo esté tan sucio?
El padre comprendió la lección, y llamó a la madre y a otras mujeres para que le bañasen, y lo hicieron y después comieron todos.
―De esto no se tiene que enterar nadie ―dijo el profeta mientras comía―, pues su vida peligra por ello, pues el estar ungido, quiere decir que un día será Rey de Israel, y el que está ahora no querrá dejar de serlo, pues un día también lo fue él, más ahora es indigno de ocupar el puesto, y aunque aún estará en él largo tiempo, algún día será este niño el que dirija al pueblo entero.
Dicho todo esto el profeta se fue agradeciendo por la hospitalidad recibida a la vez que remarcaba la importancia de mantener el secreto por el bien de todos.
Una vez que se fue algunos de los hermanos protestaron por no ser ellos los ungidos, pero a pesar de los celos que había despertado aquella situación lo guardaron en gran silencio, pues nadie quería que fuera muerto, pues de haberse dicho a alguien, se corría el riesgo de que las noticias llegasen a palacio, y que al no saber cuál de los hermanos era el ungido, el Rey ordenase dar muerte a todos, y con ello acabar la amenaza de que algún día le arrebatasen el trono.
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