Array Array - Paula

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una especie de accidente, un error de la naturaleza. Todo eso terminó de súbito el 11 de septiembre de 1973 cuando desperté a la brutalidad de la existencia, pero no he llegado todavía a ese punto en estas páginas, para qué te voy a confundir con saltos de la memoria, Paula. No me quedé solterona, como predije en aquellos documentos dramáticos que yacen en la caja fuerte del tío Ramón, al contrario, me casé demasiado pronto. A pesar de la promesa hecha por Michael a su padre, decidimos casarnos antes de que él terminara sus estudios de ingeniería porque la alternativa era que yo partiera con mis padres a Suiza, donde habían sido nombrados representantes de Chile ante las Naciones Unidas. Mi trabajo me permitía alquilar un cuarto y sobrevivir con dificultad, pero en el Santiago de esa época la idea de que una muchacha optara por independizarse a los diecinueve años, con novio y sin vigilancia, resultaba inaceptable. Por unas semanas me debatí en la duda, hasta que mi madre tomó la iniciativa de hablar con Michael y ponerlo entre la espada y el matrimonio, tal como veintiséis años más tarde lo hizo con mi segundo marido. Sacamos cuentas con papel y lápiz y llegamos a la conclusión de que dos personas apenas podían sobrevivir con mi sueldo, pero valía la pena intentarlo. Mi madre se entusiasmó de inmediato con los preparativos; como primera medida vendió la gran alfombra persa del comedor y enseguida anunció que una boda era ocasión para tirar la casa por la ventana y la mía sería espléndida. Sigilosamente comenzó a almacenar provisiones en un cuarto secreto, para evitar al menos que pasáramos hambre, llenó baúles de mantelerías, toallas y aparatos de cocina y averiguó cómo podíamos conseguir un préstamo para construirnos una casa. Cuando nos puso los documentos por delante y vimos el tamaño de la deuda, a Michael le dio fatiga. No tenía trabajo y su padre, molesto por esa decisión precipitada, no estaba dispuesto a ayudarlo, pero el poder de convicción de mi madre es apabullante y al final firmamos los papeles. El casamiento civil se llevó a cabo en la hermosa propiedad colonial de mis padres un día de primavera, en una reunión íntima a la cual asistieron sólo las dos familias, es decir, casi cien personas. El tío Ramón insinuó que invitáramos a mi padre, le parecía que no debía estar ausente en ese momento tan importante de mi vida, pero me negué y en representación de mi familia paterna acudió Salvador Allende, a quien le tocó firmar en el libro del registro civil como mi testigo de boda. Poco antes de aparecer el juez, mi abuelo me cogió de un brazo, me llevó aparte y repitió las mismas palabras que veinte años antes le dijo a mi madre: Todavía es tiempo de arrepentirse, no se case por favor, piénselo mejor.

Hágame una señal y yo me encargo de deshacer esta pelotera de gente ¿qué le parece? Consideraba el matrimonio como un pésimo negocio para las mujeres, en cambio lo recomendaba sin reservas a su descendencia masculina. Una semana más tarde nos casamos en el rito católico a pesar de que yo no practicaba esa religión y Michael era anglicano, porque el peso de la Iglesia en el medio en que nací es como una piedra de molino. Entré orgullosa del brazo del tío Ramón, quien no volvió a sugerir iniciativas con respecto a mi padre hasta mucho después, cuando nos tocó enterrarlo. En las fotos de ese día los novios parecemos niños disfrazados, él con un frac hecho a medida y yo envuelta en metros y metros de la tela adquirida en el zoco de Damasco. De acuerdo a la tradición inglesa, mi suegra me regaló una liga celeste para la suerte.

Debajo del vestido llevaba tanto relleno de espuma plástica en el busto, que en el primer abrazo de felicitaciones, todavía ante el altar, me aplastaron por delante y me quedaron los pechos cóncavos. Se me cayó la liga de la pierna y quedó tirada en la nave de la iglesia, como frívolo testigo de la ceremonia; también se pinchó un caucho del coche que nos conducía a la fiesta, y Michael tuvo que quitarse el vestón de colas y ayudar al chofer a cambiar la rueda, pero no creo que estos detalles fueran presagios de mal agüero.

Mis padres partieron a Ginebra y nosotros comenzamos nuestra vida de pareja en esa enorme casa, con seis meses de renta pagados por el tío Ramón y la despensa que mi madre había almacenado como una generosa urraca, suficientes sacos de granos, tarros de conserva y hasta botellas de vino, como para resistir un cataclismo de fin de mundo. De todos modos, era una solución poco práctica porque no teníamos muebles para decorar tantos cuartos ni dinero para calefacción, limpieza y jardín y además la propiedad quedaba abandonada cuando ambos partíamos al amanecer rumbo a la oficina y la universidad. Se robaron la vaca, el cerdo, las gallinas y la fruta de los árboles, después rompieron las ventanas y nos desvalijaron de los regalos de matrimonio y la ropa, finalmente descubrieron la entrada a la cueva secreta de la despensa y se llevaron su contenido, dejando una nota de agradecimiento en la puerta como última ironía. Así comenzó el rosario de robos que tanto sabor le ha dado a nuestra existencia, calculo que los ladrones han entrado a las diferentes casas que hemos habitado más de diecisiete veces y nos han quitado casi todo, incluyendo tres automóviles. Por milagro el espejo de plata de mi abuela nunca fue tocado. Entre hurtos, exilio, divorcio y viajes he perdido tantas cosas, que ahora apenas compro algo empiezo a despedirme, porque sé cuán poco durará en mis manos. Cuando desaparecieron el jabón del baño y el pan de la cocina decidimos salir de aquella mansión decrépita y vacía donde las arañas tejían encajes en los techos y se paseaban arrogantes los ratones. Entretanto mi abuelo había dejado de trabajar, despidiéndose para siempre de sus ovejas y se había trasladado a la destartalada casona de la playa a pasar el resto de su vejez lejos del ruido de la capital, aguardando la muerte en paz con sus recuerdos, sin sospechar que aún debería permanecer en este mundo veinte años más. Nos cedió su casa en Santiago, donde nos instalamos entre muebles solemnes, cuadros decimonónicos, la estatua de mármol de la muchacha pensativa y la mesa ovalada del comedor sobre la cual se deslizaba por encantamiento el azucarero de la Memé. No fue por mucho tiempo, porque en los meses siguientes construimos a punta de audacia y crédito la casita donde nacieron mis hijos.

Al mes de casada me atacaron unos dolores agudos en el bajo vientre y de puro ignorante y atolondrada los atribuí a una enfermedad venérea. No sabía muy bien de qué se trataba, pero suponía que estaba relacionado con el sexo y por lo tanto con el matrimonio. No me atreví a hablarlo con Michael porque había aprendido en mi familia y en el colegio inglés que los temas relacionados con el cuerpo son de mal gusto; mucho menos podía acudir donde mi suegra en busca de consejo y mi madre estaba demasiado lejos, de modo que aguanté sin chistar hasta que apenas podía caminar. Un día, mientras empujaba con dificultad el carrito de las compras en el mercado, me encontré con la madre de la antigua novia de mi hermano, una señora suave y discreta a quien apenas conocía. Pancho andaba todavía tras las huellas del nuevo Mesías y su relación amorosa con la muchacha había sido temporalmente interrumpida, años después se casaría con ella dos veces y se divorciaría otras tantas. La buena señora me preguntó amablemente cómo estaba y antes que terminara de formular la frase me colgué de su cuello y le zampé sin preámbulos que me estaba muriendo de sífilis. Con una calma admirable me tomó del brazo, me condujo a una confitería cercana, pidió café con pasteles y luego me interrogó sobre los detalles de mi explosiva confesión. Dimos cuenta del último pedazo de torta y me llevó enseguida donde un médico amigo suyo, quien diagnosticó una infección en las vías urinarias, posiblemente provocada por las corrientes heladas de la casa colonial, me recetó cama y antibióticos y me despidió con una sonrisa burlona: la próxima vez que le dé sífilis no espere tanto, venga a verme antes, dijo. Ése fue el comienzo de una amistad incondicional con esa señora. Nos adoptamos mutuamente porque yo

necesitaba otra madre y ella tenía espacio libre en el corazón, pasó a llamarse Abuela Hilda y desde entonces ha cumplido su papel con lealtad.

Los hijos condicionaron mi existencia, desde que nacieron no he vuelto a pensar en términos individuales, soy parte de un trío inseparable. En una oportunidad, hace varios años, quise darle prioridad a un amante, pero no me resultó y al final renuncié a él para volver a mi familia. Éste es un tema que debemos hablar más adelante, Paula, ya está bueno de mantenerlo en silencio. Nunca se me ocurrió que la maternidad fuera optativa, la consideraba inevitable, como las estaciones. Supe de mis embarazos antes que fueran confirmados por la ciencia, apareciste en un sueño, tal como después se me reveló tu hermano Nicolás. No he perdido esa habilidad y ahora puedo adivinar los hijos de mi nuera, soñé a mi nieto Alejandro antes que sus padres sospecharan que lo habían engendrado y sé que la criatura que nacerá en primavera será una niña y se llamará Andrea, pero Nicolás y Celia todavía no me creen y están planeando un ecosonograma y haciendo listas de nombres. En el primer sueño tenías dos años y te llamabas Paula, eras una chiquilla delgada, de pelo oscuro, grandes ojos negros y una mirada lánguida, como la de los mártires en los vitrales medievales de algunas iglesias. Vestías un abrigo y un sombrero a cuadros, parecidos al clásico atuendo de Sherlock Holmes. En los meses siguientes engordé tanto, que una mañana me agaché a ponerme los zapatos y me fui de cabeza con los pies en el aire, la sandía en la barriga había rodado hacia mi garganta desviando el centro de gravedad que nunca más regresó a su posición original porque todavía ando a tropezones en el mundo. Ese tiempo que estuviste dentro de mí fue de felicidad perfecta, no he vuelto a sentirme tan bien acompañada. Aprendimos a comunicarnos en un lenguaje cifrado, supe cómo serías a lo largo de tu vida, te vi de siete, quince y veinte años, te vi con el pelo largo y la risa alegre y también vestida de bluyines y con traje de novia, pero nunca te soñé como estás ahora, respirando por un tubo en el cuello, inerte y sin conciencia. Pasaron más de nueve meses y como no tenías intención de abandonar la caverna tranquila donde estabas instalada, el médico decidió tomar medidas drásticas y me abrió la panza para traerte a la vida un 22 de octubre de 1963. La Abuela Hilda fue la única que estuvo a mi lado durante aquel trance, porque Michael cayó en cama afiebrado de nervios, mi mamá estaba en Suiza y no quise avisar a mis suegros hasta que todo hubiera pasado. Eras un bebé peludo con un cierto aire de armadillo, pero yo no te habría cambiado por ningún otro, por lo demás el vello se cayó pronto, dando paso a una niña delicada y hermosa, adornada con dos flamantes perlas en las orejas que mi madre insistió en regalarte, de acuerdo a una larga tradición familiar. Volví pronto al trabajo, pero nada volvió a ser como antes, la mitad de mi tiempo, mi atención y mi energía estaban siempre pendientes de ti, desarrollé antenas para adivinar tus necesidades aun a la distancia, iba a la oficina arrastrando los pies y buscaba pretextos para escapar, llegaba tarde, me iba temprano y me declaraba enferma para quedarme en casa. Verte crecer y descubrir el mundo me parecía mil veces más interesante que las Naciones Unidas y sus ambiciosos programas para mejorar la suerte del planeta; no veía las horas que Michael obtuviera su título de ingeniero y pudiera mantener a la familia, para quedarme contigo.

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