Array Array - Paula

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Entretanto mis suegros se habían trasladado a una casa amplia a una cuadra de la que estábamos construyendo nosotros, y se preparaban para dedicar el resto de sus días a mimarte. Tenían una idea ingenua de la vida porque no habían salido jamás del pequeño círculo donde permanecieron protegidos de las inclemencias, para ellos el futuro se presentaba benigno, tal como lo era para nosotros. Nada malo podía sucedernos si nada malo cometíamos. Yo estaba dispuesta a convertirme en esposa y madre ejemplar,

aunque no sabía muy bien cómo. Michael planeaba encontrar un buen trabajo en su profesión, vivir con comodidad, viajar un poco y mucho más tarde heredar la casa grande de sus padres, donde transcurriría su vejez rodeado de nietos, jugando al bridge y al golf con sus mismos amigos de siempre.

El Tata no soportó mucho tiempo el fastidio y la soledad de la playa. Debió renunciar a los baños de mar porque la temperatura glacial de la corriente de Humboldt le fosilizó los huesos, y a sus salidas a pescar, porque la refinería de petróleo liquidó los peces tanto de agua dulce como salada. Estaba cada vez más cojo y achacoso, pero permaneció fiel a su teoría de que las enfermedades son castigos naturales de la humanidad y los dolores se sienten menos si uno los ignora. Se mantenía en pie a punta de ginebra y aspirinas, que reemplazaron sus pastillas homeopáticas cuando dejaron de hacerle efecto. No era raro que así fuera, porque siendo niños mis hermanos y yo no podíamos resistir la tentación de ese antiguo botiquín de madera repleto de frasquitos misteriosos y no sólo nos comíamos sus homeopatías a puñados, sino que también las mezclábamos en los envases. El viejo dispuso de muchos meses de silencio para repasar sus recuerdos y concluyó que la vida es una buena vaina, y no hay que tener tanto miedo de dejarla. Nos olvidamos que de todos modos caminamos hacia la muerte, decía a menudo. El fantasma de la Memé se perdía en los vericuetos gélidos de esa casa construida para los placeres del verano, pero jamás para la ventolera y la lluvia del invierno.

Para colmo el loro cogió un mal catarro y no sirvieron las homeopatías ni las aspirinas disueltas en ginebra que su dueño le metía por el pico con un gotario, un lunes amaneció tieso a los pies de la percha donde pasó tantos años insultándonos. El Tata lo mandó envuelto en hielo a un taxidermista en Santiago, quien se lo devolvió poco después embalsamado, con plumaje nuevo y una expresión de inteligencia que nunca tuvo en vida. Cuando mi abuelo terminó de componer los últimos desperfectos de la casa y se cansó de luchar contra la erosión inevitable del cerro y las plagas de hormigas, cucarachas y ratones, ya había pasado un año y la soledad le había agriado el carácter. Comenzó a ver las novelas de televisión como última medida desesperada contra el aburrimiento, pero sin darse cuenta lo fue atrapando el vicio y al poco tiempo la suerte de esos acartonados personajes llegó a ser más importante para él que la de sus propios familiares. Seguía varias teleseries simultáneamente, se le confundían las historias y acabó perdido en un laberinto de pasiones ajenas, entonces comprendió que había llegado el momento de regresar a la civilización, antes que la vejez le diera el último garrotazo y lo dejara convertido en un anciano medio chiflado. Volvió a la capital cuando nosotros estábamos listos para trasladarnos a nuestra nueva casa, una cabaña prefabricada construida a burdos martillazos por media docena de obreros y coronada por una peluca de paja en el techo, que le daba un aire africano. Retomé la antigua costumbre de visitar a mi abuelo por las tardes después de mi trabajo. Había aprendido a manejar y me turnaba el automóvil con Michael, un vehículo de plástico muy primitivo, con una sola puerta al frente de modo que al abrirla se desprendían los comandos y el volante; no soy buena conductora y sortear el tráfico en ese huevo mecánico era una acción suicida. Las visitas diarias donde el Tata me dieron material suficiente para todos los libros que he escrito y posiblemente los que escribiré; era un narrador virtuoso, provisto de humor pérfido, capaz de contar las historias más espeluznantes a carcajadas. Me entregó sin reservas las anécdotas acumuladas en sus muchos años de existencia, los principales eventos históricos del siglo, las extravagancias de mi familia y los infinitos conocimientos adquiridos en sus lecturas. Los únicos temas vedados en su presencia eran religión y enfermedades; consideraba que Dios no es materia de discusión y todo lo relacionado con

el cuerpo y sus funciones era muy privado, hasta mirarse en el espejo le parecía una vanidad ridícula, se afeitaba de memoria. A pesar de su carácter autoritario, no era inflexible. Cuando empecé a trabajar como periodista y encontré por fin un lenguaje articulado para expresar mis frustraciones de mujer en esa cultura machista, en un comienzo no quiso oír mis argumentos, que a sus ojos eran un disparate, un atentado contra los fundamentos de la familia y la sociedad, pero cuando percibió el silencio instalado entre los dos durante nuestras meriendas de té con bollos, comenzó a interrogarme con disimulo. Un día lo sorprendí hojeando un libro cuya tapa me pareció reconocer y con el tiempo llegó a aceptar la liberación femenina como un asunto de justicia elemental, pero la largueza no le alcanzó para cambios sociales, en política era individualista y conservador, tal como lo era en materia religiosa. En cierta ocasión me exigió que lo ayudara a morir, porque la muerte suele ser lenta y torpe.

— ¿Cómo lo haremos? — le pregunté divertida, creyendo que bromeaba.

— Ya lo veremos cuando llegue el momento. Por ahora quiero que me lo prometa.

— Eso es ilegal, Tata.

— No se preocupe, yo asumo toda la responsabilidad.

— Usted estará en el ataúd y a mí me mandarán derecho al patíbulo. Además debe ser pecado. ¿Usted es cristiano o no?

— ¡Cómo se atreve a preguntarme algo tan personal!

— Mucho más personal es que lo mate por encargo ¿no le parece?

— Si no lo hace usted, que es mi nieta mayor y la única que podría ayudarme ¿quién lo hará? ¡Un hombre tiene derecho a morir con dignidad!

Comprendí que hablaba en serio. Se lo prometí finalmente porque lo vi tan sano y fuerte, a pesar de sus ochenta años, que di por hecho que nunca me tocaría cumplir mi palabra. Dos meses más tarde comenzó a toser, una tos seca de perro enfermo. Furioso, se amarró una cincha de caballo en el torso y cuando la tos lo ahogaba se daba un apretón brutal para sujetarse los pulmones, como me explicó. Se negó a echarse a la cama, convencido de que ése era el principio del fin–de la cama a la tumba, decía–y mucho menos aceptó ver médicos porque Benjamín Viel andaba en los Estados Unidos embolinado en el asunto de los anticonceptivos, los de su generación ya estaban muertos o patulecos y según él los jóvenes eran una manga de charlatanes inflados de teorías modernas. Sólo confiaba en un viejo ciego que le acomodaba los huesos a tirones y en su caja de caprichosas píldoras homeopáticas que administraba con más esperanza que conocimiento. Pronto ardía de fiebre y trató de curarse con grandes vasos de ginebra y duchas heladas, pero un par de noches más tarde sintió que un rayo le partía la cabeza y un ruido de terremoto lo dejaba sordo. Cuando recuperó la respiración no podía moverse, medio cuerpo se le había convertido en granito. Nadie se atrevió a recurrir a una ambulancia, porque con la media boca que aún funcionaba murmuró entre dientes que al primero que lo moviera de su casa lo desheredaba, sin embargo no se libró del médico. Alguien llamó a un servicio de emergencia y ante el asombro de los presentes apareció una señora vestida de seda y con tres vueltas de perlas en el cuello. Lo siento, salía para

una fiesta, se disculpó, quitándose los guantes de gamuza para examinar al paciente. Mi abuelo pensó que además de quedarse paralítico estaba alucinando y trató de atajar a esa dama, quien con inexplicable familiaridad pretendía desabrocharle la ropa y toquetearlo por donde nadie en su sano juicio se habría aventurado; se defendió con las pocas fuerzas que le quedaban, gruñendo desesperado, pero al cabo de algunos minutos de tira y afloja ella lo derrotó con una sonrisa de labios pintados. Al examinarlo descubrió que además del derrame cerebral, ese anciano testarudo sufría de pulmonía y de varias costillas rotas, se las había quebrado con los apretones de la cincha de caballo. El pronóstico no es bueno, susurró a los familiares reunidos a los pies de la cama, sin calcular que el paciente estaba oyendo. Ya veremos, replicó el Tata con un hilo de voz, dispuesto a demostrar a esa señora qué clase de hombre era él. Gracias a eso me liberé de cumplir una promesa hecha a la ligera. Pasé los días críticos de la enfermedad junto a su cama. De espaldas entre las sábanas blancas, sin almohada, pálido, inmóvil, con los huesos marcados a cincel y su perfil ascético, parecía la figura de un rey celta esculpida en el mármol de un sarcófago. Atenta a cada uno de sus gestos, le rogaba en silencio para que siguiera luchando y no se acordara de la idea de morir. Durante esas largas vigilias me pregunté a menudo cómo lo haría, en caso que me lo pidiera, y concluí que jamás sería capaz de apurar su muerte. En esas semanas comprendí cuán resistente es el cuerpo y cuánto se aferra a la vida, aun demolido por la enfermedad y la vejez.

Al poco tiempo mi abuelo podía hablar bastante bien, se vestía sin ayuda y se arrastraba a duras penas hasta su sillón en la sala, donde se instalaba con una pelota de goma a ejercitar los músculos de las manos, mientras releía la Enciclopedia, colocada sobre un atril, y bebía lentamente grandes vasos de agua. Más tarde descubrí que no era agua, sino ginebra, enfáticamente prohibida por la doctora, pero como con eso parecía ir sanando, yo misma me encargué de traérsela. La compraba en una licorería de la esquina cuya dueña solía perturbar el sueño de aquel patriarca concupiscente; era una viuda madura con pecho enérgico de soprano y trasero heroico, que lo atendía con consideraciones de cliente favorito y le ponía el licor en botellas de agua mineral para evitar problemas con el resto de la familia. Una tarde el viejo habló de la muerte de mi abuela, tema que hasta entonces jamás había mencionado.

— Ella sigue viva–dijo–porque yo no la he olvidado ni por un solo momento. Suele venir a verme.

— ¿Quiere decir que se le aparece, como un fantasma?

— Me habla, siento su aliento en la nuca, su presencia en mi pieza. Cuando estaba enfermo me tomaba la mano.

— Ésa era yo, Tata…

— No crea que estoy chocho, sé que a veces era usted. Pero otras veces era ella.

— Usted tampoco morirá porque yo lo recordaré siempre. No he olvidado nada de lo que me ha dicho a lo largo de estos años.

— No puedo confiar en usted, porque todo lo cambia. Cuando yo me muera no habrá quien le ponga freno y seguro irá por allí contando mentiras de mí–y se rió tapándose la boca con el pañuelo, porque todavía no controlaba bien los gestos de la cara.

Durante los meses siguientes se ejercitó con tesón hasta que pudo volver a moverse, se recuperó por completo y vivió casi veinte años más, dándose tiempo para conocerte, Paula. Eras la única que distinguía en el montón de nietos y bisnietos, no era hombre de ternuras, pero le brillaban los ojos cuando te veía, esta chiquilla tiene un destino especial, decía. ¿Qué haría él si te viera como estás ahora? Creo que espantaría a bastonazos a doctores y enfermeras y con sus propias manos te arrancaría los tubos y las sondas para ayudarte a morir. Si no estuviera segura que te recuperarás, tal vez yo haría lo mismo.

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