Array Array - Paula

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de mi entrevista no estaba casada con un borracho brutal ni con un inválido en silla de ruedas, tampoco padecía el tormento de un amor imposible; en su vida no había tragedia, simplemente carecía de buenas razones para guardar lealtad a un marido que a su vez la traicionaba. Muchos se horrorizaron ante su organización perfecta, alquilaba un apartamento discreto con dos amigas, lo mantenían impecable y se lo turnaban en la semana para llevar a sus amantes, así no pasaban el mal rato de frecuentar hoteles donde podían ser reconocidas. A nadie se le había ocurrido que las mujeres podían disfrutar de tal comodidad, un apartamento propio para citas de amor era privilegio sólo de varones, incluso había un nombre francés para llamarlo: gargonniére. En la generación de mi abuelo eran de uso común entre los señorones, pero ya muy pocos podían darse ese lujo y en general cada cual fornicaba como y donde mejor podía de acuerdo a su presupuesto. En todo caso, no faltaban habitaciones de alquiler para amores furtivos y todo el mundo sabía exactamente el precio y dónde estaban localizadas.

Veinte años más tarde, en una vuelta de mi largo periplo, me encontré en otro rincón del mundo, muy lejos de Chile, con el marido de la señora del traje Chanel. El hombre había sufrido prisión y tortura durante los primeros años de la dictadura militar y llevaba el cuerpo y el alma marcados de cicatrices.

Entonces vivía en exilio, separado de su familia, y le fallaba la salud, porque el frío de la cárcel se le había metido por dentro y le estaba devorando los huesos, sin embargo no había perdido su encanto ni su tremenda vanidad. Apenas se acordaba de mí, sólo me distinguía en su memoria por aquella entrevista, que había leído fascinado.

— Siempre quise saber quién era esa mujer infiel–me dijo en tono confidencial-. Comenté el caso con todos mis amigos. En Santiago no se hablaba de otra cosa en esos días. Me habría encantado hacer una visita a ese apartamento, ojalá con sus dos amigas también.

Perdona la falta de modestia, Isabel, pero creo que esas tres tipas merecían encontrarse con un macho bien plantado.

— Para serte franca, creo que eso nunca les faltó.

— Ha pasado mucho tiempo ¿no vas a decirme quién era ella?

— No.

— ¡Dime al menos si la conozco! — Sí… bíblicamente.

El trabajo en la revista y más tarde en televisión fue una válvula de escape a la chifladura heredada de mis antepasados; sin eso la presión acumulada habría estallado enviándome directo a una casa de orates. El ambiente prudente y moralista, la mentalidad pueblerina y la rigidez de las normas sociales de esos tiempos en Chile eran agobiadores. Pronto mi abuelo se acostumbró a mi vida pública y dejó de lanzar mis artículos a la basura, no los comentaba, pero de vez en cuando me preguntaba qué opinaba Michael y me recordaba que debía sentirme muy agradecida por tener un marido tan tolerante. No le gustaba mi reputación de feminista, ni mis vestidos largos y sombreros antiguos, y mucho menos mi viejo Citroen pintado como una cortina de baño, pero me perdonaba las extravagancias

porque en la vida real yo cumplía el papel de madre, esposa y ama de casa. Por el placer de escandalizar al prójimo era capaz de desfilar por la calle con un sostén ensartado en un palo de escoba–sola, por supuesto, nadie estaba dispuesto a acompañarme–pero en la vida privada había interiorizado las fórmulas para la eterna felicidad doméstica. Por las mañanas le servía desayuno en cama a mi marido, por las tardes lo esperaba de punta en blanco y con la aceituna de su martíni entre los dientes, por las noches le dejaba sobre una silla el traje y la camisa que se pondría al día siguiente, le lustraba los zapatos, le cortaba el pelo y las uñas y le compraba la ropa sin que tuviera la molestia de probársela, tal como hacía con mis hijos. No era tan sólo estupidez de mi parte, sino exceso de energía.

De los hippies cultivaba el aspecto exterior, en realidad vivía como una hormiga obrera trabajando doce horas diarias para pagar las cuentas.

La única vez que probé mariguana, que un verdadero hippie me ofreció, comprendí que no era para mí. Fumé seis pitos seguidos y no me invadió la euforia alucinante de la que tanto había oído hablar, sólo dolor de cabeza; mis pragmáticos genes vascos son inmunes a la dicha fácil de las drogas. Volví a la televisión, esta vez con un programa feminista de humor, y colaboraba en la única revista infantil del país, que acabé dirigiendo cuando su fundador murió de un mal fulminante. Por años me divertí entrevistando asesinos, videntes, prostitutas, necrofílicos, saltimbanquis, santones de confusos milagros, psiquiatras dementes y mendigas con falsos muñones que alquilaban recién nacidos para conmover a las almas caritativas. Escribía recetas de cocina inventadas en la inspiración de un instante y de vez en cuando improvisaba el horóscopo guiándome por los cumpleaños de mis amistades. La astróloga vivía en el Perú y el correo solía atrasarse o bien sus envíos se perdían en los vericuetos del destino. Cierta vez la llamé para anunciarle que disponíamos del horóscopo de marzo, pero nos faltaba el de febrero, y me contestó que publicara el que teníamos, cuál era el problema, el orden no altera el producto; desde entonces empecé a fabricarlos con el mismo porcentaje de aciertos. La tarea más ardua era el Correo del Amor, que firmaba con el seudónimo de Francisca Román. A falta de experiencia personal recurría a la intuición heredada de la Memé y los consejos de la Abuela Hilda, que veía todas las telenovelas de moda y era una verdadera experta en asuntos del corazón. El archivo de cartas de Francisca Román me serviría hoy para escribir varios volúmenes de cuentos ¿dónde habrán ido a parar esos cajones repletos de epístolas melodramáticas? No me explico cómo me alcanzaba el tiempo para la casa, los niños y el marido, pero de algún modo me las arreglaba. En los ratos libres cosía mis vestidos, escribía cuentos infantiles y obras de teatro y mantenía con mi madre un continuo torrente de cartas. Entretanto Michael permanecía siempre al alcance de la mano, celebrando esa dicha sin conflictos en la cual nos habíamos instalado con la ingenua certeza de que si cumplíamos con las normas, todo resultaría bien para siempre. Parecía enamorado y yo ciertamente lo estaba. Era un padre permisivo y algo ausente; de todos modos los castigos y las recompensas corrían por mi cuenta, se suponía que a los hijos los criaban las madres. El feminismo no me alcanzó para repartir las tareas domésticas, en verdad esa idea no me pasó por la cabeza, creía que la liberación consistía en salir al mundo y echarme encima los deberes masculinos, pero no pensé que también se trataba de delegar parte de mi carga. El resultado fue mucho cansancio, como le pasó a millones de mujeres de mi generación que hoy cuestionan los movimientos feministas.

Los muebles de la casa solían desaparecer y en su lugar surgían dudosas antigüedades del Mercado Persa, donde un comerciante sirio cambiaba trastos viejos por trajes de

caballero; en la medida en que Michael se quedaba sin ropa, la casa se llenaba de bacinillas desportilladas, máquinas de coser a pedal, ruedas de carreta y faroles a gas. Mis suegros, atemorizados por ciertos personajes que desfilaban por nuestro hogar, hacían lo posible por proteger a sus nietos de peligros potenciales. Mi cara en la televisión y mi nombre en la revista eran invitaciones abiertas para algunos seres estrafalarios, como un empleado del Correo que mantenía correspondencia con los marcianos, o una muchacha que abandonó a su hija recién nacida sobre el escritorio de mi oficina. Tuvimos a la niña con nosotros por un tiempo y ya habíamos decidido adoptarla, cuando al regresar una tarde a casa descubrimos que sus abuelos legítimos se la habían llevado bajo protección policial.

Un minero del Norte, vidente de oficio, quien de tanto pronosticar catástrofes había perdido la cordura, durmió sobre el sofá de nuestra sala por dos semanas, hasta que se resolvió un paro del Servicio Nacional de Salud. El infeliz llegó a la capital para ser atendido en el Hospital Psiquiátrico justo el día que se declaró la huelga. Escaso de dinero y sin conocer a nadie, pero con su facultad profética intacta, fue capaz de ubicar a una de las pocas personas dispuestas a ampararlo en esa ciudad hostil. A este hombre le falta un tornillo, puede sacar una navaja y degollarlos a todos, me advirtió la Granny muy nerviosa. Cogió a sus dos nietos y se los llevó a dormir con ella mientras duró la visita del vidente, quien por lo demás resultó completamente inofensivo y hasta puede ser que nos salvara la vida. Predijo que en un temblor fuerte se caerían algunas paredes de la casa, Michael hizo una inspección completa, reforzó algunos puntos y cuando vino el remezón sólo se desplomó el muro del patio, aplastando las dalias y el conejo del vecino.

La Granny y la Abuela Hilda ayudaron a cuidar a los niños, Michael les dio estabilidad y decencia, el colegio los educó y el resto lo adquirieron por viveza y talento naturales. Yo traté simplemente de entretenerlos. Tú eras una niña sabia, Paula. Desde pequeña tenías vocación pedagógica, a tu hermano, los perros y las muñecas les tocó cumplir el papel de alumnos. El tiempo libre que te dejaban tus actividades docentes se repartía entre juegos con la Granny, visitas a una residencia de ancianos del vecindario y sesiones de costura con la Abuela Hilda. A pesar de los primorosos vestidos de batista bordada que mi madre te compraba en Suiza, lucías como huérfana con trapos mal cosidos por ti. Mientras mi suegro gastaba sus años de jubilado tratando de resolver la cuadratura del círculo y otros interminables problemas de matemáticas, la Granny gozaba a sus nietos en una verdadera orgía de abuela, subían al desván para jugar a los bandidos, se introducían clandestinamente al club para bañarse en la piscina y organizaban bochornosas representaciones teatrales ataviados con mis camisas de dormir. Con esa adorable mujer pasabas el verano horneando galletas y el invierno tejiendo bufandas a rayas para tus amigos de la residencia geriátrica; más tarde, cuando salimos de Chile, les escribías cartas a cada uno hasta que el último de esos bisabuelos ajenos murió de soledad. Esos años fueron los más felices y los más seguros en nuestras vidas. Nicolás y tú atesoran recuerdos dichosos que los sostuvieron en los tiempos duros, cuando pedían llorando que volviéramos a Chile; pero entonces no había retorno posible, la Granny yacía bajo una mata de jazmín, su marido se había extraviado en los laberintos de la demencia senil, los amigos habían muerto o estaban dispersos por el mundo y nosotros no teníamos lugar en ese país. Sólo quedaba la casa.

Todavía está allí, intacta. No hace mucho fui a visitarla y me sorprendió su tamaño, parece una casita de muñecas con una peluca medio calva en el techo.

Michael tuvo loable paciencia conmigo, no lo apabullaron los chismes ni las críticas que yo provocaba, no interfería en mis proyectos por descabellados que fueran y me respaldó con lealtad aún en los errores, sin embargo nuestros caminos se fueron separando más y más. Mientras yo me movía entre feministas, bohemios, artistas e intelectuales, él se dedicaba a sus planos, sus cálculos, sus edificios en construcción, sus partidas de ajedrez y juegos de bridge. Se quedaba en la oficina hasta muy tarde, porque entre los profesionales chilenos es de buen tono trabajar de sol a sol y no tomar vacaciones, lo contrario se considera indicio de mentalidad de burócrata y lleva a un fracaso seguro en la empresa privada. Era buen amigo y buen amante, pero no guardo muchos recuerdos de él, se me ha desdibujado como una fotografía fuera de foco. Nos educaron en la tradición de que el marido provee para la familia y la mujer se hace cargo del hogar y los hijos, pero en nuestro caso no fue del todo así; empecé a trabajar antes que él y corría con gran parte de nuestros gastos, su sueldo se destinaba a pagar la deuda de la casa y hacer inversiones, el mío se esfumaba en lo cotidiano. En todo caso él permaneció fiel a sí mismo, ha cambiado poco a lo largo de su vida, pero yo le daba demasiadas sorpresas, ardía de inquietud, veía injusticias por todas partes, pretendía transformar el mundo y abrazaba tantas causas distintas que yo misma perdía la cuenta y mis hijos vivían en permanente estado de desconcierto. Diez años más tarde, cuando estábamos instalados en Venezuela y mis ideales estaban bastante estropeados por las vicisitudes del exilio, les pregunté a esos niños–formados en la era de los hippies y los sueños socialistas–cómo les gustaría vivir, y los dos respondieron al unísono y sin ponerse de acuerdo: como burgueses acomodados.

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