Array Array - Paula

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Dos días más tarde, cuando lo autorizó el médico forense, velaron al hombre en su modesta vivienda. Todo el pueblo incluyendo los veraneantes desfilaron para verlo, rara vez sucedía algo interesante y nadie quiso perderse la novedad de un asesinato, el único registrado en la memoria de ese balneario desde los tiempos del pintor crucificado. Margara me llevó, a pesar de que mi madre lo consideraba un espectáculo morboso, porque el Tata–quien se ofreció para pagar el entierro–declaró que la muerte es natural y más valía acostumbrarse a ella desde temprano. Al atardecer subimos el cerro y llegamos a una casucha de tablas adornada con guirnaldas de papel, una bandera chilena y humildes ramos de flores de los jardines costeros. Para entonces los cantos desafinados de las guitarras ya languidecían y la concurrencia, aturdida de vino litreado, dormitaba en sillas de paja dispuestas en círculo en torno al ataúd, un simple cajón de madera de pino sin pulir, alumbrado por cuatro velas. La madre, vestida de luto, murmuraba a media voz rezos intercalados de sollozos y maldiciones, mientras avivaba las llamas de una cocina a leña donde hervía una tetera negra de hollín. Las vecinas juntaban tazas para ofrecer té y los hermanos menores, engominados y con zapatos de domingo, correteaban en el patio entre gallinas y perros. Sobre una cómoda destartalada había una fotografía del pescador en uniforme del servicio militar, cruzada por una cinta negra. Toda la noche se turnarían familiares y amigos para acompañar al cadáver antes que descendiera a la tierra, rasgando malamente las guitarras, comiendo lo que las mujeres traían de sus cocinas,

recordando al difunto en la media lengua de los ebrios tristes. Margara avanzó mascullando entre dientes y arrastrándome de un brazo, porque yo me iba quedando atrás. Cuando estuvimos frente al ataúd me obligó a acercarme y rezar un Padrenuestro de despedida, porque según ella las ánimas de los asesinados nunca encuentran descanso y vienen de noche a penar a los vivos.

Acostado sobre una sábana blanca vi al hombre que tres días antes me había manoseado en el bosque. Lo miré primero con un miedo visceral y luego con curiosidad buscando el parecido, pero no pude hallarlo. Ese rostro no era el de mis pecados, era una máscara lívida de labios pintados, el pelo partido al medio y duro de brillantina, dos algodones en los huecos de las narices y un pañuelo atado en torno a la cabeza, sujetando la mandíbula.

Aunque por las tardes el hospital se llena de gente, los sábados y domingos por la mañana parece vacío. Llego cuando todavía está oscuro, con el cansancio acumulado de la semana me sorprendo arrastrando los pies y la cartera por el suelo, exhausta. Recorro los eternos pasillos solitarios, donde hasta el latido de mi corazón suena con eco, y me parece que camino sobre una correa transportadora que va en sentido contrario, no avanzo, siempre estoy en el mismo sitio, cada vez más fatigada. Voy murmurando fórmulas mágicas de mi invención y a medida que me acerco al edificio, al largo corredor de los pasos perdidos, a tu sala y a tu cama, se me cierra el pecho de angustia. Estás convertida en un bebé grande, Paula. Hace dos semanas que saliste de la Unidad de Cuidados Intensivos y hay pocos cambios. Llegaste a la sala común muy tensa, como aterrorizada, y poco a poco te has calmado, pero no hay indicios de inteligencia, sigues con la mirada fija en la ventana, inmóvil. No estoy desesperada aún, creo que a pesar de los nefastos pronósticos, volverás con nosotros y aunque no serás la mujer brillante y graciosa de antes, tal vez puedas tener una vida casi normal y ser feliz, yo me encargaré de ello. Los gastos se han disparado, paso en el banco cambiando dinero que se esfuma de mi cartera tan de prisa que no alcanzo a darme cuenta cómo desaparece, pero prefiero no sacar cuentas, éste no es momento para la prudencia. Debo encontrar un fisioterapeuta porque los servicios del hospital son mínimos; de vez en cuando aparecen dos muchachas distraídas que te mueven brazos y piernas con desgana durante diez minutos, de acuerdo a las vagas instrucciones de un bigotudo enérgico que parece ser su jefe y sólo te ha visto una vez. Son muchos los pacientes y pocos los recursos, por eso yo misma te hago los ejercicios. Cuatro veces al día recorro tu cuerpo obligándolo a moverse, empiezo por los dedos de los pies, uno a uno, y sigo hacia arriba, con lentitud y fuerza, porque no es fácil abrirte las manos o doblarte las rodillas y los codos; te siento en la cama y te golpeo la espalda para limpiarte los pulmones, refresco con gotas de agua el áspero hueco de tu garganta porque la calefacción seca el aire, y para evitar deformaciones te coloco libros en las plantas de los pies, que amarro con vendas, también te separo los dedos de las manos con trozos de goma y procuro mantenerte la cabeza derecha con un improvisado collar hecho con un cojín de viaje y esparadrapo, pero estos recursos de emergencia son desoladores, Paula, debo llevarte pronto a un lugar donde puedan ayudarte, dicen que la rehabilitación hace milagros. El neurólogo me pide paciencia, asegura que aún no es posible trasladarte a ninguna parte y mucho menos cruzar el mundo contigo en un avión. Paso el día y buena parte de la noche en el hospital, me he hecho amiga de los enfermos de tu sala y sus familiares. A Elvira le doy masajes y estamos inventando un lenguaje de gestos para comunicarnos, en vista que las palabras la traicionan; a los demás les cuento historias y a cambio ellos me regalan café de sus termos y bocadillos de jamón que traen de sus casas. La mujer–caracol fue trasladada al

cuarto cero, su fin se acerca. El marido de Elvira me dice a cada rato «su niña está más espabilada», pero puedo leer en sus ojos que en el fondo no lo cree. Les he mostrado fotos de tu boda y contado tu vida, ya te conocen bien y algunos lloran con disimulo cuando Ernesto viene a verte y te habla al oído, abrazándote. Tu marido está tan cansado como yo, tiene sombras moradas bajo los ojos, ha perdido peso y la ropa le cuelga.

Willie vino de nuevo, trata de hacerlo seguido para aliviar esta larga separación que parece eternizarse. Cuando nos juntamos hace cuatro años hicimos la promesa de no separarnos más, pero la vida se ha encargado de arruinarnos los planes. Este hombre es pura fuerza, tiene tantas virtudes como defectos, se traga todo el aire a su alrededor y me deja tembleque, pero me hace mucho bien estar con él. A su lado duermo sin pastillas, anestesiada por la seguridad y el calor de su cuerpo. Al amanecer me sirve café en la cama, me obliga a quedarme una hora más descansando y él parte al hospital a recibir el turno de la enfermera de noche. Se presenta en la sala común con sus bluyins descoloridos, zapatones de leñador, chaqueta de cuero negro y una boina como la que usaba mi abuelo, que se compró en la Plaza Mayor; a pesar del atuendo, parece un antiguo marinero genovés, temo que lo detengan en la calle para preguntarle las rutas de navegación hacia el Nuevo Mundo. Saluda a los enfermos en una jerigonza con acento mexicano y se instala junto a tu cama a acariciarte las manos y hablarte de lo que haremos cuando vayas a California, mientras los otros pacientes observan atónitos. Willie no logra disimular su preocupación, en su oficio de abogado le ha tocado ver innumerables accidentes y tiene poca esperanza de que te recuperes, me prepara el ánimo para lo peor.

— Nos haremos cargo de ella, muchas familias lo hacen, no seremos los únicos, cuidar y querer a Paula nos dará un nuevo propósito, aprenderemos una forma distinta de felicidad. Nosotros seguimos con nuestras vidas y la llevamos para todas partes ¿cuál es el problema? — me consuela con ese pragmatismo generoso y un poco ingenuo que me sedujo cuando lo conocí.

— ¡No! — replico sin darme cuenta de que estoy gritando-. No pienso escuchar tus nefastas profecías. ¡Paula sanará!

— Estás obsesionada, sólo hablas de ella, no puedes pensar en nada más, vas rodando por un abismo con tanto impulso que no puedes detenerte. No me dejas ayudarte, no quieres oírme… Debes poner algo de distancia emocional entre ustedes dos o te volverás loca. Si tú te enfermas ¿quién se hará cargo de tu hija? Por favor, déjame cuidarte…

Los brujos aparecen por las tardes, no sé cómo llegaron aquí, están empeñados en pasarte energía y salud. En sus vidas diarias son empleados, técnicos, funcionarios, gente común y corriente, pero en sus horas libres estudian ciencias esotéricas y pretenden curar con el poder de sus convicciones. Me aseguran que pueden cargar las baterías agotadas de tu cuerpo enfermo, que tu espíritu está creciendo, renovándose, y de esta inmovilidad emergerá una mujer diferente y mejor. Me dicen que no debo mirarte con ojos de madre, sino con el ojo de oro, entonces te veré en otro plano, flotando imperturbable ajena a los terrores y las miserias de esta sala de hospital; pero también me aconsejan que me prepare, porque si ya has cumplido tu destino en este mundo y estás lista para seguir el largo viaje del alma, no regresarás. Forman parte de una organización mundial y se comunican con otros sanadores para enviarte fuerzas, tal como las monjas están en contacto con la otras congregaciones para rezar por ti, dicen que tu recuperación depende

de tu propia voluntad de vivir, la decisión última está en tus manos. No me atrevo a comentar nada de esto con la familia en California, seguro no verían con buenos ojos a estos médicos espirituales. Tampoco Ernesto aprueba esta invasión de curanderos, no quiere que su mujer sea un espectáculo público, pero yo pienso que no te hacen daño, ni siquiera los percibes. Las monjas también participan en esas ceremonias, tocan las campanas tibetanas, echan incienso y claman a su dios cristiano y toda la corte celestial, mientras los demás en la sala observan los procedimientos de curación con ciertas reservas. No te asustes, Paula, no bailan cubiertos de plumas ni decapitan gallos para salpicarte con sangre, sólo te abanican un poco para remover la energía negativa, luego te aplican las manos en el cuerpo, cierran los ojos y se concentran. Me piden que los ayude, que imagine un rayo de luz entrando por mi cabeza, pasando a través de mí y saliendo de mis manos hacia ti, que te visualice sana y deje de llorar, por que la tristeza contamina el aire y aturde al alma. No sé si esto te hace bien, pero una cosa es segura: el ánimo de la gente en la sala ha cambiado, estamos más alegres. Nos hemos propuesto controlar la tristeza, ponemos sevillanas en la radio, repartimos galletas, y advertimos a los visitantes que no traigan caras largas. También se ha prolongado la hora de los cuentos, ya no soy sólo yo quien habla, todos participan. El más locuaz es el marido de Elvira con su caudal de anécdotas, vamos por turnos contándonos las vidas y cuando se agotan las aventuras personales comenzamos a inventarlas, de tanto agregar detalles y dar rienda a la imaginación nos hemos perfeccionado y suelen venir de otras habitaciones a escucharnos.

En la cama donde antes estaba la mujer–caracol tenemos ahora una enferma nueva, es una chica morena, llena de cortaduras y moretones, a quien cuatro desalmados violaron en un parque. Sus cosas están marcadas con un círculo rojo, el personal no la toca sin guantes, pero nosotros la incorporamos a la extraña familia de esta sala, la lavamos y le damos la comida en la boca. Al principio creyó haber despertado en un asilo de alienados y temblaba con cabeza oculta bajo las sábanas, pero poco a poco, entre las campanas tibetanas, las canciones de la radio y las confidencias de todos, fue ganando entusiasmo y empezó a sonreír.

Se ha hecho amiga de las monjas y de los sanadores, me pide que le lea en voz alta los chismes de la realeza europea y de los actores de cine, porque ella no puede alzar la cabeza. Frente a Elvira, hay una recién llegada del Departamento de Psiquiatría, se llama Aurelia y deberán operarle un tumor del cerebro porque sufre repetidas crisis de convulsiones. Al amanecer del día señalado para la cirugía se vistió y maquilló con esmero, se despidió de cada uno con un sentido abrazo y salió. Buena suerte, aquí estaremos pensando en usted, ánimo y valor, le decíamos mientras se alejaba por el corredor. Cuando llegó la camilla a buscarla para conducirla al pabellón de los suplicios, ya no estaba, se había largado a la calle y no regresó hasta dos días más tarde, cuando la policía se había cansado de buscarla. Se fijó otra fecha para la operación, pero tampoco esa vez pudieron hacerla porque Aurelia se atragantó con medio jamón serrano que trajo escondido en su bolso y el anestesista dijo que ni loco se metía con ella en esas condiciones. Ahora el cirujano anda de vacaciones de Semana Santa y quién sabe cuánto tiempo pasará hasta que dispongan de un quirófano, por el momento nuestra amiga está a salvo. Atribuye el origen de su enfermedad a que su marido es imponente y por sus gestos deduzco que quiere decir impotente. A él no le funciona la polla y es a mí a quien le abren la sesera, suspira resignada, si él cumpliera yo estaría contenta como unas Pascuas y ni me acordaría de la enfermedad, la prueba es que los ataques comenzaron en mi luna de miel, cuando el gilipollas estaba más interesado en oír el boxeo por la radio

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