Array Array - Paula
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¿Qué hay que hacer para asilarse aquí? pregunté. ¡Sus documentos! ladraron los soldados al unísono. Entregué mi carnet de identidad, me cogieron por los brazos y me condujeron a una caseta de guardia junto a la puerta, donde había un oficial a quien le repetí la pregunta procurando disimular el temblor de la voz. El hombre me miró con tal expresión de sorpresa, que los dos nos sonreímos.
Estoy aquí justamente para evitar que se asilen, replicó, estudiando el apellido en mis documentos. Después de una pausa eterna dio orden de retirarse a los otros y quedamos solos en el pequeño espacio de la caseta. A usted la he visto en televisión… seguro que esto es un reportaje, dijo. Fue amable, pero terminante: mientras él estuviera a cargo nadie se asilaría en esa Embajada, no como en la de México, allí la gente se metía cuando le daba la gana, todo era cuestión de hablar con el mayordomo.
Entendí. Me devolvió mis papeles, nos despedimos con un apretón de manos, me advirtió que no me metiera en líos, y me fui directamente a la Embajada de México, donde ya había cientos de asilados, pero la hospitalidad azteca alcanzaba para uno más.
Pronto me enteré que algunas poblaciones marginales estaban cercadas por el ejército, en otras el toque de queda regía la mitad del día; había mucha gente pasando hambre. Los soldados entraban con tanques, rodeaban las casas y obligaban a salir a todo el mundo; a
los hombres de catorce años para arriba los conducían al patio de la escuela o a la cancha de fútbol, que por lo general era sólo un sitio vacío con unas rayas de tiza, y después de golpearlos metódicamente a la vista de las mujeres y los niños, sorteaban a varios y se los llevaban. Unos cuantos regresaban contando pesadillas y mostrando huellas de tortura; los cuerpos destrozados de otros eran arrojados de noche en los basurales, para que los demás conocieran la suerte de los subversivos. En ciertos vecindarios había desaparecido la mayoría de los hombres, las familias estaban desamparadas. Me tocó juntar alimentos y dinero para ollas comunes organizadas por la Iglesia para dar un plato caliente a los niños más pequeños. El espectáculo de los hermanos mayores aguardando en la calle con el estómago vacío, en la esperanza de que sobraran unos panes, lo tengo para siempre grabado en la memoria. Adquirí audacia para pedir; mis amistades se negaban en el teléfono y creo que se escondían apenas me veían aparecer. Calladamente, mi abuelo me daba cuanto podía, pero no deseaba saber qué hacía yo con su dinero. Asustado, se atrincheró frente al televisor entre las paredes de su casa, pero las malas nuevas entraban por las ventanas, brotaban como musgo por los rincones, era imposible evitarlas. No sé si el Tata tenía tanto miedo porque sabía más de lo que confesaba o porque sus ochenta años de experiencia le habían enseñado las infinitas posibilidades de la maldad humana.
Para mí fue una sorpresa descubrir que el mundo es violento y predatorio, regido por la ley implacable de los más fuertes. La selección de la especie no ha servido para que florezca la inteligencia o evolucione el espíritu, a la primera oportunidad nos destrozamos unos a otros como ratas prisioneras en una caja demasiado estrecha.
Me puse en contacto con un sector de la Iglesia Católica que en cierta forma me reconcilió con la religión, de la cual me había alejado por completo hacía quince años. Hasta entonces sabía de dogmas, ritos, culpa y pecados, del Vaticano que regía los destinos de millones de fieles en el mundo, y de la Iglesia oficial, siempre partidaria de los poderosos, a pesar de sus encíclicas sociales. Había oído vagamente de la Teología de la Liberación y movimientos de curas obreros, pero no conocía la Iglesia militante, los miles y miles de cristianos dedicados a servir a los más necesitados en la humildad y el anonimato. Ellos constituyeron la única organización capaz de ayudar a los perseguidos a través de la Vicaría de la Solidaridad, creada para ese fin por el Cardenal en los primeros días de la dictadura. Un grupo numeroso de sacerdotes y monjas habrían de arriesgar sus vidas durante diecisiete años para salvar las de otros y denunciar los crímenes. Fue un cura quien me indicó los caminos más seguros para el asilo político. Algunas de las personas que ayudé a saltar un muro terminaron en Francia, Alemania, Suecia, Canadá o los países escandinavos, que recibieron centenares de refugiados chilenos. Una vez lanzada en esa dirección fue imposible retroceder, porque un caso llevaba a otro y a otro más, y así me comprometí en actividades clandestinas, escondiendo o transportando gente, pasando información que otros conseguían sobre los torturados o los desaparecidos y cuyo destino final era Alemania, donde se publicaba, y grabando entrevistas con víctimas para llevar un registro de lo que sucedía en Chile, tarea que varios periodistas asumieron en esos tiempos. No sospechaba entonces que ocho años más tarde usaría ese material para escribir dos novelas. Al principio no medí el peligro y actuaba en pleno día, en el bullicio del centro de Santiago, en un verano caliente y un otoño dorado; no fue hasta mediados de 1974 cuando me di cuenta de los riesgos. Sabía tan poco sobre los mecanismos del terror, que tardé mucho en percibir los signos premonitorios; nada indicaba que existiera un mundo paralelo en las sombras, una cruel dimensión de la realidad. Me sentía invulnerable. Mis motivaciones no eran heroicas, ni mucho menos, sólo compasión por esa gente desesperada y, debo admitirlo, una atracción irresistible por la aventura. En los
momentos de mayor peligro recordaba el consejo del tío Ramón en la noche de mi primera fiesta: acuérdate que los demás tienen más miedo que tú…
En esa época de incertidumbre se reveló el verdadero rostro de las personas; los dirigentes políticos más combativos fueron los primeros en sumirse en el silencio o escapar del país, en cambio otra gente que había llevado existencias sin bulla, demostraron un extraordinario valor. Tenía un buen amigo, psicólogo sin trabajo que se ganaba la vida como fotógrafo en la revista, un hombre suave y algo ingenuo con quien compartíamos domingos familiares con los niños y a quien jamás antes había oído hablar de política.
Yo lo llamaba Francisco, aunque su nombre era otro, y nueve años después me sirvió de modelo para el protagonista de De amor y de sombra. Estaba relacionado con grupos religiosos porque su hermano era sacerdote–obrero y a través de él se enteró de las atrocidades que se cometían en el país; varias veces se expuso por ayudar a otros. En paseos secretos al Cerro San Cristóbal, donde pensábamos que nadie podía oírnos, me contaba las noticias. En algunas ocasiones colaboré con él y en otras debí actuar sola. Había diseñado un sistema bastante torpe para el primer encuentro, que por lo general era el único: nos poníamos de acuerdo en la hora, yo pasaba muy lentamente en torno a la Plaza Italia en mi inconfundible vehículo, captaba una breve seña, me detenía un instante y alguien subía rápidamente al automóvil. Nunca supe los nombres ni las historias que ocultaban esos pálidos semblantes y esas manos temblorosas, porque la consigna era intercambiar el mínimo de palabras, me quedaba con un beso en la mejilla y las gracias murmuradas a media voz y no volvía a saber más de esa persona. Cuando había niños era más difícil. Supe de un bebé que introdujeron a una Embajada a reunirse con sus padres, dopado con un somnífero y escondido al fondo de un canasto con lechugas para burlar la vigilancia de la puerta.
Michael conocía mis actividades y nunca se opuso, aunque se tratara de ocultar a alguien en la casa. Serenamente me advertía los riesgos, algo extrañado porque a mí me caían tantos casos en las manos, mientras que él rara vez se enteraba de algo. No lo sé, supongo que mi condición de periodista tuvo que ver con eso, andaba en la calle hablando con la gente, en cambio él circulaba entre empresarios, la casta que más se benefició durante la dictadura. Me presenté una vez al restaurante donde él almorzaba a diario con los socios de la compañía constructora, a explicarles que gastaban en una sola comida lo suficiente para alimentar veinte niños del comedor de los curas durante un mes, y les pedí que un día a la semana comieran un sandwich en la oficina y me dieran el dinero ahorrado. Un asombro glacial acogió mis palabras hasta el mozo se detuvo petrificado con la bandeja en la mano, y todos los ojos se volvieron hacia Michael, supongo que se preguntaban qué clase de hombre era ése, incapaz de controlar la insolencia de su mujer. El director de la empresa se quitó los lentes, los limpió lentamente con su pañuelo y luego me escribió un cheque por diez veces la cantidad que le había pedido. Michael no volvió a almorzar con ellos y con ese gesto dejó clara su posición. Para él, criado en la rigidez de los sentimientos más nobles, resultaba difícil creer las historias de espanto que yo le contaba o imaginar que podíamos perecer todos, incluso los niños, si cualquiera de esos infelices que pasaban por nuestras vidas era detenido y confesaba en la tortura haber estado bajo nuestro techo. Nos llegaban rumores espeluznantes, pero mediante un misterioso mecanismo de la mente, que a veces se niega a ver lo obvio los descartábamos como exageraciones, hasta que ya no fue posible seguir negándolos. Por las noches solíamos despertar sudando por que un carro se detenía en la calle durante el
toque de queda, o porque sonaba el teléfono y nadie replicaba, pero a la mañana siguiente salía el sol, venían los niños y el perro a nuestra cama, preparábamos café y la vida empezaba de nuevo como si todo fuera normal. Pasaron meses antes que las evidencias fueran irrefutables y el miedo terminara por paralizarnos. ¿Cómo pudo cambiar todo tan súbita y totalmente? ¿Cómo se distorsionó la realidad de esa manera? Todos fuimos cómplices, la sociedad entera enloqueció. El Diablo en el espejo… A veces, cuando estaba sola en algún lugar secreto del Cerro San Cristóbal con algo de tiempo para pensar, volvía a ver el agua negra de los espejos de mi niñez donde Satanás aparecía de noche, y al inclinarme sobre el cristal comprobaba aterrada que el Mal tenía mi propio rostro.
No estaba limpia, nadie lo estaba, dentro de cada uno de nosotros había un monstruo agazapado, todos teníamos un lado oscuro malvado. Dadas las condiciones ¿podría yo también torturar y matar? Digamos, por ejemplo, que alguien le hiciera daño a mis hijos… ¿de cuánta crueldad sería capaz en ese caso? Los demonios habían escapado de los espejos y andaban sueltos por el mundo.
A finales del año siguiente, cuando el país estaba completamente sometido, se puso en práctica un sistema de capitalismo puro que principalmente favorecía a los empresarios, porque los trabajadores habían perdido sus derechos, y que sólo pudo implantarse mediante el empleo de la fuerza. No se trataba de la ley de oferta y demanda, como decían los jóvenes ideólogos de derecha, puesto que la fuerza laboral estaba reprimida y a merced de los patrones. Se terminaron las previsiones sociales que el pueblo había conseguido décadas antes, se abolió el derecho a reunión y a huelga, los dirigentes obreros desaparecían o eran asesinados. Las empresas, lanzadas en una carrera de competencia despiadada, exigían de sus trabajadores el máximo rendimiento por el mínimo de sueldo. Había tanta gente cesante haciendo cola frente a las puertas de las industrias para solicitar empleo, que se conseguía mano de obra a niveles de esclavitud. Nadie se atrevía a protestar porque en el mejor de los casos perdía el puesto, pero también podía ser acusado de comunista o de subversivo y terminar en una celda de tortura de la policía política. Se creó un aparente milagro económico a un gran costo social, no se había visto en Chile tanta exhibición desvergonzada de riqueza, ni tanta gente sobreviviendo en extrema pobreza.
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