Isabel Allende - El plan infinito

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El enemigo no tiene cara, no es humano, es un animal, un monstruo, un demonio, si pudiera creerlo en el fondo del corazón sería más sencillo, pero Cyrus me enseñó a cuestionarlo todo, me obligó a llamar las cosas por sus nombres: matar, asesinar. Vine para sacudirme la indiferencia y sumergirme en algo apasionante, vine con una actitud cínica, dispuesto a coleccionar experiencias temerarias para darle sentido a mi vida. Vine por culpa de Hemingway, en busca de la hombría, del mito del macho, de una definición de masculinidad, orgulloso de los músculos y la resistencia adquirida en los entrenamientos, dispuesto a probar mi valor, porque en el fondo siempre sospeché que soy cobarde, y a probar mi fortaleza, porque estaba harto de que me traicionaran los sentimientos. Un rito de iniciación tardío. A los 28 años nadie viene a esta perdición.

Los primeros cuatro meses fueron como un juego fatídico, una apuesta constante contra mí mismo, me observaba desde cierta distancia y me juzgaba con ironía, me acosaba el pasado y buscaba los extremos del riesgo, el dolor, el cansancio, el embrutecimiento, y entonces, cuando alcanzaba el límite, no lo podía soportar. Las drogas ayudan. Pero de pronto un día desperté sintiéndome vivo, esencialmente vivo, más vivo de lo que nunca antes había estado, enamorado de esta hoguera que es la existencia. Comprendí que soy muy mortal, una cáscara de huevo, una insignificancia que en un instante se hace polvo y no queda ni el recuerdo. Cuando llegan los nuevos contingentes voy a mirar a los hombres, los examino con cuidado, he desarrollado un sexto sentido para leer las señales, sé quiénes morirán y quiénes tal vez no. Los más valentones y atrevidos morirán primero porque se creen invencibles, a esos los mata la soberbia. Los más asustados morirán también porque se paralizan o se trastornan, disparan a ciegas y pueden darle a un compañero, no conviene tenerlos cerca, traen mala suerte, no los quiero en mi pelotón. Los mejores se mantienen tranquilos, no corren riesgos inútiles, no tratan de ganar ni de llamar la atención, tienen una tremenda voluntad de v¡da. Me gustan los latinos, son callados y hoscos por fuera, como dinamita por dentro, explosivos, mortíferos, no les asusta la muerte. No sólo son bravos, también son buenos camaradas. Trago a puñados las píldoras de anfetaminas, todas juntas, un garrotazo en el estómago, el gusto amargo en la boca, hablo tan rápido que no sé lo que digo, al poco rato no puedo hablar, masco chicle para no mascarme la lengua, después me aturdo de alcohol y somníferos para poder dormir un poco. Sueño con ríos de sangre, mareja das de gasolina en llamas, heridas abiertas, labios de mujer, vulvas, pilas de muertos, cabezas decapitadas, niños ardiendo en napalm, esas repugnantes fotografías que coleccionan los soldados, todo en rojo, sólo rojo.

He aprendido a dormir en fragmentos, cinco o diez minutos cada vez que puedo. tirado en cualquier parte, envuelto en mi poncho de plástico, siempre con los sentidos alerta. Se me ha desarrollado el oído, puedo escuchar las patas de un insecto arrastrándose por la tierra, y se me ha afinado el olfato; puedo oler a los guerrilleros a varios metros de distancia, comen salsa de pescado y cuando están asustados y transpiran el olor se reparte. ¿A qué olemos nosotros? A loción de afeitar, supongo, porque la bebemos como si fuera whisky, tiene cuarenta por ciento de alcohol. Cuando logro dormir un par de horas sin pesadillas quedo como nuevo, pero no siempre se puede. Si no estoy de guardia o en alguna misión, paso la noche en el campamento tiritando bajo un toldo ensopado de lluvia en una tienda fétida a orines, botas, humedad, restos de raciones descompuestas, sudor, escuchando las carreras diligentes de las ratas y las rutinas de los hombres, con mosquitos hasta en la boca. A veces despierto llorando como un imbécil; cómo se reiría de mí Juan José, cuántas veces me llevó a un rincón en el patio de la escuela para que los demás no me vieran llorar, cállate, gringo maricón, los hombres no lloran, me sacudía furioso y, como las amenazas lejos de resolver el problema lo empeoraban, optaba por suplicarme que por favor me callara, por lo que mas quieras, mano, antes que nos agarren a patadas a los dos por mujercitas. Para empezar a funcionar tomo aspirinas con café, frío, por supuesto, me fumo la primera yerba del día y antes de partir me zampo las anfetaminas.

Echo de menos una comida caliente, una ducha, una cerveza helada, estoy harto de estas raciones que nos lanzan desde el aire en paquetes azules y amarillos, frijoles con cochino y ensalada de fruta. Aquí vuelvo a ser como un niño, es una extraña sensación, no hay responsabilidades con uno mismo, no hay interrogantes, sólo obedecer, aunque en verdad me cuesta bastante, sirvo para dar órdenes, pero no para obedecerlas a ciegas, nunca seré un buen militar. Es fácil pasar desapercibido, borrarse como una sombra. A menos que uno cometa una estupidez descomunal los días transcurren uno detrás de otro con la única meta de sobrevivir, esta tremenda maquinaria invencible se hace cargo de todo, los de arriba toman las decisiones y se supone que saben hacerlo, no tengo preocupaciones, puedo desaparecer en las filas, soy igual a los demás, soy un número sin cara, sin pasado y sin futuro. Es como volverse loco, uno flota en un limbo de tiempo eterno y de espacios torcidos, nadie puede pedirme cuenta de nada, basta con cumplir mi trabajo y en lo demás puedo hacer lo que me dé la gana.

Nada más peligroso que sentirse superior, te quedas solo como un ombligo, me previno Juan José a través del humo de un pito de marihuana empapado en opio ese día en la playa. Cierto, lo único que te salva es la obstinada fraternidad de los soldados. Siento una lástima furiosa, ganas de llorar por el dolor acumulado, el propio y el ajeno, de coger una ametralladora y salir a matar, no aguanto las ganas de gritar hasta que reviente el universo entero, tengo un bramido inacabable atravesado en la garganta. Estás loco, mano, en la guerra no hay piedad.

Nos encontramos con Juan José en la playa en un par de días de permiso, un milagro que entre medio millón de combatientes estuviéramos en el mismo lugar al mismo tiempo. Nos estrechamos sin poder creer en tamaña casualidad, qué fantástica suerte venir a vemos aquí, mano, y nos palmoteábamos y reíamos, felices, olvidando por un momento dónde estábamos y para qué. Tratamos de ponemos al día del pasado, tarea imposible porque no nos veíamos desde hacía diez años, desde que él entró a las Fuerzas Armadas y andaba pavoneándose en su uniforme, mientras yo me había convertido en obrero de dólar cincuenta la hora.

Cada uno partió a lo suyo, él a su destino de soldado y yo a trabajar de lomo mojado por un año, hasta que Cyrus me obligó a salir del barrio. No pienso seguir en el pinche garaje de mi padre, hermano, me dijo Juan José en esa ocasión, mi viejo es un negrero, la milicia es lo mejor que puedo hacer, sirvo en esa chingadera hasta los treinta y ocho o cuarenta años, luego me jubilo con una buena pensión y el mundo es mío, mano, ¿qué otra cosa puedo hacer con mi color de piel y mi cara de indio? y además a las mujeres les encantan los uniformes. Nos reíamos como locos en la playa.

— ¿Te acuerdas cuando nos robábamos los cigarros de Pito–de–Lirio y el vino de misa del cura Larraguibel?, ¿y de las peleas con bosta de caballo?, ¿y cuando afeitamos a Oliver y le echamos mercurocromo y lo llevamos a la escuela con el cuento de que tenía peste bubónica?, ¿qué mierda es la peste bubónica, mano?, con ese cariño brusco y disimulado, esa rudeza salpicada de palabrotas y de buenas intenciones con que nos tratábamos desde niños. Me contó que se había enamorado de una muchacha vietnamita y al mostrarme la fotografía que guardaba en un sobre de plástico en su billetera se puso serio y le cambió la voz. Era una de esas instantáneas de mala calidad, con demasiada exposición, donde el rostro de la mujer parecía una luna pálida enmarcada por la sombra del cabello. Me llamaron la atención los ojos, pero el resto me pareció igual a tantas otras caras asiáticas que he visto en estos meses.

— Se llama Thui–me dijo.

— Es un nombre de duende.

— Significa agua.

Yo había oído rumores de mi amigo, los soldados hablan, corren chismes en susurros. Me confirmó lo que circulaba secretamente: una misión difícil, el oficial a cargo del pelotón era nuevo, se vieron rodeados, comenzó el fuego, cayeron cinco y el oficial ordenó retirarse sin llevarse a los heridos. Mira qué cabrón, mano, cómo íbamos a dejarlos allí, imagínate que fueras tú, yo no te abandonaría en manos del enemigo, eso fue lo que traté de explicarle, pero el hijo de su chingada madre estaba histérico, mano, sacó la pistola, nos amenazó, gritaba y movía los brazos sin control. Yo no esperé que se calmara, no había tiempo, le disparé a quemarropa. Cayó sin darse cuenta. Nos batimos en retirada cargando a los nuestros, como debe ser, mano. Los salvamos a todos menos a uno, que no tenía vuelta, se le habían vaciado las tripas. Pobre chavo, se sujetaba los intestinos con las manos y me miraba desesperado, no me dejes vivo, Buena Estrella no me dejes, suplicó… Y tuve que darle un tiro en la sien, que Dios me perdone.

Maldita chingadera esta, mano.

Los cuerpos debieran estar en bolsas con su nombre en una etiqueta, pero no siempre se cumplen las formalidades, falta tiempo o faltan bolsas, los cogen de las muñecas y los tobillos y los tiran dentro de los helicópteros, o los amarran como paquetes, envueltos en sus ponchos, cubiertos de moscas; en unas cuantas horas los cadáveres están hinchados, deformes, comidos por las larvas, hirviendo en el caldo de la descomposición.

Los helicópteros son pájaros de hacer viento, aterrizan en un tornado levantando el polvo, los desperdicios y el barro inmundo a treinta metros a la redonda. Cuando los muertos han estado muchas horas esperando en el calor o la lluvia, salen trozos de carne en el remolino y si estás cerca te pueden dar en la cara. En la montaña me negué a subir los cuerpos. Ayudé a los heridos, pero después me volví de piedra y nadie se atrevió a darme órdenes, parece que yo estaba más allá de la vida y de la muerte, desquiciado. Crisis nerviosa, brote psicótico, no me acuerdo el nombre que le dieron.

Lavan los helicópteros con manguera, pero el olor no desaparece. Tampoco el eco de los gritos, los muertos jamás se van del todo. No estoy llorando, es la maldita alergia o el humo, vaya uno a saber, ando siempre con los ojos irritados, uno vive respirando porquería. Cada vez doy gracias por no ser yo uno de los que viajan en bolsas de plástico, o peor aún, uno de los otros, los que llevan el pecho abierto como una fruta reventada, muñones rojos donde tenían los brazos o las piernas, pero todavía viven y tal vez sigan haciéndolo por muchos años, perseguidos siempre por los malos recuerdos. Gracias por estar aún vivo, gracias Dios mío, gritaba en inglés, allá en la montaña, ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, agregaba en español, pero nadie me escuchaba, ni yo mismo me podía oír entre el fuego de la batalla y los aullidos de los heridos, chingada–madre–de–dios sácame vivo de aquí, clamaba con el escapulario de la Virgen de Guadalupe al cuello, un trapito negro y duro por la sangre seca de Juan José. Me lo dio un capellán varias semanas después que mataron a mi hermano. Le tocó cerrarle los ojos, me dijo que ya tenía el color gris de los fantasmas cuando se quitó el escapulario y le pidió que me lo entregara para darme suerte, a ver si yo salía con vida de aquí. ¿Cuáles fueron sus últimas palabras? fue lo único que se me ocurrió preguntarle al capellán. Sujéteme, padre, que me estoy cayendo, sujéteme porque allá abajo está muy oscuro, fue lo último que dijiste, mano, y yo no estaba allí para oírte ni para sujetarte firme y arrebatarte a la muerte a tirones. ¡mierda, maldita mierda! ¡De qué te sirvió el escapulario, mano!

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