Isabel Allende - El plan infinito
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Se alojaba en una casa modesta, pero fresca y cómoda, que había pertenecido a un funcionario del gobierno francés, una de las pocas en varias millas a la redonda que disponía de una letrina al fondo del patio. Las carreras de gatos y ratones en el techo terminaron por resultarle tan familiares que cuando por momentos se callaban en la noche, despertaba sobresaltado. Disponía de mucho tiempo para preparar sus clases, en verdad había muy poco que hacer, la misión militar era cosa de broma, la guerrilla aliada resultó ser una sombra impredecible. Los esporádicos contactos eran surrealistas y sus informes terminaron por convertirse en ejercicios de adivinación. Se comunicaba diariamente por radio con su batallón, pero rara vez podía ofrecer novedades. Estaba en plena zona de combate, sin embargo a ratos la guerra daba la impresión de ser un cuento de otra parte. Caminaba entre las casas con sus techos de paja, pisando el barro y los excrementos de cerdo, saludando a cada uno por su nombre, ayudando a los campesinos a mover los pesados arados de madera tirados por búfalos para preparar los plantíos de arroz, a las mujeres que iban con su recua de niños a buscar agua en grandes cántaros, a los chiquillos a encumbrar cometas y hacer pelotas de trapo. En las noches vibraban los cantos de las madres meciendo a sus criaturas y las voces de los hombres en su idioma de trinos y murmullos. Esos sonidos marcaban el ritmo de las horas, eran la música del pueblo. También volvió a escuchar su propia música por primera vez en una eternidad, se instalaba con sus cintas de conciertos y durante algunas horas imaginaba que la guerra era sólo un mal sueño.
Le parecía haber nacido entre esa gente tolerante y dulce, capaz sin embargo de empuñar un arma y dejar la piel por defender su tierra. Al poco tiempo hablaba el idioma con fluidez, aunque con un acento áspero que provocaba alegres risotadas; pero nunca en la sala de clase. Aquellos que lo trataban con familiaridad cuando lo invitaban a comer, lo saludaban con zalemas en la escuela. Jugaba naipes con un grupo de hombres por las noches y la norma era lanzarse pullas en verdaderos duelos verbales de humor sarcástico, en los cuales llevaba todas las de perder, porque en lo que se demoraba en traducir el chiste los demás ya estaban en otra cosa. Debía ser cuidadoso en el trato, había un límite incierto entre las bromas habituales y un protocolo inviolable impuesto por el respeto y las buenas maneras. En apariencia se comportaban como iguales, pero había un complejo y sutil sistema de jerarquías, cada cual velaba por su honor con orgullosa determinación. Eran hospitalarios y amistosos, así como las puertas de las casas estaban siempre abiertas para Reeves, del mismo modo llegaban visitantes a la suya sin previo aviso y se quedaban horas y horas en amena charla. La habilidad para contar historias constituía el rasgo más apreciado, había entre ellos un anciano narrador capaz de arrastrar al auditorio por el cielo o el infierno, de conmover a los hombres más bravos con sus cuentos sentimentales, sus complicados relatos de doncellas en peligro y de hijos en desgracia. Cuando callaba todos quedaban en silencio por un largo momento y enseguida el mismo viejo lanzaba la primera risotada burlándose de sus oyentes, embaucados como niños por la magia de sus palabras.
Reeves se sentía rodeado de amigos, un miembro más de una vasta familia. Pronto dejó de percibirse a sí mismo como un gigante blanco, olvidó las diferencias de tamaño, cultura, raza, lengua y propósitos, y se abandonó al placer de ser como todos. Una noche se sorprendió mirando la bóveda negra del cielo y sonriendo ante la evidencia de que allí, en ese remoto villorrio asiático, era el único lugar donde se había sentido aceptado como parte de una comunidad en casi treinta años de vida.
Escribió a Timothy Duane pidiéndole una lista de materiales para sus clases porque sus textos eran infantiles y anticuados, y se puso en contacto con una escuela secundaria en San Francisco para que sus estudiantes intercambiaran cartas con los muchachos americanos. Sus alumnos contaron sus vidas en un par de páginas escritas en su laborioso inglés y semanas más tarde recibieron una bolsa con las respuestas de los Estados Unidos. Esa tarde hubo una fiesta para celebrar el acontecimiento. Entre otras cosas Timothy Duane mandó una máscara para ilustrar la tradición anual de Halloween, de goma con facciones de gorila, pelos verdes, dentadura de tiburón y unas orejas en punta que se movían como gelatina. Reeves se la colocó, se cubrió el cuerpo con una sábana y salió dando saltos por la calle con una antorcha encendida en cada mano sin imaginar el terrorífico efecto de su broma. Se armó un alboroto comparable al provocado por un ataque aéreo, mujeres y niños escaparon hacia la selva con una ensordecedora gritadera y los hombres que lograron sobreponerse al espanto se organizaron para atacar al monstruo a palos. El gorila debió correr por su vida, enredado en la sábana. mientras procuraba arrancarse el disfraz a tirones. Logró identificarse justo a tiempo, pero no antes de recibir unos cuantos piedrazos. La máscara se convirtió en el trofeo más apreciado por la gente, los curiosos hacían fila para admirarla de cerca y tocarla con un dedo vacilante. Reeves pensó darla de premio al mejor alumno de su curso, pero ante semejante estímulo muchos sacaron la nota máxima, de modo que optó por entregar aquel tesoro a la comunidad. El rostro de King Kong terminó en la Casa Municipal, junto a una bandera ensangrentada, un botiquín de primeros auxilios, una radio emisora y otras reliquias. En retribución le regalaron al maestro de inglés un pequeño dragón de madera, símbolo de prosperidad y buena suerte, que comparado con el monstruo de goma parecía un querubín.
La ilusoria tranquilidad de esos meses en el villorrio terminó para Reeves antes de lo previsto. Los primeros síntomas fueron similares a los de una disentería, culpó al agua contaminada y a las extrañas comidas, y se limitó a pedir un medicamento por radio. Le enviaron una caja con varios frascos y una hoja impresa con instrucciones. Empezó a hervir el agua, trató de rechazar las invitaciones sin ser ofensivo y se administró los remedios metódicamente. Por unos días se sintió mejor, pero luego regresó el malestar con mayor fuerza. Pensó que era la resaca del mal anterior y no se preocupó, dispuesto a matar el virus con indiferencia, no era cosa de lloriquear como una vieja, los hombres no se quejan, mano, pero empeoraba a ojos vista, bajó de peso, no podía con sus huesos, le costaba un esfuerzo descomunal levantarse de la cama y fijar la vista en las letras para preparar sus clases o revisar las tareas de sus alumnos. Se quedaba con la tiza en la mano, sin ánimo para mover el brazo, mirando la negra superficie del pizarrón con aire atontado, sin saber que significaban las patas de gallina escritas por él mismo ni qué era ese calor abrasante consumiéndolo por dentro. Is this pencil red? no, this pencil is blue, y no lograba recordar de cuál lápiz se trataba ni a quién le podía importar un cuerno que fuera rojo o azul. En menos de dos meses perdió dieciocho kilos y cuando alguien comentó que se estaba reduciendo de tamaño y poniéndose color de calabaza. replicó con una sonrisa débil que un buen espía debía mimetizarse en el ambiente. Para entonces ya nadie en el pueblo hacía misterio de sus mensajes en clave y él mismo se permitía chistes al respecto. La gente consideraba su presencia como una inevitable consecuencia de la guerra, no se trataba de algo personal, si no era Reeves, sería otro, no había escapatoria. De los incontables extranjeros que habían desfilado por allí, amigos o enemigos, ése era el único con el cual se sentían cómodos, le habían tomado cariño.
A veces aparecía un chiquillo a soplarle al oído que se avecinaba una noche de tormenta y sería conveniente mantener las luces apagadas, cerrar bien las puertas y no salir por ningún motivo. Por lo general el clima no parecía alterado, Reeves atisbaba la herradura lívida de la luna por una rendija de la ventana, escuchaba los gritos de pájaros nocturnos y hacía oídos sordos a otros tráficos en las callejuelas del villorrio. No informaba sobre esos episodios, sus superiores no entenderían que para sobrevivir la gente no podía más que doblegarse ante los más fuertes, de uno y otro lado. Una palabra suya sobre lisas extrañas noches de silenciosas diligencias y una expedición punitiva acabaría con sus amigos y dejaría el pueblo reducido a un montón de chozas calcinadas, tragedia que de ningún modo cambiaría los planes de los guerrilleros. La falta de noticias pareció sospechosa en su batallón y fueron a recogerlo para hacerle algunas preguntas personalmente.
Camino a la base se desmayó en el jeep y al llegar tuvieron que bajarlo entre dos hombres y arrastrarlo hasta una silla a la sombra. Le pasaron un botellón de agua que se bebió entero sin un respiro y enseguida vomitó. Los exámenes de sangre descartaron los males habituales y el médico, temiendo una infección contagiosa, lo mandó por avión directamente a un hospital de Hawai.
La experiencia del hospital fue decisiva para Gregory Reeves, porque tuvo ocasión de pensar en el futuro, lujo que hasta entonces desconocía. Rara vez había dispuesto de tanto tiempo sin actividad, se encontraba en una burbuja flotando en el vacío, las horas se le hacían eternas. En los meses de batalla había afinado los sentidos y ahora, en el relativo silencio de su cama de enfermo, se sobresaltaba cuando un termómetro caía sobre una bandeja metálica o se cerraba una puerta. Le molestaba el olor de comida, le daba náuseas el de medicamentos, y le producía arcadas incontrolables el de una herida. El roce de las sábanas era un suplicio para su piel y la comida sabía a arena en su boca. Lo alimentaron con sueros durante varios días y luego la paciencia de una enfermera, que le daba papillas de recién nacido a cucharadas, le devolvió el apetito. Los primeros días se concentró en sí mismo, los cinco sentidos puestos al servicio de sanarse, pendiente de los altibajos de sus males y las reacciones de su organismo, pero cuando se sintió mejor pudo mirar a su alrededor. Al desintoxicarse de las drogas con las cuales había funcionado desde el comienzo del servicio, se le despejó la neblina de la mente y una despiadada lucidez le permitió verse a sí mismo. Tendido de espaldas, con los ojos clavados en el ventilador del techo, pensaba que le tocó nacer entre los de abajo y hasta ese momento su vida había sido sólo trabajo y escasez. Logró salir del arrabal donde se crió y convertirse en abogado, más de lo obtenido por cualquiera de sus compañeros de infancia, pero no se libró del estigma de la pobreza. Su matrimonio no alivió esa sensación; los melindres y la abulia de su mujer que antes le producían curiosidad, ahora lo molestaban. Timothy Duane decía que el mundo se dividía en abejas reinas destinadas al placer y en obreras cuya misión era mantener a las primeras. La gente como Samantha y Timothy habían recibido todo antes de nacer, eran seres sin preocupaciones, siempre había alguien dispuesto a pagar sus cuentas, si la herencia no bastaba. Malditos sean, mascullaba al compararse con ellos. Juro que le quebraré la mano a la suerte, se repetía, procurando no pensar en que su suerte podría conducirlo al cementerio. No, eso no puede pasar, me quedan menos de dos meses, jamás me enviarán otra vez al frente, se consolaba. Sentía simpatía por los otros pacientes, perdedores, como él, pero le molestaban sus gemidos, sus lentos paseos arrastrando las zapatillas sobre el linóleo, sus mezquindades y miserias. Escuchaba esas mínimas conversaciones y quejas pensando que eran desechables, sólo un número en las listas administrativas, nada importante, bien podí an desaparecer mañana y no quedaría ni rastro de su paso por el mundo.
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