Isabel Allende - El plan infinito
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Por dos semanas no hablé una frase completa con nadie, apenas lo suficiente para pedir una pizza o una hamburguesa, creo que en el fondo deseaba regresar a Vietnam porque al menos en el frente tenía camaradas y algo que hacer, aquí estaba sin amigos, solo, no pertenecía a ningún sitio. En la vida civil nadie hablaba el idioma de la guerra no existía un vocabulario para contar las experiencias del campo de batalla. pero de haberlo, de todos modos no había quien deseara escuchar mi historia, no hay interés en las malas noticias. Sólo entre ex combatientes podía sentirme en confianza y hablar de aquellas cosas que jamás le diría a un civil, ellos entenderían por qué uno se cierra al afecto y tiene miedo de acercarse, saben que es mucho más fácil el coraje físico que el emocional, porque también perdieron amigos tan queridos como hermanos y decidieron ahorrarse en el futuro ese dolor insoportable, es mejor no amar a nadie con mucha intensidad.
Sin darme cuenta empecé a rodar por ese abismo donde tantos se pierden, empecé a ver el lado glamoroso a la violencia, a pensar que nunca me sucedería nada tan apasionante, que tal vez el resto de mi existencia sería un desierto gris.
Creo haber descubierto el secreto que explica la permanencia de la guerra. Joan y Susan sostienen que es un invento de los machos viejos para eliminar a los jóvenes porque los odian, los temen, no desean compartir nada con ellos, mujeres, poder, o dinero, saben que tarde o temprano los despojarán, por eso los envían a la muerte, aunque sean sus propios hijos. Para los viejos hay una razón lógica, pero ¿por qué la hacen los jóvenes? ¿cómo en tantos milenios no se han rebelado contra esas masacres rituales? Tengo una respuesta. Hay algo más que el instinto primordial de combate y el vértigo de la sangre: placer. Lo descubrí en la montaña. No me atrevo a pronunciar esa palabra en alta voz, me traería mala suerte, pero la repito calladamente, placer, placer. El más intenso que se puede experimentar, mucho más que el del sexo, la sed saciada, el primer amor correspondido o la revelación divina, dicen quienes saben de eso. Esa noche en la montaña estuve a una fracción de segundo de la muerte. La bala pasó rozándome la mejilla y le dio en la mitad de la frente al soldado que estaba detrás de mi. El pánico me paralizó un instante, quedé suspendido en la fascinación de mi propio espanto, luego hubo un desgarro de la conciencia y empecé a disparar frenéticamente, gritando y maldiciendo, incapaz de detenerme o de razonar, mientras zumbaban las balas, ardían los fogonazos y explotaba el mundo en un fragor de cataclismo.
Me envolvió el calor, el humo y el tremendo vacío del oxígeno succionado en cada llamarada, no recuerdo cuánto tiempo duró todo eso ni lo que hice ni por qué lo hice, sólo recuerdo el milagro de encontrarme vivo, la descarga de adrenalina y el dolor en todo el cuerpo, un dolor sensual, un placer atroz, distinto a otros placeres conocidos, mucho más formidable que el más largo orgasmo, un placer que me invadió por completo, volviéndome la sangre de caramelo y los huesos de arena, sumiéndome finalmente en un vacío negro.
Llevaba casi dos semanas en el motel de la playa cuando desperté una noche gritando. En la pesadilla me encontraba solo en la montaña al amanecer, veía los cuerpos a mis pies y las sombras de los guerrilleros trepando hacia mí en la niebla. Se acercaban. Todo era muy lento y silencioso, una película muda. Disparaba mi arma, la sentía recular, me dolían las manos, veía los chispazos, pero no había un solo sonido. Las balas atravesaban a los enemigos sin detenerlos, los guerrilleros eran transparentes, como dibujados sobre un cristal, avanzaban inexorables, me rodeaban. Abría la boca para gritar, pero el horror me había invadido por dentro y no salía mi voz sino trozos de hielo. No pude volver a dormir, atorado con el ruido de mi propio corazón. Me levanté, tomé mi chaqueta y salí a caminar por la playa. Está bien, basta ya de lamentos, anuncié a las gaviotas al amanecer.
Carmen Morales no se atrevió a llegar directamente donde su familia porque no sabía cómo la recibiría su padre, a quien no había visto en siete años. En el aeropuerto tomó un taxi a casa de los Reeves. Al pasar por las calles de su barrio se sorprendió de las transformaciones: se veía menos pobre, más limpio, organizado y mucho más pequeño de lo que recordaba. Además de los cambios reales, pesaba en su mente la comparación con los inmensos vecindarios marginales de México. Sonrió al pensar que ese conjunto de calles había sido su universo por muchos años y que huyó de allí como una exiliada, llorando por la familia y el terruño perdidos. Ahora se sentía forastera. El chofer la miraba con curiosidad por el espejo retrovisor y no pudo resistir la tentación de preguntarle de dónde era. Nunca había visto a nadie como esa mujer de faldas multicolores y pulseras ruidosas, no se parecía tampoco a esas sonámbulas hippies envueltas en trapos similares, ésta tenía la actitud determinada de una persona de negocios.
— Soy gitana–le notificó Carmen con el mayor aplomo. — ¿Dónde es eso?
— Los gitanos no tenemos patria, somos de todas partes. — Habla muy bien inglés–anotó el hombre.
Le costó ubicar la cabaña de los Reeves, en esos años había crecido la maleza tragándose el huerto y el sauce tapaba la vista de la casa. Echó a andar por el sendero a través del patio. Reconoció el lugar donde había enterrado a Oliver siguiendo las instrucciones de Gregory, quien deseaba que los restos de su compañero de infancia descansaran en la casa familiar, en vez de ir a parar a la basura como los de cualquier perro sin historia. Sentada en el porche, en la misma desvencijada silla de mimbre donde siempre la había visto, encontró a Nora Reeves. Era ya una anciana gastada con un moño de merengue y un delantal tan desteñido como el resto de su persona. Se había reducido de tamaño y tenía una expresión dulce y un poco idiota, como si su alma no estuviera realmente allí. Se levantó vacilante y saludó a Carmen con gentileza, sin reconocerla. — Soy yo, doña Nora, soy Carmen, la hija de Pedro e Inmaculada Morales…
La mujer tardó casi un minuto en ubicar a la recién llegada en el mapa confuso de su memoria, se la quedó mirando con la boca abierta, sin poder relacionar la imagen de la muchacha de trenzas oscuras que jugaba con su hijo, con esta aparición escapada del harén de un jeque. Por último le tendió las manos y la abrazó temblorosa. Se sentaron a tomar té caliente en vasos de vidrio, y se pusieron al día sobre las noticias del pasado. Al poco rato irrumpieron con alboroto los hijos de Judy que venían de la escuela, cuatro chiquillos de eda des indefinidas, dos pelirrojos exuberantes y dos de aspecto latino.
Nora explicó que los primeros eran de Judy y los otros vivían con ella, aunque eran hijos anteriores de su segundo marido. La abuela les sirvió leche y pan con mermelada.
— ¿Viven todos aquí? — preguntó Carmen sorprendida.
— No. Yo los cuido después de la escuela hasta que su madre viene a buscarlos por la noche.
A eso de las siete apareció Judy, quien tampoco reconoció a su amiga. Carmen la recordaba enorme, pero no imaginó posible seguir aumentando de peso hasta adquirir semejantes dimensiones, la mujer no cabía en ninguna de las sillas disponibles, se desparramó con dificultad en las gradas del porche, dando la impresión de que se necesitaría una grúa para movilizarla. Sin embargo se veía radiante. — Esta no es pura grasa, estoy embarazada otra vez–anunció orgullo–sa.
Tanto los hijos propios como los ajenos corrieron a treparse en la amable humanidad de su madre, quien los acogió con risas y los acomodó entre sus rollos con una destreza nacida de la práctica y del cariño, al tiempo que distribuía buñuelos empolvados, echándose de paso varios a la boca. Al verla jugando con los niños, Carmen comprendió que la maternidad era el estado natural de su amiga y no pudo evitar un pinchazo de envidia.
— Después de cenar te acompañaré a tu casa, pero antes llamaremos a doña Inmaculada, para que le prepare el ánimo a tu padre. ¿No tienes una ropa más normal? Acuérdate que el viejo no acepta extravagancias en las mujeres. ¿Así es la moda en Europa? — preguntó Judy sin asomo de ironía.
Pedro Morales esperaba a su hija con su traje del funeral, pero enfiestado por una corbata roja y un clavel de su patio en el ojal. Inmaculada le había anunciado la noticia con la mayor cautela, previendo una reacción violenta, y quedó sorprendida cuando a su marido se le iluminó la cara como sí le hubieran quitado veinte años de encima.
— Cepíllame la ropa, mujer–fue lo único que atinó a decir mientras se soplaba la nariz tras un pañuelo para ocultar la emoción. — La niña debe haber cambiado mucho, con el favor de Dios… — le advirtió Inmaculada.
— No te preocupes, vieja. Aunque venga con el pelo pintado de azul yo la reconoceré.
Sin embargo no estaba preparado para la mujer que entró a la casa media hora después y, tal como ocurriera con Nora y Judy, tardó unos segundos en cerrar la boca. Creyó que Carmen había crecido, pero luego notó las sandalias de tacones altos y un montón de pelo crespo y alborotado sobre la cabeza que agregaban un palmo a su estatura. Se había puesto tantos adornos como un ídolo, tenía los ojos pintados con rayas negras e iba disfrazada de algo que le recordó un afiche turístico de Marruecos pegado en la pared del bar «Los Tres Amigos». De cualquier modo le pareció que su hija lucía muy bella. Se abrazaron largamente y lloraron juntos por Juan José y por esos siete años de ausencia. Después ella se acurrucó a su lado para contarle algunas de sus aventuras, omitiendo lo necesario para no escandalizarlo. Entretanto Inmaculada se afanaba en la cocina repitiendo gracias bendito Dios, gracias bendito Dios, y Judy, colgada al teléfono, llamaba a los hermanos Morales y a los amigos para anunciarles que Carmen había regresado convertida en una zíngara estrafalaria y melenuda, pero en el fondo seguía siendo la misma; que trajeran cervezas y guitarras porque Inmaculada estaba haciendo tacos para celebrar.
La presencia de su hija devolvió el buen humor a Pedro Morales. Ante la majadería de Carmen y el resto de la familia, aceptó finalmente ver un médico, que diagnosticó diabetes avanzada. Ninguno de mis antepasados tuvo nada semejante, ésta es una novedad americana, no pienso pincharme a cada rato como un apestoso, ese doctor no sabe lo que dice, en los laboratorios cambian las muestras y cometen errores garrafales, mascullaba el paciente ofendido, pero una vez mas Inmaculada se impuso, lo obligó a ceñirse a una dieta y se encargó de administrarle medicinas a horas puntuales. Prefiero discutir contigo todos los días antes que quedarme viuda, amansar a otro marido cuesta mucho trabajo, determinó. A él no se le había pasado por la mente que pudiera ser reemplazado en el corazón aparentemente incondicional de su mujer y el desconcierto le quitó las ganas de seguir porfiando. Nunca admitió la enfermedad, pero se resignó al tratamiento para darle gusto a esta «loca», como decía.
Pronto el barrio le quedó chico a Carmen Morales, al cabo de algunas semanas viviendo con sus padres se consumía de asfixia. Durante su ausencia había idealizado el pasado, en los momentos de mayor soledad añoraba la ternura de su madre, la protección de su padre y la compañía de los suyos, pero había olvidado la estrechez del lugar donde nació. En esos años había cambiado, el polvo de mucho mundo se acumulaba en sus zapatos. Se paseaba por la casa como un leopardo enjaulado llenando el espacio y alborotando la paz con el remolino de sus faldas, el ruido de sus pulseras y su impaciencia. En la calle la gente volteaba a mirarla y los niños se acercaban para tocarla. Imposible ignorar la reprobación y los cuchicheos a su espalda, mira cómo se viste la menor de los Morales, en esa cabeza no ha entrado un peine en siglos, seguro que se metió a hippie o a puta, decían.
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