Isabel Allende - El plan infinito

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Tampoco había trabajo para ella, no estaba dispuesta a emplearse en una fábrica como Judy Reeves y en el barrio no había mercado para sus joyas, las mujeres usaban oro pintado y diamantes falsos, ninguna se pondría sus pendientes de aborigen. Supuso que no sería difícil colocarlos en algunas tiendas al centro de la ciudad, donde compraban actrices, damas sofisticadas y turistas, pero encerrada en casa de sus padres no había estímulo para la creatividad, se le secaban las ideas y las ganas de trabajar. Daba vueltas por los cuartos agobiada por las figuras de porcelana, las flores de seda, los retratos de familia, los muebles de felpa color rubí cubiertos con fundas de plástico, símbolos de la nueva elegancia de los Morales. Esos adornos, orgullo de su madre, le provocaban pesadillas; prefería mil veces la vivienda de la infancia, donde creció con sus hermanos en la mayor modestia. No soportaba los programas de radio y televisión que atronaban día y noche con las novelas de romance y tragedia y los anuncios a gritos de diferentes marcas de jabón, ventas de automóviles y juegos de fortuna. Lo peor era esa vocación generalizada por los chismes, todos vivían pendientes de los demás, no se movía un pelo en el vecindario sin provocar comentarios. Se sentía como un marciano en visita y se consolaba con los platos de su madre, quien se había adaptado a la estricta dieta de su marido sin perder nada del sabor de sus recetas y pasaba horas entre sus cacharros, envuelta en el perfume delicioso de salsas y especias.

Carmen se aburría; aparte de jugar damas con su padre, ayudar en los quehaceres domésticos y atender a la parentela los domingos, cuando la familia se reunía a almorzar, no había otras distracciones. Pensó regresar a España, pero tampoco allá pertenecía y, por otra parte, a la distancia no sentía igual atracción por su amante. Le había escrito y llamado, pero sus respuestas eran gélidas. Lejos de sus músculos color de avellana y su negra melena, recordaba con un estremecimiento el baño frío y demás humillaciones y sentía un profundo fastidio ante la idea de volver a su lado.

Fue Olga quien le recomendó explorar Berkeley, porque con un poco de suerte Gregory Reeves regresaría en un futuro no lejano y podría ayudarla, era el sitio perfecto para una persona tan original como ella, a juzgar por las noticias de la prensa, donde cada semana comentaban un nuevo escándalo en los jardines de la Universidad. Carmen estuvo de acuerdo en que nada se perdía con probar. Llamó por teléfono a su amante para pedirle sus ahorros y sus herramientas de orfebre, él se comprometió a hacerlo cuando tuviera tiempo, pero pasaron varias semanas y otras cinco llamadas sin noticias del envío, entonces ella comprendió cuán ocupado estaba y no insistió más. Decidió lanzarse a la aventura con el mínimo de recursos, como tantas otras veces lo había hecho, pero cuando Pedro Morales supo de sus planes, lejos de oponerse, le extendió un cheque y le pagó el pasaje. Estaba feliz de haber recuperado a su hija, pero no era ciego ante sus necesidades y le daba lástima verla estrellándose contra las paredes como un pájaro con las alas quebradas.

En Berkeley Carmen Morales floreció como si la ciudad hubiera nacido para servirle de marco.

En la muchedumbre de la calle sus atuendos no llamaban la atención y el contenido de su blusa no provocaba silbidos descarados, como ocurría en el barrio latino. Allí encontró desafíos similares a los que la fascinaron en Europa y una libertad desconocida hasta entonces. También la naturaleza de agua y de cerros parecía hecha a su medida. Calculó que tomando precauciones podría subsistir unos meses con el regalo de su padre, pero decidió buscar empleo porque planeaba fabricar joyas y necesitaba herramientas y materiales. Gregory Reeves sin duda le hubiera ofrecido un sofá en su casa para instalarse por un tiempo, pero ni soñar con la misma generosidad por parte de Samantha. No conocía a la mujer de su amigo, sin embargo adivinó que la recibiría sin entusiasmo, mucho menos ahora que estaba en pleno proceso de divorcio. Hizo una cita por teléfono para conocer a la pequeña Margaret, de quien tenía varias fotografías enviadas por Gregory, pero cuando llegó Samantha no estaba, le abrió la puerta una niña tan delicada y frágil que costaba imaginar que fuera hija de Gregory Reeves y su atlética madre. La comparó con sus sobrinos de la misma edad y le pareció una criatura extraña, la miniatura perfecta de una mujer bella y triste. Margaret la hizo pasar anunciándole con afectada pronunciación que su mamá jugaba tenis y volvería pronto.

En un comienzo se interesó vagamente en las pulseras de Carmen, luego se sentó en completo silencio con las piernas cruzadas y las manos sobre la falda. Fue inútil sacarle palabra y acabaron las dos instaladas frente a frente sin mirarse, como forasteras en una antesala. Por fin entró Samantha con la raqueta en una mano y una cani lla de pan francés en la otra, y tal como Carmen había previsto, la recibió con frialdad. Se observaron sin disimulo, cada una llevaba una imagen de la otra por las descripciones de Gregory y ambas se sintieron aliviadas de que sus fantasías fueran diferentes a la realidad. Carmen esperaba una mujer más bonita, no esa especie de muchacho vigoroso con la piel cuarteada por el sol, cómo será dentro de unos años; las gringas envejecen mal, se dijo. Por su parte Samantha se alegró de que la otra vistiera con esos trapos sueltos que le parecieron horrorosos, seguro ocultaba varios kilos entre las costillas, además era evidente que no había hecho ejercicios en su vida y a ese paso pronto seria una matrona rolliza, las latinas envejecen mal, pensó con satisfacción.

Las dos supieron al instante que jamás podrían ser amigas y la visita fue muy breve. Al salir Carmen se alegró que su mejor amigo estuviera tramitando el divorcio de esa campeona de tenis y Samantha se preguntó si cuando regresara Gregory, en el caso que lo hiciera, se convertiría en el amante de esa tipa regordeta idea que seguramente había estado en el corazón de ambos por muchos años. Que les aproveche, masculló, sin saber por qué esta perspectiva le daba rabia.

Carmen no podía pagar por mucho tiempo la pieza del motel donde había llegado, decidió buscar trabajo y un lugar donde vivir. Se instaló en una cafetería cerca de la Universidad a revisar un periódico y entre innumerables avisos de masajes holísticos, aromate–rapias, cristales milagrosos, triángulos de cobre para mejorar el color del aura y otras novedades que habrían encantado a Olga, descubrió ofertas de diversos empleos. Llamó a varios hasta que en un restaurante la citaron para el día siguiente, debía presentarse con su tarjeta del seguro social y una carta de recomendación, dos cosas que no poseía.

La primera no fue difícil, simplemente averiguó dónde inscribirse. llenó un formulario y le dieron un número, pero la segunda no sospechaba cómo conseguirla. Pensó que Gregory Reeves se la habría hecho sin vacilar, era una lástima que estuviera lejos, pero ese inconveniente no sería un tropiezo. Ubicó un sucucho donde alquilaban máquinas de escribir y redactó una carta afirmando su competencia en el negocio de cuidar niños, su honorabilidad y buen trato con el público. La redacción quedó algo florida, pero ojos que no ven, corazón que no siente, como diría su madre. Gregory no tenía para qué enterarse de los detalles. Conocía de memoria la firma de su amigo, no en vano se habían escrito por años. Al día siguiente se presentó al empleo, que resultó ser una casa antigua decorada con plantas y trenzas de ajos. La recibió una mujer de pelo canoso y rostro jovial vestida con pantalones bolsudos y chancletas de fraile franciscano. — Interesante–dijo cuando leyó la carta de recomendación-. Muy interesante… ¿Así es que usted conoce a Gregory Reeves? — Trabajé para él–se sonrojó Carmen.

— Que yo sepa, está en Vietnam desde hace más de un año, ¿cómo explica que esta carta tenga fecha de ayer?

Era Joan, una de las amigas de Gregory y ése era el restaurante ma–crobiótico donde tantas veces iba a comer hamburguesas vegetarianas y a buscar consuelo. Con las rodillas temblorosas y un hilo de voz Carmen admitió su engaño y en pocas frases contó su relación con Reeves.

— Está bien, se ve que eres una persona de recursos–se rió Joan-. Gregory es como un hijo, aunque no soy tan vieja como para ser su madre; que no te engañen mis canas. En el sofá de mi sala durmió su última noche antes de partir a la guerra. ¡Qué estupidez tan grande cometió! Susana y yo nos cansamos de decirle que no lo hiciera, pero fue inútil. Espero que vuelva con las mismas presas con que se fue, sería un desperdicio si algo le pasara, siempre me pareció un lujo de hombre. Sí eres su amiga también serás nuestra. Puedes comenzar hoy mismo. Ponte un delantal y un pañuelo en la cabeza para que no metas tus pelos en los platos de los clientes y anda a la cocina para que Susan te explique el trabajo.

Poco después Carmen Morales no sólo servía las mesas, también ayudaba en la cocina porque tenía buena mano para los aliños y se le ocurrían nuevas combinaciones para variar el menú. Se hizo tan amiga de Joan y Susan, que le alquilaron el desván de su casa, una habitación amplia repleta de cachivaches, que una vez vaciada y limpia resultó un refugio ideal–Tenía dos ventanas mirando la bahía desde la soberbia perspectiva de los cerros y una claraboya en el techo para seguir el tránsito de las estrellas.

De día Carmen gozaba de luz natural y de noche se alumbraba con dos grandes lámparas victorianas rescatadas del mercado de las pulgas. Trabajaba por la tarde y parte de la noche en el restaurante, pero por la mañana disponía de tiempo libre. Adquirió herramientas y materiales y en los ratos de ocio volvió a su oficio de orfebre, comprobando con alivio que no había perdido la inspiración ni los deseos de trabajar. Los primeros aretes fueron para sus patronas, a quienes debió abrirles hoyos en las orejas para que pudieran usarlos, quedaron ambas un poco adoloridas, pero sólo se los quitaban para dormir, persuadidas de que resaltaban su personalidad, feministas sin dejar de ser femeninas, se reían. Consideraban a Carmen la mejor colaboradora que habían tenido, pero le aconsejaban no perder su talento atendiendo mesas y revolviendo ollas, debía dedicarse por completo a la joyería.

— Es lo único que te conviene. Cada persona nace con una sola gracia y la felicidad consiste en descubrirla a tiempo–le decían cuando se sentaban a tomar té de mango y contarse las vidas. — No se preocupen, soy feliz–replicaba Carmen con plena convicción. Tenía la corazonada de que las penurias pertenecían al pasado y ahora comenzaba la mejor parte de su existencia.

De vuelta en el mundo de los vivos, Gregory Reeves juntó los recuerdos de la guerra–fotos, cartas, cintas de música, ropa y su medalla de héroe–los roció con gasolina y les prendió fuego. Sólo guardó el pequeño dragón de madera pintada, recuerdo de sus amigos en la aldea, y el escapulario de Juan José. Tenía intención de devolverlo a Inmaculada Morales una vez que descubriera la forma de quitarle la sangre seca. Había jurado no comportarse como tantos otros veteranos enganchados para siempre en la nostalgia del único tiempo grandioso de sus vidas, inválidos de espíritu, incapaces de adaptarse a una existencia banal ni de liberarse de las múltiples adicciones de la guerra. Evitaba las noticias de la prensa, las protestas en la calle, los amigos de entonces que habían regresado y se juntaban para revivir las aventuras y la camaradería de Vietnam. Tampoco deseaba saber de los otros, los que estaban en sillas de ruedas o medio locos, ni de los suicidas. Los primeros días agradecía cada detalle cotidiano; una hamburguesa con papas fritas, el agua caliente en la ducha, la cama con sábanas, la comodidad de su ropa de civil, las conversaciones de la gente en la calle, el silencio y la intimidad de su cuarto, pero comprendió pronto que eso también encerraba peligros. No. no debía celebrar nada, ni siquiera el hecho de tener el cuerpo entero. El pasado estaba atrás, si tan sólo pudiera borrar la memoria. En el día lograba olvidar casi por completo, pero en las noches sufría pesadillas y despertaba bañado de sudor, con ruido de armas explotándole por dentro y visiones en rojo asaltándolo sin tregua. Soñaba con un niño perdido en un parque y ese niño era él, pero soñaba sobre todo con la montaña, donde disparaba contra sombras transparentes. Estiraba la mano en busca de las píldoras o la yerba, tanteaba la mesa, encendía la luz medio aturdido, sin saber dónde se encontraba.

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