Isabel Allende - El plan infinito

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— Es demasiado tarde, Greg. Yo sólo sirvo para las putas–replicó Timothy Duane, por una vez sin sarcasmo.

Shanon apareció en la vida de Reeves como un soplo de aire fresco. Llevaba años de esfuerzo trepando cuesta arriba y a pesar de los éxitos alcanzados sentía que no se había movido del mismo sitio, como se corre en las pesadillas. Con artificios de mago barajaba en el aire deudas, viajes atolondrados, fiestas descomunales, un horario de loco y su rosario de mujeres, con la impresión diariamente renovada de que a la menor distracción todo se vendría al suelo con el estrépito de un terremoto.

Tenía entre manos más casos legales de los que podía manejar, más deudas de las que podía pagar y más amantes de las que podía satisfacer. Lo ayudaba la buena memoria para recordar cada hilo suelto de esa maraña, la buena suerte para no resbalar en un descuido y la buena salud para no morir de agotamiento como una bestia de tiro pasado el límite de su resistencia.

Shanon llegó un lunes por la mañana vestida de blanco nupcial y oliendo a flores, con la sonrisa de más bríos que se había visto en el edificio de cristal y acero de la firma. Contaba con veintidós años, pero con sus modales aniñados y su arrebatadora simpatía parecía menor. Ése era su primer trabajo de recepcionista, antes había sido dependienta en varias tiendas, mesonera y cantante aficionada, pero, tal como dijo con su encantadora voz de adolescente mimada, no había futuro en esas ocupaciones.

Gregory, deslumbrado por su radiante alegría y curioso ante la variedad de oficios desempeñados por alguien tan joven, le preguntó qué ventajas veía en atender el teléfono detrás de un mesón de mármol, y ella replicó enigmática que al menos allí conocería a la gente adecuada. Reeves la incluyó al punto en su libreta de direcciones y antes de una semana la había invitado a bailar. Ella aceptó con la tranquila confianza de una leona en reposo; me gustan los hombres mayores, anotó sonriente, y él no supo bien qué quiso decir, porque estaba acostumbrado a las muchachas jóvenes y no le pareció significativa la diferencia de edad. Pronto se enfrentaría al abismo generacional que los separaba, pero entonces ya sería tarde para echar pie atrás.

Shanon era una muchacha moderna. Escapando de un padre violento y de una madre que se tapaba con maquillaje los machucones causados por las palizas de su marido; partió a pie del pueblo perdido en Georgia, donde nació. Al par de millas la recogió el primer camionero que la divisó como una aparición fantástica en la cinta interminable del camino, y después de múltiples aventuras llegó a San Francisco. Su mezcla de ingenuidad y desenfado hechizaba a la gente y le permitía flotar por encima de las sórdidas realidades del mundo; ante ella las puertas se abrían solas y los obstáculos se esfumaban, la invitación de sus ojos vegetales desarmaba a las mujeres y seducía a los hombres.

Daba la impresión de no tener conciencia alguna de su poder; iba por la vida con la levedad de un espíritu celeste, eternamente sorprendida de que todo le saliera bien. Su naturaleza inconsecuente la impulsaba a ir de una cosa a otra con jovial disposición, sin pensar para nada en las faenas y dolores del resto de los mortales, no se inquietaba por el presente y mucho menos lo hacía por el futuro. Mediante un permanente ejercicio del olvido superó las sórdidas escenas de la infancia, las penurias y pobrezas de la adolescencia, las traiciones de los amantes que se saciaron y luego la dejaron, y el hecho incontestable de que no poseía nada. Incapaz de guardar algo de un día para otro, sobrevivía con breves empleos apenas suficientes para la subsistencia, pero no se consideraba pobre porque cuando deseaba algo no tenía más que pedirlo; siempre había varios pretendientes embelesados dispuestos a satisfacer sus caprichos. No utilizaba a los hombres por malicia o por perversión, sino porque simplemente no se le había ocurrido que sirvieran para algo más. Desconocía la angustia del amor o de cualquier otro sentimiento profundo; se entusiasmaba fugazmente con cada enamorado mientras duraba el ímpetu inicial, pero pronto se cansaba y partía, sin piedad por quien quedaba a su espalda. Condenó a varios amantes al martirio de los celos y del despecho sin darse cuenta porque ella misma era impermeable a ese tipo de sufrimiento; si la abandonaban cambiaba de rumbo sin lamentarse, el mundo contenía una reserva inagotable de hombres disponibles.

Disculpa, ya sabes que soy como una alcachofa, una hojita para éste, otra para aquél, pero el corazón es tuyo, dijo a Gregory Reeves sin ánimo de burla dos años después de conocerlo, mientras le vendaba los nudillos rotos de un puñetazo contra la cara de una de sus conquistas.

Desde la primera cita fue evidente quién era el más fuerte. Reeves fue vencido en su propio terreno, de nada le sirvieron la experiencia acumulada ni su jactancia de tenorio. Sucumbió de inmediato, pero no sólo ante los encantos físicos de la nueva recepcionista–en su pasado hubo varias tan bellas como ella–sino ante su risa siempre pronta y su aparente candidez.

Esa noche se preguntó con verdadera inquietud cómo podría salvar de sí misma a esa espléndida criatura; la imaginó expuesta a toda suerte de peligros y sinsabores y asumió la responsabilidad de protegerla.

— Por algo el destino me la pone por delante–comentó a Carmen-. De acuerdo con el Plan Infinito de mi padre, nada sucede por azar. Esta muchacha me necesita.

Carmen no pudo prevenirlo porque tenía las antenas de la intuición vueltas para el lado de Da¡ y en esos días estaba ocupada cosiendo un disfraz de Rey Mago para el acto de Navidad de la escuela. Mientras sujetaba el teléfono entre el hombro y la oreja, pegaba plumas en un turbante color esmeralda, ante los ojos atentos de su hijo. — Ojalá ésta no sea vegetariana–comentó distraída.

No lo era. La joven celebraba los suculentos asados de su nuevo amante con entusiasmo contagioso y apetito insaciable, parecía en verdad un milagro que pudiera devorar tales cantidades de comida y mantener su silueta. También bebía como un marinero. A la segunda copa los ojos le brillaban afiebrados y esa niña angélica se transformaba en una arrabalera.

En esa etapa Reeves no sabía aún cuál de las dos personalidades le resultaba más atrayente: la candorosa recepcionista que aparecía los lunes de blusa almidonada tras el mesón de mármol, o la bacante desnuda y turbulenta del domingo. Era una mujer fascinante y él no se cansaba de explorarla como un geógrafo ni de conocerla en el sentido bíblico. Se veían todos los días en el trabajo, donde fingían una indiferencia sospechosa, dada la reputación de mujeriego de uno y la orgánica coquetería de la otra. Varias noches a la semana retozaban en incansables encuentros, que confundieron con amor, y a veces en la oficina se escapaban a algún cuarto cerrado y con riesgo de ser sorprendidos, culebreaban de pie en un rincón con urgencia de adolescentes.

Reeves se enamoró como nunca antes y tal vez ella también, aunque en su caso no fuera mucho decir. Para él se inició una época similar a la de su juventud, cuando el estallido volcánico de sus hormonas lo obligaba a perseguir a cuanta muchacha se le cruzaba por delante, sólo que ahora toda la carga de su pasión estaba dirigida a un objetivo único. No podía quitarse a Shanon del pensamiento, se levantaba a cada rato de su escritorio para mirarla de lejos, atormentado por los celos de todos los hombres en general y sus compañeros de trabajo en particular, incluyendo al viejo de las orquídeas, quien también se detenía ante la joven recepcionista con frecuencia, tentado tal vez de adquirirla como un trofeo más, pero frenado por su sentido del ridículo y la plena conciencia de las limitaciones de su edad.

Ninguno pasaba frente a la entrada sin padecer un latigazo ante la refulgente sonrisa de Shanon. Si una tarde ella no estaba disponible para salir, Gregory Reeves la imaginaba inevitablemente en los brazos de otro y la sola sospecha lo enloquecía. La cubrió de regalos absurdos con intención de impresionarla, sin percibir que no apreciaba cajas rusas pintadas a mano, árboles en miniatura o perlas para las orejas y prefería sin duda pantalones de cuero para pasear en motocicleta con los amigos de su edad.

Trató de iniciarla en sus intereses, por ese afán de los enamorados de compartirlo todo. La primera vez que la llevó a la ópera ella se deslumbró con los trajes elegantes de la concurrencia y cuando se levantó la cortina creyó que se trataba de un espectáculo humorístico. Aguantó hasta el tercer acto, pero al ver a una dama gorda vestida de geisha clavándose un cuchillo en la barriga mientras su hijo agitaba una bandera del Japón en una mano y una de los Estados Unidos en la otra, sus carcajadas interrumpieron a la orquesta y debieron abandonar la sala.

En agosto se la llevó a Italia. Ella no cumplía aún su primer año de trabajo y no le correspondían vacaciones, pero eso no fue inconveniente, porque había presentado su renuncia al bufete de abogados.

Le habían ofrecido un empleo como modelo de fotografías publicitarias.

Gregory pasó el viaje sufriendo de antemano, detestaba la idea de verla expuesta a miradas ajenas en las páginas de una revista, pero no se atrevió a discutir el asunto por temor a parecer un cavernícola. Tampoco lo comentó con Carmen porque su amiga lo habría destrozado a burlas. Caminando por un sendero de flores a la orilla del Lago di Como, sin ver el espejo diáfano del agua ni las villas anaranjadas colgando de los cerros porque sólo tenía ojos para el inventario prodigioso de su compañera, se le ocurrió una solución para retenerla a su lado y le propuso que vivieran juntos; así no tendría que trabajar y podría entrar a la universidad a estudiar una carrera, ella era una persona inteligente y creativa ¿no habría algo que le gustaría estudiar?

No lo había en ese momento, replicó Shanon con la risa suelta de varias copas de vino, pero lo pensaría. Esa noche Reeves cogió el teléfono para contar la novedad a Carmen al otro lado del océano, pero no la encontró. Su amiga había partido con Da¡ en viaje al Lejano Oriente.

Bel Benedict no conocía su edad exacta ni quería averiguarla. Los años habían oxidado un poco sus huesos y oscurecido su piel de azúcar quemada a un tono más cercano al chocolate, pero no habían alterado el brillo de topacio de sus ojos alargados ni apaciguado del todo los reclamos de su vientre. Algunas noches soñaba con el calor del único hombre que amó en su vida y despertaba húmeda de gozo. Debo ser la única vieja en celo de la historia, que Jesús me perdone, pensaba sin asomo de vergüenza, sino más bien con secreto orgullo. Vergüenza sentía al mirarse en el espejo y ver que su cuerpo de potranca oscura era un montón de colgajos tristes; si su marido pudiera verla daría vuelta la cara espantado, pensaba. Nunca se le ocurrió que, en el caso de estar vivo, los años también pasaban para él y ya no sería el hombronazo flexible y alegre que la sedujo a los quince años. Pero Bel no podía darse el lujo de quedarse en la cama rememorando el pasado ni frente al espejo lamentando su desgaste; cada mañana se levantaba al amanecer para ir a su empleo, menos los domingos que partía a la iglesia y al mercado. En el último año no le sobraba un momento porque cuando terminaba su trabajo volaba a casa de prisa a cuidar a su hijo. Había vuelto a llamarlo Baby, como en los tiempos en que lo llevaba prendido a los senos y le cantaba canciones de cuna. No me diga así, mamá, mis amigos se burlarán de mí, le reclamaba él, pero en verdad ya no le quedaban amigos, los había perdido todos, igual como perdió el empleo, la mujer, los hijos y la memoria.

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