Isabel Allende - El plan infinito
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Desde los tiempos de Jim Morgan, su primer marido, no encontraba un hombre capaz de hacerle frente tanto en la cama como en una buena pelea. Jim Morgan salió de la prisión por buena conducta y, a pesar de que entonces ella estaba casada con el chaparrito de bigotes, la llamó para decirle que no había pasado un solo día de su condena sin recordarla con cariño. Pero ella ya marchaba por otros caminos. Además Morgan se había convertido a una secta de cristianos fundamentalistas, cuyo fanatismo resultaba incomprensible para ella, que había recibido la herencia tolerante de la fe Bahai de su madre, por eso no quiso verlo cuando volvió a quedar sola. Los mensajes mentales de Judy cruzaron montañas y extensos viñedos y poco después el veterinario regresó a visitarla. Pasaron una semana de luna de miel con todos los niños y Nora, la abuela, quien para entonces dependía por completo de Judy.
La cabaña que Charles Reeves había comprado treinta años atrás, había vuelto a su precaria condición original. Las termitas, el polvo y el paso del tiempo hicieron su lenta labor en las paredes de madera, sin que Nora hiciera nada por salvar su casa del desastre. Una tarde Judy y su segundo marido aparecieron de visita y encontraron a la anciana sentada en el sillón de mimbre bajo el sauce, porque el techo del porche se había desmoronado; los pilares estaban podridos. — Bueno, señora, usted se viene a vivir con nosotros–anunció el yerno.
— Gracias, hijo, pero no es posible. Imagínese el desconcierto del Doctor en Ciencias Divinas si no me encuentra aquí el jueves. — ¿Qué dice tu mamá?
— Cree que el fantasma de mi padre la visita los jueves, por eso nunca ha querido dejar la casa–le aclaró Judy.
— No hay problema, señora. Le dejaremos una nota a su marido con su nueva dirección–resolvió el hombre.
A nadie se le había ocurrido una solución tan simple. Nora se levantó, escribió la nota con su perfecta caligrafía de maestra, cogió su collar de perlas, salvado de tantas pobrezas, una caja con viejas fotografías y un par de cuadros pintados por su marido, y fue tranquilamente a sentarse en el automóvil de su hija. Judy echó el sillón de mimbre en la cajuela, porque su madre podría necesitarlo, cerró la casa con un candado y partieron sin mirar hacia atrás. Charles Reeves debe haber encontrado el mensaje, tal como encontró los otros cada vez que su viuda cambió de domicilio, porque no faltó ni un solo jueves a la cita póstuma ni Nora perdió de vista el hilo de la naranja que la unía al otro mundo. El año que Gregory se casó con Shanon, su hermana vivía con el veterinario, con su madre y un montón de chiquillos de diversas edades, colores y apellidos, esperaba a la octava criatura y se confesaba enamorada. Su existencia no era fácil, media casa estaba destinada a la clínica de animales, debía soportar el desfile constante de animales enfermos, el aire olía a creolina, los niños peleaban como fieras y Nora Reeves se había sumido en el misericordioso mundo de la imaginación y a una edad en que otras ancianas tejen calcetas para los bisnietos, ella había vuelto a su juventud. Sin embargo Judy se consideraba feliz por primera vez, tenía al fin un buen compañero y no necesitaba trabajar fuera de su hogar. Su marido preparaba unas parrilladas monumentales para alimentar a la tribu y compraba galletas de chocolate al por mayor. A pesar del embarazo, la buena mesa y su enorme apetito, Judy comenzó a adelgazar lentamente y pocos meses después de dar a luz tenía su peso de muchacha. Acudió al casamiento de su hermano con un atuendo de velos claros y un delicado sombrero de paja, del brazo de su tercer marido, con siete hijos en ropa de domingo y otro en los brazos, su madre vestida de colegiala y una perra paralítica sostenida por un arnés, pero con la expresión de risa de los animales contentos.
— Saluda a tu tía Judy y a tu abuela Nora–dijo Gregory a Margaret, quien para entonces tenía once años y seguía siendo muy pequeña de estatura, pero actuaba como una mujer adulta. La chica no había oído hablar de ese mujerón obeso ni de esa viejuca distraída con un lazo en la cabeza y pensó que aquel circo era una especie de broma. No apreciaba el sentido del humor de su padre. El novio quiso dar a su boda un aire latino, contrató a un grupo de mariachis del barrio de la Misión y la comida fue obra de Rosemary, una de sus antiguas amantes, una bella mujer que no le guardaba rencor por su matrimonio porque nunca lo quiso para marido. Había escrito varios libros de cocina y se ganaba la vida preparando banquetes, con su equipo de mesoneras servía con la misma facilidad una fiesta mexicana, un almuerzo para ejecutivos japoneses o una cena francesa. Shanon convertida en el alma de la recepción y ataviada con un inocente vestido de organdí blanco, se ejercitó con pasodobles, boleros y corridos, hasta que se le fueron las copas a la cabeza y debió retirarse. El resto de la noche Gregory Reeves y Timothy Duane bailaron con Carmen, como en los viejos tiempos del jitter–bug y el rock'n roll, mientras Daí observaba con expresión atónita ese nuevo aspecto de la personalidad de su madre. — Este niño es igual a Juan José–apuntó Gregory. — No, es igual a mí–replicó Carmen.
Había regresado de su viaje a Tailandia, Bali y la India con un cargamento de materiales y la cabeza llena de ideas novedosas. No daba abasto con los pedidos del comercio, había alquilado un local para su taller y contratado a un par de refugiados vietnamitas a quienes entrenó para ayudarla. En las horas que Da¡ iba a la escuela disponía de tranquilidad y silencio para diseñar las joyas que luego sus operarios reproducían. Contó a Gregory que pensaba abrir su propia tienda apenas lograra ahorrar lo suficiente para echar a andar. — Eso no funciona así. Tienes mentalidad de campesina. Debes pedir un préstamo, los negocios se hacen a crédito, Carmen. — ¿Cuántas veces te he pedido que me llames Tamar? — Te presentaré a mi banquero.
— No quiero acabar como tú, Gregory. Ni en cien años podrás pagar todo lo que debes.
Era cierto. El banquero amigo tuvo que hacerle otro préstamo para instalar su oficina, pero no se quejaba porque ese año los intereses se dispararon a niveles nunca vistos en el país, debía aprovechar a clientes como Gregory Reeves porque no quedaban muchos capaces de pagarlos. La racha no podía durar demasiado, los expertos pronosticaban que la incertidumbre económica costaría la reelección al presidente, un buen hombre a quien acusaban de ser débil y demasiado liberal, dos pecados imperdonables en ese lugar y en ese tiempo.
Instaló la oficina en los altos de un restaurante chino y mandó grabar en los vidrios su nombre y su título con grandes letras doradas, como había visto en las películas de detectives: Gregory Reeves, abogado. Ese letrero simbolizaba su triunfo. Se te nota la baja clase, hombre, no he visto nada más vulgar, comentó Timothy Duane, pero a Carmen le gustó la idea y decidió copiarla para su tienda, con una caligrafía de arabescos. Era un piso amplio en pleno centro de San Francisco con un ascensor directo y una salida de emergencia, que habría de ser útil en. más de una ocasión. El mismo día que Reeves entró al edificio el dueño del restaurante, oriundo de Hong Kong, subió a presentar sus saludos, acompañado por su hijo, un joven miope, pequeño y de modales suaves, geólogo de profesión, pero sin la menor afinidad con los minerales y las piedras, en realidad sólo amaba los números. Se llamaba Mike Tong y había llegado muy joven al país. cuando su padre trasladó la familia completa a esa nueva patria. Preguntó si el señor abogado necesitaba un contador para llevar sus libros y Gregory le explicó que por el momerito sólo tenía un cliente, de modo que no podía pagarle un sueldo, pero podría emplearlo por algunas horas a la semana. No sospechaba que Mike Tong se convertiría en su más fiel guardián y lo salvaría del desespero y la bancarrota. Para entonces el contingente de trabajadores latinos había aumentado mucho. Dentro de treinta años los blancos seremos minoría en este país, pronosticaba Timothy Duane. Reeves quiso aprovechar la experiencia del barrio donde se crió y su dominio del español para buscar clientela entre ellos, porque en otros campos la competencia era grande, tres cuartas partes del total de abogados del mundo operaban en los Estados Unidos, había uno por cada trescientas setenta personas. La razón más importante, sin embargo, fue que se enamoró de la idea de ayudar a los más humildes, podía comprender mejor que nadie las angustias de los inmigrantes latinos, él también había sido un lomo mojado.
Necesitaba una secretaria capaz de desenvolverse en ambos idiomas y Carmen lo puso en contacto con una tal Tina Faibich, que cumplía los requisitos. La postulante apareció en la oficina cuando todavía no llegaban los muebles, sólo estaba el sofá de cuero inglés, cómplice de tantas conquistas, y decenas de maceteros con plantas, archivos y expedientes yacían de cualquier modo por el suelo. La mujer debió abrirse paso en el desorden y sentarse sobre un cajón de libros. Gregory se encontró frente a una señora plácida y dulce, que se expresaba en perfecto español y lo miraba con una indescifrable expresión en sus ojos amables de ternera. Se sintió cómodo con ella, irradiaba la serenidad que a él le faltaba. La miró apenas, no revisó sus recomendaciones ni hizo demasiadas preguntas, confiaba en su instinto. Al despedirse ella se quitó los lentes y le sonrió ¿no me reconoce? le preguntó con timidez. Gregory levantó la vista y la observó más detenidamente, era Ernestina Pereda, la ardilla traviesa de los juegos eróticos en el baño de la escuela, la loba caliente de la adolescencia que lo salvó del suplicio del deseo cuando se estaba ahogando en el caldo hirviente de sus hormonas, la de los coitos precipitados y los llantos de arrepentimiento, santa Ernestina, ahora convertida en una matrona apacible. Después de muchos amantes de un día, se había casado, ya madura, con un empleado de la compañía de teléfonos, no tenía hijos y no los necesitaba, su marido era suficiente, dijo, y le mostró una fotografía del Sr. Faibich, un hombre tan común y corriente que sería imposible recordar su rostro un minuto después de haberlo visto. Gregory Reeves se quedó con la foto en la mano y la vista clavada en el suelo, sin saber qué decir. — Soy buena secretaria–murmuró ella sonrojándose. — Esta situación puede resultar incómoda para los dos, Ernestina. — No tendrá quejas de mí, señor Reeves.
— Llámeme Gregory.
— No. Es mejor que empecemos de nuevo. El pasado ya no cuenta–y procedió a contarle cómo cambió su vida luego de conocer a su marido, un hombre bonachón sólo en apariencia, porque en privado era pura dinamita, un amante insaciable y fiel que logró tranquilizar su vientre apasionado. Del pasado tormentoso apenas quedaba una imagen difusa, en parte porque no tenía interés alguno en lo ocurrido antes, le bastaba la dicha de ahora.
— Sin embargo usted no se me olvidó nunca, porque fue el único que nunca me prometió algo que no estuviera decidido a cumplir–dijo. — Mañana la espero a las ocho, Tina–sonrió Gregory estrechándole la mano.
Linda broma me hiciste, reclamó después a Carmen por teléfono y ella, que conocía los sigilosos y culpables encuentros de su amigo con Ernestina Pereda, le aseguró que no se trataba de una broma, con toda honestidad pensaba que era la secretaria ideal para él. No se equivocó, Tina Faibich y Mike Tong serían los únicos pilares firmes del frágil edificio del bufete de Gregory Reeves. También fue idea de Carmen atraer clientes latinos con publicidad en el canal en español a la hora de las telenovelas, recordaba a su madre hipnotizada frente a la pantalla, más inquieta por los destinos de esos seres de ficción que por los de su propia familia. Ninguno de los dos calculó el impacto del aviso. En cada interrupción del melodrama aparecía Gregory Reeves con su traje bien cortado y sus ojos azules, la imagen de un respetable profesional anglosajón, pero cuando abría la boca para ofrecer sus servicios lo hacía en un sonoro español de barrio, con los modismos y el inconfundible acento arrastrado de los hispanos que lo observaban al otro lado de la pantalla. Se puede confiar en él, decidían los clientes potenciales, es uno de nosotros, sólo que de otro color. Pronto lo conocían los mozos de los restaurantes, los choferes de taxi, los obreros de construcción y cuanto trabajador de piel tostada se le cruzaba por delante. King Benedict era su único caso cuando comenzó, al mes tenía tantos que pensó en buscar un socio. — Subalternos sí, socios nunca–le recomendó Mike Tong, quien pasaba todo el día en la oficina., a pesar de que estaba contratado por unas horas a la semana.
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