Isabel Allende - El plan infinito

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Isabel Allende - El plan infinito краткое содержание

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— No quiero oírlo ni en broma. Vas a vivir tu vida entera, aunque te duela. Y ahora dime quién es esa desgraciada que se da el lujo de despreciar a mi hijo.

Se trataba de una compañera de clases que a su vez estaba enamorada, como todas las demás chicas de la escuela, del capitán del equipo de fútbol, con quien Da¡ ni en sueños podía competir. Al día siguiente Carmen acompañó a su hijo para verla a la salida, y se en contró ante una rubia deslavada con cara de bebé medio oculta tras un globo de goma de mascar. Suspiró aliviada, segura de que Daí se repondría del mal de amor y encontraría rápidamente alguien más interesante, pero aunque no fuera así, de cualquier forma nada se podía hacer; resultaba imposible ahorrarle experiencias o dolores como trató de hacerlo cuando era pequeño.

Después comprendió que su sensación de alivio tenía una causa más profunda que la insignificante personalidad de Karen y la certeza de que Da¡ no sufriría por ella eternamente. Comenzaba a intuir las ventajas de que su hijo volara solo.

Por primera vez en los trece años que habían estado juntos podía pensar en sí misma como un ser separado e individual, hasta entonces Da¡ era su prolongación y ella lo era de él, siameses pegados por el corazón, como decía Inmaculada. Esa tarde su madre la encontró sentada en la cocina ante una taza de té de mango, mirando las sombras oscuras de los árboles en la última luz del día. — Te parece que me veo vieja, mamá?

— Más vieja que el año pasado, pero menos que el año próximo, con el favor de Dios–replicó Inmaculada.

— ¿Sabes que podría ser abuela? La vida pasa volando.

— A tu edad pasa rápido, hija, una cree que vivirá para siempre. A la edad mía los días se hacen sal y agua, ni cuenta me doy de cómo gasto las horas.

— ¿Crees que todavía alguien puede enamorarse de mi? — Pregunta mejor si acaso puedes enamorarte tú. La felicidad que se vive deriva del amor que se da. — No dudo de que yo puedo enamorarme.

— Me alegro, porque pronto me moriré y Da¡ se irá de tu lado, es lo normal. No debes quedarte sola. Me canso de decirte que te cases. — ¿Con quién, mamá?

— Con Gregory, ese muchacho es mejor que todos los novios que te he conocido lo cual no es mucho decir, por supuesto. ¡Hay que ver qué mal ojo tienes para los hombres! — Gregory es mi hermano, casarnos sería pecado de incesto. — Lástima. Entonces busca uno de tu edad, no entiendo por qué andas con tipos más jóvenes que tú.

— No es mala idea, vieja… — replicó Carmen con una sonrisa pícara que inquietó un poco a su madre.

Tres semanas más tarde anunció en su casa que partía a Roma a buscar marido. Por medio de un investigador privado ubicó a Leo Galupi en la vasta extensión del universo, tarea que resultó bastante fácil porque su nombre estaba en letras destacadas en la guia de te léfonos de Chicago. Al terminar la guerra regresó a su punto de partida tan pobre como se fue, había perdido el dinero ganado en sus extraños negocios, pero volvió rico en experiencia. Sus años de tráficos en Asia le refinaron el gusto, sabía mucho de arte y tenía buenos contactos, así dio forma a la empresa de sus sueños. Abrió una galería con objetos orientales y tanto fue su éxito que a la vuelta de diez años tenía una sucursal en Nueva York y otra en Roma, donde vivía buena parte del año.

El investigador informó a Carmen que Galupi permanecía soltero y le mostró una serie de fotografías tomadas con teleobjetivo donde aparecía vestido de blanco caminando por la calle, subiendo a un automóvil y sorbiendo helado en las gradas de la Plaza España, el mismo sitio donde ella se había sentado a menudo cuando iba a esa ciudad a visitar las tiendas Tamar.

Al verlo su corazón dio un salto. En esos años se le habían olvidado sus rasgos, en verdad no había pensado demasiado en él, pero esas imágenes algo desenfocadas le provocaron una oleada de nostalgia; descubrió que su recuerdo permanecía a salvo en un compartimento secreto de la memoria.

Más vale que me ponga en acción, tengo mucho que hacer, decidió.

Fueron días nerviosos preparando un viaje muy diferente a los otros, en cierto sentido se trataba de una misión de vida o muerte, como le dijo a su madre cuando ésta la sorprendió con el contenido de sus armarios en el suelo, probándose vestidos en un huracán de impaciente coquetería. Una vez acomodados los asuntos de la fábrica y la casa, se hizo un examen médico, se tiñó las canas y compró ropa interior de seda. Se observó con despiadada atención en el espejo grande del baño, contó las arrugas y alcanzó a arrepentirse de no haber hecho jamás ejercicio y de los atracones de leche condensada con que burló la dieta a lo largo de los años. Se pellizcó brazos y piernas y comprobó que ya no eran firmes, trató de hundir la barriga, pero allí había un pliegue rebelde, examinó sus manos arruinadas por el trabajo con los metales y los senos que le habían pesado siempre como una carga ajena.

No tenía el mismo cuerpo de la época en que Leo Galupi la conoció, pero decidió que «el inventario» de sus encantos no estaba mal, al menos no hay huellas de várices ni estrías de embarazo, se dijo, sin recordar que no era la madre de Daí y nunca había parido. Con los detalles bajo control fue a almorzar con Gregory Reeves, con quien no quiso hablar antes de sus planes porque temió que la creyera demente. Tímidamente al comienzo y entusiasmada después le contó lo averiguado sobre Leo Galupi y le mostró las fotografías. Se llevó una sorpresa: su amigo tomó con gran naturalidad el súbito impulso de emprender peregrinaje a Europa para proponer matrimonio a un hombre a quien no había visto por más de una década y con quien nunca había hablado de amor. Le pareció tan congruente con el carácter de Carmen que preguntó por qué no lo había hecho antes.

— Estaba muy ocupada cuidando a Daí, pero mi hijo ya está grande y me necesita menos. — Puedes llevarte un chasco.

— Lo estudiaré con cuidado antes de firmar nada. Eso no me preocupa… pero tal vez yo no le guste, Greg, estoy harto más vieja. — Mira las fotografías, mujer. Los años también han pasado para él — dijo Reeves, poniéndoselas por delante, y ella entonces se fijó por primera vez que Leo Galupi tenía menos pelo y más peso. Se echó a reír contenta y decidió que en vez de escribirle o llamarlo para anunciar su visita, como había pensado, iría simplemente a verlo para desbaratar las engañifas de la imaginación y saber de inmediato si su extravagante proyecto tenía algún asidero.

Carmen Morales se presentó tres días más tarde en la galería de arte en Roma, donde llegó directo del aeropuerto, mientras sus maletas aguardaban en un taxi. Iba rezando para encontrarlo y por una vez sus oraciones dieron el resultado esperado. Cuando entró al local, Leo Galupi, vestido con pantalones y camisa de lino arrugado y sin calcetines, discutía los detalles del próximo catálogo con un joven de ropa tan desplanchada como la suya. Entre tapices de la India, marfiles chinos, maderas talladas de Nepal, porcelanas y bronces del Japón, y un sin fin de objetos exóticos, Carmen parecía parte de la exhibición, con su torbellino de ropas gitanas y el tenue destello de sus joyas de plata envejecida.

Al verla, a él se le cayó el catálogo de las manos y se quedó contemplándola como a una aparición muchas veces soñada. Ella pensó que, tal como temía, ese novio improbable no la había reconocido. — Soy Tamar… ¿te acuerdas de mí? — y avanzó vacilante. — ¡Cómo no me voy a acordar! — y tomó su mano y la sacudió por varios segundos, hasta que se dio cuenta del absurdo de ese recibimiento y la estrechó en sus brazos.

— Vine a preguntarte si te quieres casar conmigo–le zampó Carmen tartamudeando medio ahogada, porque no era así como lo había planeado, y mientras lo decía se estaba maldiciendo por echarlo todo a perder en la primera frase.

— No sé–fue lo único que se le ocurrió responder a Galupi cuando pudo sacar la voz, y quedaron mirándose maravillados, mientras el joven del catálogo desaparecía sin hacer ruido.

— ¿Estás enamorado de alguien? — balbuceó ella, sintiéndose cada vez más idiota, pero incapaz de recordar la estrategia programada hasta en los menores detalles.

— En este momento me parece que no.

— ¿Eres homosexual?

— No.

— ¿Quieres tomar un café? Estoy un poco cansada, el viaje es largo…

Leo Galupi la condujo a la calle, donde el sol radiante del verano, el bullicio de la gente y el tráfico devolvió a los dos el sentido del presente. Dentro de la galería retrocedían al tiempo de Saigón, estaban de vuelta en la habitación de emperatriz china que él había preparado para ella y donde tantas veces la espiara de noche por las ranuras del biombo para verla dormida. Cuando entonces se despidieron, Galupi sintió la mordedura de la soledad por primera vez en su existencia de trotamundo, pero no quiso admitirla y se la curó con terca indiferencia, sumergiéndose en la prisa de sus negocios y de sus viajes. Con el tiempo desapareció la tentación de escribirle y después se acostumbró al sentimiento dulce y triste que ella le provocaba. Su recuerdo le servía de protección contra el acicate de otros amores, una especie de seguro contra los enredos románticos. Muy joven había decidido no atarse a nada ni a nadie, no era hombre de familia ni de largos compromisos, se consideraba un solitario, incapaz de soportar el tedio de las rutinas o las exigencias de la vida en pareja. En varias ocasiones escapó de una relación demasiado intensa explicando a la novia despechada que no podía amarla porque en su destino sólo cabía amor por una mujer llamada Tamar. Esa coartada, muchas veces repetida, acabó por convertirse en una especie de certeza trágica para él. No examinó en profundidad sus sentimientos porque le gustaba su libertad y Tamar era sólo un fantasma útil al cual recurría si necesitaba deshacerse de un compromiso incómodo. Y entonces, justamente cuando ya se sentía a salvo de sobresaltos del corazón, aparecía ella a cobrar las mentiras que por años había dicho a otras mujeres. Le costaba creer que hubiera entrado a su tienda media hora antes a pedirle de sopetón que se casaran. Ahora la tenía a su lado y no se atrevía a mirarla, mientras sentía los ojos de ella examinándolo sin disimulo.

— Discúlpame, Leo, no pretendo acorralarte, no es así como lo había planeado.

— ¿Cómo lo habías planeado?

— Pensaba seducirte, me compré una camisa de dormir de encaje negro.

— No será necesario que te tomes tanto trabajo–rió Galupi-. Te llevaré a mi casa para que te des un baño y duermas un rato, debes estar molida. Después hablaremos.

— Perfecto, eso te da tiempo para pensar–suspiró Carmen sin intención de ironía.

Galupi vivía en una antigua villa dividida en varios apartamentos. El suyo tenía sólo una ventana a la calle, el resto miraba a un pequeño jardín vetusto donde canturreaba el agua de una fuente y crecían enredaderas en torno a estatuas mutiladas y cubiertas por la pátina verde del tiempo. Mucho más tarde, sentados en la terraza saboreando un vaso de vino blanco, mientras admiraban el jardín iluminado por una luna resplandeciente y aspiraban el perfume discreto de jazmines silvestres, se desnudaron el alma. Los dos habían tenido incontables amoríos y tropiezos, habían dado muchas vueltas y practicado casi todos los juegos de engaño que pierden a los enamorados. Fue refrescante hablar de sí mismos y de sus sentimientos sin segundas intenciones ni tácticas, con una honestidad brutal. Se contaron las vidas a grandes rasgos, se dijeron qué deseaban para el futuro y comprobaron que la antigua alquimia que los había atraído antes estaba todavía allí y bastaba un poco de buena voluntad para reanimarla.

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