Isabel Allende - El plan infinito

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— Hasta hace un par de semanas no se me había ocurrido casarme, Leo.

— ¿Y por qué pensaste en mí?

— Porque no he podido olvidarte, me gustas y creo que hace un montón de años yo te gustaba un poco también. De todos los hombres que he conocido hay sólo dos a quienes quisiera tener a mi lado cuando estoy triste. — ¿Quién es el otro?

— Gregory Reeves, pero no está listo para el amor y no tengo tiempo para esperarlo.

— ¿De qué clase de amor hablas?

— Amor total, nada de medias tintas. Busco un compañero que me quiera mucho, me sea fiel, no mienta, respete mi trabajo y me haga reír. Es mucho pedir, ya lo sé, pero yo ofrezco más o menos lo mismo y además estoy dispuesta a vivir donde tú quieras, siempre que aceptes a mi hijo y a mi madre y pueda viajar a menudo. Soy sana, me mantengo sola y jamás me deprimo. — Esto parece un contrato. — Lo es. ¿Tienes hijos?

— No que yo sepa, pero tengo una madre italiana. Eso será un problema, jamás aprueba a las mujeres que le presento. — No sé cocinar y soy bastante simple en la cama, pero en mi casa dicen que es agradable vivir conmigo, principalmente porque me ven poco, paso muchas horas encerrada en mi taller. No molesto demasiado…

— En cambio yo no soy nada fácil. — ¿Podrás hacer un esfuerzo al menos?

Se besaron por primera vez, al principio tentativamente, luego con curiosidad y pronto con la pasión acumulada en muchos años de distraer con encuentros banales la necesidad de un amor. Leo Galupi condujo a esa novia imponderable a su dormitorio, una habitación alta, adornada con ninfas pintadas en el yeso del techo, una cama grande y cojines de tapicería antigua. A ella le daba vueltas la cabeza, un poco aturdida, y no supo si estaba mareada por el largo viaje o por las copas de vino, pero no intentó averiguarlo, se abandonó a esa languidez, sin ánimo para impresionar a Leo Galupi con su camisa de encaje negro ni con destrezas aprendidas con amantes anteriores. La atrajo su olor a hombre sano, un olor limpio, sin rastro de fragancias artificiales, un poco seco, como el del pan o la madera, y hundió la nariz en el ángulo de su cuello y su hombro, aspirándolo como un perro perdiguero tras un rastro. Los aromas persistían en su memoria más que cualquier otro recuerdo y en ese momento le volvió la imagen de una noche en Saigón, cuando estaban tan cerca que registró la huella de su olor sin saber que permanecería con ella todos esos años.

Comenzó a desabrocharle la camisa, pero se le trancaban los botones en los ojales demasiado estrechos y le pidió, impaciente, que se la quitara. Una música de cuerdas le llegaba de muy lejos, trayendo la milenaria sensualidad de la India a esa habitación romana, bañada por la luna y la vaga fragancia de los jazmines del jardín. Por años había hecho el amor con muchachos vigorosos y ahora tanteaba una espalda algo encorvada y pasaba los dedos por una frente amplia y cabellos finos. Sintió una ternura complaciente por ese hombre ya maduro y por un momento intentó imaginar cuántos caminos y mujeres habría recorrido, pero de inmediato sucumbió al gusto de abrazarlo sin pensar en nada. Sintió sus manos despojándola de la blusa, la amplia falda, las sandalias, y deteniéndose vacilantes en sus pulseras. Nunca se despojaba de ellas, eran su última coraza, pero consideró que había llegado el momento de desnudarse por completo y se sentó en la cama para quitárselas una a una.

Cayeron sobre la alfombra sin ruido. Leo Galupi la recorrió con besos exploratorios y manos sabias, lamió los pezones todavía firmes, el caracol de sus orejas y el interior de los muslos donde la piel palpitaba al contacto, mientras a ella el aire se le iba tornando más denso y jadeaba en el esfuerzo por respirar; una caliente urgencia se apoderaba de su vientre y ondulaba sus caderas y se le escapaba en gemidos, hasta que no pudo esperar más, lo volteó y se le subió encima como una entusiasta amazona para clavarse en él, inmovilizándolo entre sus piernas en el desorden de los almohadones. La impaciencia o la fatiga la hacían torpe, culebreaba buscándolo pero resbalaba en la humedad del placer y del sudor del verano y por último le dio risa y se desplomó aplastándolo con el regalo de sus pechos, envolviéndolo en el trastorno de su pelo revuelto y dándole instrucciones en español que él no comprendía. Quedaron así abrazados, riéndose, besándose y murmurando tonterías en un rumor de idiomas mezclados, hasta que el deseo pudo más y en una de esas vueltas de cachorros Leo Galupi se abrió paso sin prisa, firmemente, deteniéndose en cada estación del camino para esperarla y conducirla hacia los últimos jardines, donde la dejó explorar a solas hasta que ella sintió que se iba por un abismo de sombras y una explosión feliz le sacudía todo el cuerpo. Después fue el turno de él, mientras ella lo acariciaba agradecida de ese orgasmo absoluto y sin esfuerzo.

Finalmente se durmieron ovillados en un enredo de piernas y brazos. En los días siguientes descubrieron que se divertían juntos, ambos dormían para el mismo lado, ninguno fumaba, les gustaban los mismos libros, películas y comidas, votaban por el mismo partido, se aburrían con los deportes y viajaban regularmente a lugares exóticos.

— No sé si sirvo para marido, Tamar–se disculpó Leo Galupi una tarde en una trattoria de la Vía Veneto-. Necesito moverme con libertad, soy un vagabundo.

— Eso es lo que me gusta de ti, yo también lo soy. Pero estamos en una edad en la cual no nos vendría mal algo de tranquilidad. — La idea me espanta.

— El amor se toma su tiempo… No tienes que contestarme de inmediato, podemos esperar hasta mañana–se rió ella.

— No es nada personal, si alguna vez decido casarme, sólo lo haré contigo, te prometo. — Eso ya es algo.

— ¿Por qué no somos amantes mejor?

— No es lo mismo. Ya no tengo edad para experimentos. Quiero un compromiso a largo plazo, dormir por las noches abrazada a un compañero permanente. ¿Crees que habría cruzado medio mundo para proponerte que fuéramos amantes? Será agradable envejecer de la mano, ya verás–replicó Carmen, rotunda. — ¡Qué horror! — exclamó Galupi, francamente pálido.

La oportunidad de sentarme una vez por semana en la quietud del consultorio de Ming O'Brien para hablar de mí y meditar sobre mis acciones era una experiencia que desconocía. Al comienzo me costo un poco relajarme, pero ella se ganó mi confianza y poco a poco fue abriendo los compartimentos sellados de mi pasado. Por primera vez hablé de aquel día en el cuarto de las escobas, cuando Martínez me violó, y a partir de esa confesión pude explorar los ámbitos más secretos de mi vida. El segundo año fue el peor, de cada sesión salía congestionado de llanto, Ming no mintió cuando me dijo que es un proceso doloroso, varias veces estuve a punto de darme por vencido. Por suerte no lo hice. Al pasar revista a mi destino durante esos cinco años, comprendí el guión de mi vida y di los pasos necesarios para cambiarlo, con el tiempo aprendí a vigilar mis impulsos y a detenerme en seco cuando estaba a punto de repetir los viejos errores. Mi vida familiar seguía siendo una pesadilla y no había mucho que pudiera hacer por mejorarla, Margaret estaba fuera de mi alcance, pero me concentré en darle cierta estructura a David. Hasta entonces había usado el sistema de la máquina tragaperras, como lo llamó Ming; mi hijo siempre se salía con la suya, sólo era cuestión de darle y darle a la palanca de la máquina, seguro de que en algún momento recibiría el premio. Me pedía algo, yo me negaba y él comenzaba a majadear sin descanso hasta romperme los nervios, me ganaba por cansancio y yo cedía.

Ponerle límites no fue fácil porque yo mismo no los tuve de chico, me crié suelto en la calle y pensé que la gente se forma sola, que la experiencia enseña. Pero en mí caso recibí disciplina y valores cuando mí padre estaba vivo, dicen que los primeros cinco o seis años son muy importantes en la formación, además debí arreglármelas solo, siempre tuve que trabajar. Mis hijos, en cambio, crecieron como salvajes, sin cuidados y sin verdadero amor, pero nunca les faltó nada en el orden material. Traté de compensar con dinero la dedicación que no supe darles. Mala idea.

Una de las decisiones más importantes fue aligerar algunas de las cargas que llevaba a cuestas y reorganizar mi oficina. Era imposible modificar la naturaleza de mis empleados, pero podía reemplazarlos, no era mi papel curarlos de sus vicios, pagar por sus faltas o resolver sus problemas. ¿Por qué me rodeaba invariablemente de alcohólicos? ¿Por qué se me pegaba la gente neurótica o débil? Tuve que revisar ese aspecto de mi personalidad y mantenerme a la defensiva; la oficina costaba más de lo que producía, yo solo ganaba la mayor parte de los ingresos, sin embargo siempre andaba con la billetera vacía y me habían cancelado casi todas las tarjetas de crédito. Mi buen amigo Mike Tong llevaba años de sofoco tratando de cuadrar los números y Tina me advirtió hasta la saciedad que los otros abogados no sólo descuidaban a los clientes, sino que a veces resolvían casos privadamente, sin dejar registro en mi contabilidad, también me cargaban sus gastos personales, teléfonos, cuentas de restaurantes, viajes y hasta regalos para sus amantes. No le hice caso, andaba demasiado ocupado chapaleando en mi propio caos. Pensaba que nada podía hundirme, que siempre encontraría la forma de resolver los problemas, había vencido otros obstáculos y no sería derrotado por cuentas impagas y mezquinas raterías, pero finalmente la carga se hizo insoportable. Durante un buen tiempo me debatí en dudas y culpas, hasta que Mike Tong con la precisión de su ábaco y Ming O'Brien con su perseverancia, me ayudaron a despedir uno a uno a los zánganos y cerrar las sucursales en otras ciudades. Conservé a Tina, Mike y una abogada joven, inteligente y leal, también alquilé parte del piso a un par de profesionales para aliviar el presupuesto y así reduje los gastos al mínimo. Comprobé entonces que el trabajo en pequeña escala me resultaba más rentable y más divertido; tenía todos los hilos en la mano y podía dedicarme a los desafíos de mi profesión en vez de dilapidar energía arreglando una seguidilla abrumadora de entuertos insignificantes. Además tenía mayor contacto con mis clientes, lo que más me gusta de mi trabajo.

En esa época yo también me transformé; tal como hice con la oficina, me desprendí de muchas cosas superfluas y de aspectos que me molestaban, renuncié a los arrogantes cigarros españoles, en realidad dejé completamente de fumar, y no volví a probar una gota de alcohol, única forma de terminar con mis alergias. La libreta con la lista de amantes se me perdió en algún cajón y no he vuelto a dar con ella. A falta de fondos no me quedó más remedio que reducir mi tren de vida y las parrandas pasaron a la historia porque estaba muy ocupado con David y mi trabajo. además Timothy Duane ya no me inducía al pecado.

Eso no significa que empecé a vivir como un anacoreta, ni mucho menos, supongo que siempre seré fiel a mi naturaleza de buen vividor.

— Muy bien, si no vuelve a casarse, en tres años habremos pagado las deudas–me anunció feliz Mike Tong, la primera vez que los ingresos superaron los gastos.

Ese año vendí una casa que tenía en la playa y terminé de arreglar cuentas con Shanon, quien apenas recibió el último cheque partió sin planes fijos, dispuesta a empezar una nueva vida lo más lejos posible. La visualicé alejándose hasta esfumarse en una autopista, tal como había llegado, sólo que ahora no iba a pie sino en un automóvil de lujo. Meses más tarde vi su fotografía en una revista anunciando cosméticos con una sonrisa de manzana; tuve que mirarla dos veces para reconocerla, se veía mucho mejor de lo que yo recordaba. La recorté y se la traje a David, que la pegó en la pared de su pieza. Tenía una imagen algo difusa de su madre, una criatura hermosa y alegre que aparecía de vez en cuando a cubrirlo de besos y llevarlo al cine, una voz melodiosa en el teléfono y ahora un rostro seductor en avisos de publicidad. Había fabricado con mi ayuda un cofre de madera para regalarle en su cumpleaños, le dedicaba los dibujos de la escuela y se los mandaba por correo, Shanon era el hada etérea de las fábulas, una princesa en bluyines que pasaba de vez en cuando como una brisa feliz y luego partía. Para efectos prácticos, sin embargo, no contaba mucho, su madre era Daisy, que lo peinaba con agua bendita para exorcizarle los demonios y estaba a su lado cuando abría los ojos por la mañana y cuando los cerraba por la noche.

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