Array Array - Paula

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cualquier pretexto era bueno para cantar, las radios atronaban en el vecindario, en los automóviles, en todas partes. Tambores, cuatros, guitarras, canto y baile, el país estaba enfiestado en la parranda del petróleo. Inmigrantes de los cuatro puntos cardinales llegaban a esa tierra buscando fortuna, más que nada colombianos, que cruzaban la frontera por millones para ganarse la vida en empleos que nadie más deseaba.

Los extranjeros eran aceptados de mal talante al principio, pero pronto la generosidad natural de ese pueblo les abría las puertas.

Los más odiados eran los del Cono Sur, como llamaban a argentinos, uruguayos y chilenos, porque en su mayoría se trataba de refugiados políticos, intelectuales, técnicos y profesionales que competían con los mandos medios venezolanos. Aprendí pronto que al emigrar se pierden las muletas que han servido de sostén hasta entonces, hay que comenzar desde cero, porque el pasado se borra de un plumazo y a nadie le importa de dónde uno viene o qué ha hecho antes. Conocí verdaderas eminencias en sus países que no lograron revalidar sus títulos profesionales y terminaron vendiendo seguros de puerta en puerta; también patanes que inventaban diplomas y jerarquías y de alguna manera conseguían colocarse en puestos altos, todo dependía de la audacia y las buenas conexiones. Todo se podía conseguir con un amigo o pagando la tarifa de la corrupción. Un profesional extranjero sólo podía obtener un contrato a través de un socio venezolano, que prestara su nombre y lo apadrinara, si no, no tenía la menor oportunidad.

El precio era cincuenta por ciento; uno hacía el trabajo y el otro ponía su firma y cobraba su porcentaje al principio, apenas se recibían los primeros pagos. A la semana de llegar surgió un empleo para Michael en el oriente del país, en una zona caliente que comenzaba a desarrollarse gracias al tesoro inacabable del suelo. Venezuela entera descansa en un mar de oro negro, donde clavan un pico sale un grueso chorro de petróleo, la riqueza natural es paradisíaca, hay regiones donde trozos de oro y brillantes en bruto yacen sobre la tierra como semillas. Todo crece en ese clima, a lo largo de las autopistas se ven los bananos y las piñas salvajes, basta tirar una pepa de mango al suelo para que surja un árbol a los pocos días; a la antena de acero de nuestra televisión le brotó una planta con flores.

La naturaleza se mantiene aún en la edad de la inocencia: playas tibias de arenas blancas y palmeras chasconas, montañas de cumbres nevadas donde aún andan perdidos los fantasmas de los Conquistadores, extensas sabanas lunares interceptadas de pronto por prodigiosos tepuys, altísimos cilindros de roca viva que parecen colocados allí por gigantes de otros planetas, selvas impenetrables habitadas por antiguas tribus que aún desconocen el uso de los metales. Todo se da a manos llenas en esa región encantada. A Michael le tocó parte del gigantesco proyecto de una de las represas más grandes del mundo en un verde y enmarañado territorio de culebras, sudor y crímenes. Los hombres se instalaban en campamentos provisorios, dejando a sus familias en las ciudades cercanas, pero mis posibilidades de encontrar trabajo por esos lados y de educar a los niños en buenos colegios eran nulas, de modo que nos quedamos en la capital y Michael venía a visitarnos cada seis o siete semanas. Vivíamos en un apartamento en el barrio más ruidoso y denso de la ciudad; para los niños, acostumbrados a caminar al colegio, pasear en bicicleta, jugar en su jardín y visitar a la Granny, eso era el infierno, no podían salir solos por el tráfico y la violencia de la calle, se aburrían encerrados entre cuatro paredes mirando televisión y me rogaban a diario que por favor volviéramos a Chile. No los ayudé a sobrellevar la angustia de esos primeros años, al contrario, mi mal humor enrarecía el aire

que respirábamos. No pude emplearme en ninguno de los trabajos que sabía hacer, de nada sirvió la experiencia ya ganada, las puertas estaban cerradas. Mandé centenares de solicitudes, me presenté a innumerables avisos del periódico y llené una montaña de formularios, sin que nadie contestara, todo quedaba colgado en el aire esperando una respuesta que nunca llegaba. No capté que allí la palabra «no» es de mala educación. Cuando me indicaban que volviera mañana, renacían mis esperanzas, sin comprender que la postergación era una manera amable de rechazo. De la pequeña celebridad que gocé en Chile con la televisión y mis reportajes feministas, pasé al anonimato y la humillación cotidiana de quienes buscan empleo.

Gracias a un amigo chileno pude publicar una columna semanal de humor en un periódico y la mantuve durante muchos años para tener un espacio en la prensa, pero lo hacía por amor al arte, el pago equivalía a la carrera en taxi para ir a dejar el artículo. Hice algunas traducciones, guiones de televisión y hasta una obra de teatro; algunos de esos trabajos me los pagaron a precio de oro y nunca vieron la luz, otros se usaron y no me los pagaron jamás.

Dos pisos más arriba el tío Ramón se vestía cada mañana con sus trajes de Embajador y salía también a solicitar trabajo, pero a diferencia de mí, él no se quejaba jamás. Su caída era más lamentable que la mía, porque venía de más arriba, había perdido mucho, era veinticinco años mayor y la dignidad le debe haber pesado el doble, sin embargo nunca lo vi deprimido. Los fines de semana organizaba paseos a la playa con los niños, verdaderos safaris que él enfrentaba decidido al volante del coche, sudando, con música caribeña en la radio, el chiste en los labios, rascándose las picadas de mosquitos y recordándonos que éramos inmensamente ricos, hasta que por fin podíamos remojarnos en ese tibio mar color turquesa, codo a codo con centenares de otros seres que habían tenido la misma idea. A veces algún miércoles bendito me escapaba a la costa y entonces podía gozar de la playa limpia y vacía, pero esas excursiones solitarias estaban llenas de riesgos. En esos tiempos de soledad y de impotencia necesitaba más que nunca el contacto con la naturaleza, la paz de un bosque, el silencio de una montaña o el arrullo del mar, pero las mujeres no debían ir solas ni al cine, mucho menos a un descampado, donde cualquier desgracia podía suceder. Me sentía prisionera en el apartamento y en mi propia piel, tal como se sentían mis hijos, pero al menos estábamos a salvo de la violencia de la dictadura, acogidos por los vastos espacios de Venezuela. Había encontrado un lugar seguro donde poner la tierra de mi jardín y plantar un nomeolvides, pero aún no lo sabía.

Aguardaba las raras visitas de Michael con impaciencia, pero cuando finalmente lo tenía al alcance de la mano sentía una inexplicable desilusión. Venía cansado por el trabajo y la vida de campamento, no era el hombre que yo había inventado en las noches sofocantes de Caracas. En los meses y años siguientes se nos terminaron las palabras, apenas lográbamos mantener conversaciones neutras, salpicadas de lugares comunes y frases de cortesía.

Sentía el impulso de cogerlo por la camisa y sacudirlo a gritos, pero me detenía el riguroso sentido de justicia aprendido en colegios ingleses y terminaba dándole la bienvenida con una ternura que surgía espontánea al verlo llegar, pero desaparecía a los pocos minutos. Ese hombre había pasado semanas metido en la selva para ganar el pan de la familia, había dejado Chile, sus amigos y la seguridad de su trabajo por seguirme a una aventura incierta, yo no tenía derecho a molestarlo con las impaciencias de mi corazón. Sería mucho más sano que ustedes se agarraran de las mechas como nosotros, me

aconsejaban mi madre y el tío Ramón, únicos confidentes de esa época, pero era imposible enfrentarse con aquel marido que no oponía resistencia; toda agresividad se hundía hasta desaparecer convertida en fastidio en la algodonosa textura de nuestra relación. Traté de convencerme que a pesar de las circunstancias difíciles nada de fondo había cambiado entre nosotros. No lo logré, pero en el intento engañé a Michael. Si hubiera hablado claro tal vez habríamos evitado el descalabro final, pero no tuve valor para hacerlo. Ardía de deseos e inquietudes insatisfechas, ésa fue una época de varios amoríos para distraer la soledad. Nadie me conocía, a nadie tenía que dar explicaciones. Buscaba alivio donde menos podía encontrarlo, porque en realidad no sirvo para la clandestinidad, soy muy torpe en las enmarañadas estrategias de la mentira, dejaba huellas por todas partes, pero la decencia de Michael le impedía imaginar la falsedad ajena. Me debatía en secretos y hervía de culpa, dividida entre el disgusto y la rabia contra mí misma y el rencor contra ese marido remoto que flotaba imperturbable en la niebla de la ignorancia, siempre amable y discreto, con su inalterable ecuanimidad, sin pedir nada y haciéndose servir con un aire distante y vagamente agradecido. Necesitaba un pretexto para romper de una vez por todas con ese matrimonio, pero él jamás me lo dio, por el contrario, en esos años aumentó su fama de santo a los ojos de los demás. Supongo que estaba tan absorto en su trabajo y tenía tanta necesidad de un hogar, que prefería no indagar sobre mis sentimientos o mis actividades; un abismo crecía bajo nuestros pies, pero no quiso ver las evidencias y siguió aferrado a sus ilusiones hasta el último momento, cuando todo se vino abajo con estrépito. Si algo sospechaba, tal vez lo atribuyó a una crisis existencial y decidió que se me pasaría sola, como fiebre de un día. No comprendí hasta muchos años más tarde que esa ceguera ante la realidad era el rasgo más fuerte de su carácter, siempre asumí la culpa completa del fracaso del amor: yo no era capaz de quererlo como aparentemente él me quería a mí. No me preguntaba si ese hombre merecía más dedicación, sólo me preguntaba por qué yo no podía dársela. Nuestros caminos divergían, yo estaba cambiando y me alejaba sin poder evitarlo.

Mientras él trabajaba en el verdor exuberante y la caliente humedad de un territorio salvaje, yo me estrellaba como rata enloquecida contra las paredes de cemento del apartamento en Caracas, siempre mirando hacia el sur y contando los días para el regreso. Nunca imaginé que la dictadura duraría diecisiete años.

El hombre del cual me enamoré en 1978 era músico, un refugiado político más entre los miles provenientes del sur que llegaron a Caracas en la década del setenta. Había escapado de los escuadrones de la muerte, dejando atrás en Buenos Aires una mujer y dos hijos, mientras él buscaba donde instalarse y trabajar, con una flauta y una guitarra como únicas cartas de presentación.

Supongo que ese amor que compartimos le cayó encima por casualidad, cuando menos lo deseaba y menos le convenía, tal como me sucedió a mí. Un productor de teatro chileno que aterrizó en Caracas buscando fortuna, como tantos atraídos por la bonanza petrolera, se puso en contacto conmigo y me pidió que escribiera una comedia con un tema local. Era una oportunidad que no podía dejar escapar, estaba sin trabajo y bastante desesperada porque mis escasos ahorros se habían esfumado. Se necesitaba un compositor con experiencia en ese tipo de espectáculo para crear las canciones y no sé por qué el empresario prefirió a uno del sur, en vez de contratar a cualquiera de los excelentes músicos venezolanos. Así conocí junto a un empolvado piano de cola a quien sería mi amante. Poco recuerdo de ese primer día, no me sentí cómoda con aquel argentino arrogante y de mal carácter, pero me impresionó su talento, podía interpretar

sin el menor esfuerzo mis vagas ideas en frases musicales precisas y tocar cualquier instrumento de oído. Para mí, que no soy capaz de cantar «Cumpleaños Feliz», el hombre resultaba un genio. Era delgado y tenso como un torero, con una barba de mago bien recortada, irónico y agresivo. Se encontraba tan solo y perdido en Caracas como yo, supongo que esas circunstancias nos unieron.

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