Array Array - Paula
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Pocos días después fuimos a un parque a revisar sus canciones lejos de oídos indiscretos, él llevó su guitarra y yo un cuaderno y una canasta de picnic. Ésa y otras extensas sesiones musicales resultaron inútiles, porque el productor se hizo humo de la noche a la mañana, dejando el teatro contratado y nueve personas comprometidas a quienes nunca les pagó. Algunos gastamos tiempo y esfuerzo, otros invirtieron dinero que desapareció sin dejar huella, al menos a mí me quedó una aventura memorable. En esa primera merienda al aire libre nos contamos el pasado, le hablé del Golpe Militar, él me puso al día sobre los horrores de la Guerra Sucia y las razones que tuvo para salir de su tierra, y al final me sorprendí defendiendo a Venezuela de sus ataques, que eran los mismos que hacía yo el día anterior. Si no te gusta este país, por qué no te vas, yo estoy agradecida de vivir con mi familia en esta democracia, al menos aquí no asesinan a la gente como en Chile o Argentina, le dije con una pasión desproporcionada. Se echó a reír, tomó la guitarra y empezó a tararear un tango burlón; me sentí como una provinciana, lo cual me pasaría muchas veces en nuestra relación. Era uno de esos intelectuales noctámbulos de Buenos Aires, parroquiano de antiguos mesones y cafeterías, amigo de teatreros, músicos y escritores, lector voraz, hombre peleador y de respuestas rápidas, había visto mundo y conocido gente famosa, un contrincante feroz que me sedujo con sus historias y su inteligencia, en cambio dudo que yo lo impresionara demasiado, a sus ojos era una inmigrante chilena de treinta y cinco años, vestida de hippie y con costumbres burguesas. La única vez que pude deslumbrarlo fue cuando le conté que el Che Guevara había cenado en la casa de mis padres en Ginebra, a partir de ese momento puso verdadero interés en mí. A lo largo de mi vida he descubierto que esa cena con el heroico guerrillero de la revolución cubana es un afrodisiaco irresistible para la mayoría de los hombres. A la semana comenzaron las lluvias del verano y los bucólicos encuentros en el parque se cambiaron por sesiones de trabajo en mi casa, donde había muy poca privacidad. Un día me invitó al apartamento donde vivía, uno de esos cuartos pobretones y ruidosos que se alquilan por semana.
Tomamos café, me mostró las fotografías de su familia, luego una canción llevó a otra y a otra más, hasta que terminamos tocando la flauta en cama. No es una de esas groseras metáforas que horrorizan a mi madre, realmente me ofreció un concierto con ese instrumento. Me enamoré como una adolescente. Al mes la situación era insostenible, me anunció que iba a divorciarse de su mujer, me presionó para que dejara todo y me fuera con él a España, donde ya estaban instalados con éxito otros artistas argentinos y podía encontrar amigos y trabajo. La rapidez con que tomó esas decisiones me pareció una prueba irrefutable de su amor por mí, pero después descubrí que era un Géminis algo inestable y que con la misma prontitud con que se disponía a huir conmigo a otro continente, podía cambiar de opinión y volver al punto de partida.
Si yo hubiera tenido algo más de astucia, o si al menos hubiera estudiado astrología cuando improvisaba el horóscopo de la revista en Chile, habría observado su carácter y actuado con más prudencia, pero tal como se dieron las cosas, caí de cabeza en un melodrama trivial que por poco me cuesta los hijos y hasta la vida. Andaba tan nerviosa que chocaba el automóvil a cada rato, en una ocasión me salté una luz roja, me estrellé
contra tres vehículos en marcha y el golpetazo me aturdió por varios minutos; desperté bastante maltrecha y rodeada de ataúdes; manos misericordiosas me habían transportado al local más cercano, que resultó ser una funeraria. En Caracas existía un código no escrito que reemplazaba las leyes del tránsito: al llegar a una esquina los conductores se miraban y en una fracción de segundo quedaba establecido quién pasaba primero. El sistema era justo y funcionaba mejor que los semáforos–no sé si ha cambiado, supongo que aún es así–pero había que estar atenta y saber interpretar la expresión de los demás. En el estado emocional en que me encontraba entonces, ésas y otras señales para circular por el mundo se me confundían. Entretanto el ambiente en mi casa parecía electrificado, los niños presentían que el piso se movía bajo sus pies y por primera vez empezaron a dar problemas. Paula, que siempre había sido una niña demasiado madura para su edad, sufrió las únicas pataletas de su vida, daba portazos y se encerraba a llorar por horas. Nicolás se portaba como un bandido en el colegio, sus notas eran un desastre y vivía lleno de vendajes, se caía, se cortaba, se partía la cabeza y se quebraba huesos con sospechosa frecuencia. En esa época descubrió el placer de disparar huevos con una honda a los apartamentos cercanos y a la gente que pasaba por la calle. Me negué a aceptar las acusaciones de los vecinos, a pesar de que consumíamos noventa huevos semanales y la pared del edificio del frente estaba cubierta por una gigantesca tortilla cocinada por el sol del trópico, hasta el día en que uno de los proyectiles aterrizó sobre la cabeza de un Senador de la República que pasaba bajo nuestras ventanas. Si el tío Ramón no interviene con su talento diplomático, tal vez nos habrían revocado las visas y expulsado del país. Mis padres, que sospechaban la causa de mis salidas nocturnas y mis ausencias prolongadas, me interrogaron hasta que acabé confesando mis amores ilegales. Mi madre me llevó aparte para recordarme que tenía dos hijos por quienes velar, hacerme ver los riesgos que corría y decirme que, a pesar de todo, contara con su ayuda en caso de necesidad. El tío Ramón también me llevó aparte para aconsejarme que fuera más discreta–no hay necesidad de casarse con los amantes–y cualquiera que fuese mi decisión, él estaría a mi lado.
Te vienes conmigo a España ahora o no nos vemos más, me amenazó el de la flauta entre dos apasionados acordes musicales, y como no pude decidirme empacó sus instrumentos y se fue. A las veinticuatro horas comenzaron sus telefonazos urgentes desde Madrid que me mantenían en ascuas durante el día y en vela buena parte de la noche. Entre los problemas de los niños, las reparaciones del automóvil y las perentorias exigencias amorosas perdí la cuenta de los días y cuando Michael llegó de visita me llevé una sorpresa.
Esa noche traté de hablar con mi marido para explicarle lo que estaba sucediendo, pero antes que alcanzara a mencionarlo me anunció un viaje a Europa por un asunto de negocios y me invitó a acompañarlo, mis padres cuidarían a los nietos por una semana. Hay que preservar la familia, los amantes pasan y se van sin dejar cicatrices, ándate con Michael a Europa, les hará mucho bien estar solos, me aconsejó mi madre. Jamás se debe admitir una infidelidad, aunque te sorprendan en la misma cama con otro, por que nunca te lo perdonarán, me advirtió el tío Ramón. Nos fuimos a París y mientras Michael hacía su trabajo, yo me sentaba en los cafetines de les Champs Élysées a pensar en la telenovela en que estaba sumida, torturada entre los recuerdos de aquellas calientes tardes de lluvias tropicales oyendo la flauta y los naturales aguijonazos de culpa, deseando que cayera un rayo del cielo y pusiera drástico fin a mis dudas. Los rostros de Paula y Nicolás se me aparecían en cada menor de edad que se me cruzaba por delante, de algo estaba segura: no podía separarme de mis hijos.
No tienes que hacerlo, tráelos contigo, me dijo la voz persuasiva del amante, que había averiguado el hotel donde estaba y me llamaba desde Madrid. Decidí que nunca me perdonaría si no le daba una oportunidad al amor, tal vez el último de mi existencia, porque me parecía que a los treinta y seis años estaba al borde de la decrepitud. Michael regresó a Venezuela y yo, pretextando la necesidad de estar sola por unos días, me fui en tren a España.
Esa luna de miel clandestina, caminando del brazo por calles de adoquines, cenando a la luz de un candil en viejos mesones, durmiendo abrazados y celebrando la suerte increíble de haber tropezado con ese amor único en el universo, duró exactamente tres días, hasta que Michael fue a buscarme. Lo vi llegar pálido y descompuesto, me abrazó y los muchos años de vida en común me cayeron encima como un manto ineludible. Comprendí que sentía un gran cariño por ese hombre discreto que me ofrecía un amor fiel y representaba la estabilidad y el hogar. Nuestra relación carecía de pasión, pero era armoniosa y segura, no tuve fuerzas para enfrentar un divorcio y producir más problemas a mis hijos, que ya tenían suficientes con su condición de inmigrantes. Me despedí de ese amor prohibido entre los árboles del parque del Retiro, que despertaba después de un largo invierno, y tomé el avión a Caracas. No importa lo que ha pasado, todo se arreglará, no volveremos a mencionar esto, dijo Michael y cumplió su palabra. En los meses siguientes quise hablar con él algunas veces, pero no fue posible, siempre terminábamos eludiendo el tema. Mi infidelidad quedó sin resolución, un sueño inconfesable suspendido como una nube sobre nuestras cabezas, y si no hubiera sido por las llamadas persistentes de Madrid la hubiera atribuido a otro invento de mi exaltada imaginación. En sus visitas a la casa Michael buscaba paz y descanso, necesitaba desesperadamente creer que nada había cambiado en su apacible existencia y que su mujer había superado por completo ese episodio de locura. En su mentalidad no cabía la traición, no entendía los matices de lo ocurrido, supuso que si yo había regresado con él era porque ya no amaba al otro, creyó que nuestra pareja podía volver a ser la de antes y que el silencio cicatrizaría las heridas. Sin embargo nada volvió a ser igual, algo se había roto y nunca podríamos repararlo. Me encerraba en el baño a llorar a gritos y él, desde el dormitorio, fingía leer el periódico para no tener que averiguar la causa del llanto. Tuve otro accidente serio en el automóvil, pero esta vez alcancé a darme cuenta una fracción de segundo antes del impacto, que había apretado a fondo el acelerador en vez del freno.
La Granny comenzó a morir el día en que se despidió de sus dos nietos y la agonía le duró tres largos años. Los médicos culparon al alcohol, dijeron que le había estallado el hígado, estaba hinchada y con la piel de un color tierno, pero en verdad se murió de pena. Llegó un momento en que perdió el sentido del tiempo y del espacio y le parecía que los días duraban dos horas y las noches no existían, se quedaba junto a la puerta esperando a los niños y no dormía porque escuchaba sus voces llamándola.
Descuidó la casa, cerró su cocina que no volvió a impregnar el barrio con su aroma de galletas de canela, dejó de limpiar los cuartos y de regar su jardín, languidecieron las dalias y se apestaron los árboles de ciruelas cargados de fruta enferma que ya nadie cosechaba. La perra suiza de mi madre, que ahora vivía con la Granny, también se echó en un rincón a morirse de a poco, como su nueva dueña. Mi suegro pasó ese invierno en cama cuidando un resfrío imaginario, porque no pudo enfrentar el miedo de quedarse sin su mujer y creyó que ignorando las evidencias podía cambiar la realidad. Los vecinos, que consideraban a la Granny como el hada madrina de la comunidad, se turnaban al principio
para darle compañía y mantenerla ocupada, pero luego comenzaron a evitarla.
Esa señora de ojos celestes, impecable en su vestido floreado de algodón, siempre afanada en las delicias de su cocina y con las puertas abiertas para los niños de los alrededores, se transformó rápidamente en una anciana despelucada que hablaba incoherencias y preguntaba a medio mundo si habían visto a sus nietos. Cuando ya no pudo ubicarse dentro de su propia casa y miraba a su marido como si no lo conociera, la hermana de Michael decidió intervenir.
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