Array Array - Historia de Mayta

Тут можно читать онлайн Array Array - Historia de Mayta - бесплатно полную версию книги (целиком) без сокращений. Жанр: Современная проза. Здесь Вы можете читать полную версию (весь текст) онлайн без регистрации и SMS на сайте лучшей интернет библиотеки ЛибКинг или прочесть краткое содержание (суть), предисловие и аннотацию. Так же сможете купить и скачать торрент в электронном формате fb2, найти и слушать аудиокнигу на русском языке или узнать сколько частей в серии и всего страниц в публикации. Читателям доступно смотреть обложку, картинки, описание и отзывы (комментарии) о произведении.

Array Array - Historia de Mayta краткое содержание

Historia de Mayta - описание и краткое содержание, автор Array Array, читайте бесплатно онлайн на сайте электронной библиотеки LibKing.Ru

Historia de Mayta - читать онлайн бесплатно полную версию (весь текст целиком)

Historia de Mayta - читать книгу онлайн бесплатно, автор Array Array
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

—Por lo visto, no. Mandé a Felicio a esperarlo y a decir a mi grupo que se presentara aquí a las seis y media. ¿Nos harán falta los de Ricrán?

—No hay problema —dijo Vallejos—. Escóndete ahí y espera, sin hacer ruido.

A Mayta lo fortaleció la calma y seguridad del Subteniente. Estaba con pantalón y botas de fajina y una chompa negra de cuello en vez de la camisa comando. Entró a la Alcaidía y el cuarto le pareció un gran closet, de paredes blancas. Ese mueble debía ser una armería, en esos nichos debían colocar los fusiles. Al cerrar la puerta quedó en la penumbra. Forcejeó para abrir su maletín, porque el seguro se había atrancado. Sacó la metralleta y se metió en los bolsillos las cajas de municiones. Tan bruscamente como había estallado, la radio se apagó. ¿Qué había sido del camión de Ricrán?

—Había llegado tempranito, a Santa Isabel, donde tenía que llegar —Don Ezequiel se echa a reír y es como si surtiera veneno de sus ojos, boca y orejas—. Y cuando empezó lo de la cárcel, ya se había ido. Pero no a Quero, donde se suponía que debía ir, sino a Lima. Y no llevándose a los comunistas ni las armas robadas. Nada de eso. ¿Qué se llevaba el camión? ¡Habas! Sí, carajo, como suena. El camión de la revolución, en el instante que la revolución comenzaba, partió a Lima con un cargamento de habas. ¿No me pregunta de quién era ese cargamento de habas?

—No se lo pregunto porque me va usted a decir que era del Chato Ubilluz —le digo.

Don Ezequiel lanza otra risotada monstruosa:

—¿No me pregunta quién lo manejaba? —Alza sus manos sucias y, como dando puñetes, señala la Plaza—: Yo lo vi pasar, yo lo reconocí a ese traidor. Yo lo vi. prendido del volante, con una gorrita azul de maricón. Yo vi los costales de habas. ¿Qué carajo pasa? ¡Qué iba a pasar! Que ese maldito cabrón acababa de meternos el dedo, a Vallejos, al foráneo y a mí.

—Dígame una sola cosa más y lo dejo en paz, Don Ezequiel. ¿Por qué no se fue usted también esa mañana? ¿Por qué se quedó tan tranquilo en su peluquería? ¿Por qué, al menos, no se escondió?

La cara frutal me considera horriblemente varios segundos, con furia morosa. Lo veo hurgarse la nariz, encarnizarse con los pellejos del pescuezo. Cuando me contesta, todavía se siente obligado a mentir:

—¿Por qué mierda iba a esconderme si no estaba comprometido en nada? ¿Por qué mierda?

—Don Ezequiel, Don Ezequiel —lo amonesto—. Han pasado veinticinco años, el Perú se acaba, la gente sólo piensa en salvarse de una guerra que ya ni siquiera es entre nosotros, usted y yo podemos quedar muertos en el próximo atentado o tiroteo, ¿a quién le importa ya lo que pasó ese día? Cuénteme la verdad, ayúdeme a terminar mi historia antes de que a usted y a mí nos devore también este caos homicida en que se ha convertido nuestro país. Usted tenía que ayudar a cortar los teléfonos y contratar unos taxis, pretextando una pachamanca en Molinos. ¿Recuerda a qué hora debía estar en la Compañía de Teléfonos? Cinco minutos después de que abrieran. Los taxis iban a esperar en la esquina de Alfonso Ugarte y La Mar, donde los capturaría el grupo de Mayta. Pero usted ni contrató los taxis ni fue a la Compañía de Teléfonos y al josefino que llegó hasta aquí a preguntarle qué pasaba, le respondió: «No pasa nada, todo se jodió, corre al colegio y olvídate que me conoces». Ese josefino es Telésforo Salinas, el Director de Educación Física de la Provincia, Don Ezequiel.

—¡Sarta de mentiras! ¡Infamias de Ubilluz! —ruge él, granate de disgusto—. Yo no supe nada y no tenía por qué esconderme ni escapar. Váyase, lárguese, desaparezca. ¡Calumniador de porquería! ¡Chismoso de mierda!

En el nicho en penumbra en el que estaba, la metralleta en las manos, Mayta no oía ningún ruido. Tampoco veía nada, salvo dos rayitos de luz, por las junturas de la puerta. Pero no tenía dificultad en adivinar, con precisión, que en ese instante Vallejos entraba a la cuadra de los catorce guardias y los despertaba con voz de trueno: «¡Atenciooooón!». «¡Limpieza de Máuseres!» Pues el comandante armero de Huancayo acababa de avisarle que vendría a pasar revista temprano por la mañana. «Tengan cuidado, sean maniáticos con el exterior y con el alma de los fusiles, cuidadito que alguno esté anillado y no me lo noten.» Pues el Subteniente Vallejos no quería recibir más resondrones del comandante armero. Los fusiles útiles y la munición de cada guardia republicano —noventa cartuchos— serían llevados a la Prevención. «¡A formar en el patio!» Entonces vendría su turno. Ya estaba la maquinaria en marcha, las piezas en funcionamiento, esto es la acción, esto era. ¿Habrían llegado los de Ricrán? Espiaba por las rendijas, esperando las siluetas de los guardias llevando sus Máuseres y municiones al cuartito del frente, uno detrás de otro, y entre ellos, Antolín Torres.

Es un guardia republicano jubilado que vive en la calle Manco Cápac, a medio camino entre la cárcel y la tienda de Don Ezequiel. Para evitar que el ex–peluquero me descerrajara un puñete o le diera una apoplejía he tenido que marcharme. Sentado en una banca de la majestuosa Plaza de Jauja —afeada ahora por los caballetes con alambres de las esquinas de la Municipalidad y la Subprefectura— pienso en Antolín Torres. He conversado con él esta mañana. Es un hombre feliz desde que los «marines» lo contrataron de guía y traductor (habla el castellano tan bien como el quechua). Antes tenía una chacrita, pero la guerra la destruyó y se estaba muriendo de hambre hasta que llegaron los gringos. Su trabajo consiste en acompañar a las patrullas que salen a recorrer las inmediaciones. Sabe que este trabajo le puede costar el pescuezo; muchos jaujinos le vuelven la espalda y la fachada de su casa está llena de inscripciones de «Traidor» y «Condenado a muerte por la justicia revolucionaria». Por lo que me ha dicho Antolín y las palabrotas de Don Ezequiel, las relaciones entre los «marines» y los jaujinos son malas o pésimas. Incluso la gente hostil a los insurrectos alienta un resentimiento contra estos extranjeros a los que no entienden y, sobre todo, que comen, fuman y no padecen ninguna privación en un pueblo donde hasta los antiguos ricos pasan penurias. Sesentón de cuello de toro y gran barriga, ayacuchano de Cangallo que se ha pasado la vida en Jauja, Antolín Torres tiene un castellano sabroso, brotado de quechuismos. «Que me maten, pues, los comunistas, me ha dicho. Pero, eso sí, me matarán bien comido, bien bebido y fumando rubios.» Es un narrador que sabe graduar los efectos con pausas y exclamaciones. Aquel día, hace veinticinco años, le tocaba entrar de servicio a las ocho, reemplazar como centinela en la puerta al guardia Huáscar Toledo. Pero Huáscar no estaba en la garita sino adentro, con los demás, terminando de engrasar el Máuser para la visita del comandante armero. El Subteniente Vallejos los apuraba y Antolín Torres malició algo.

—Pero ¿por qué, señor Torres? ¿Qué tenía de raro una revisión de armamento?

—Lo raro era que el Subteniente se paseara con la metralleta al hombro. ¿Para qué, pues, estaba armado? ¿Y para qué, pues, teníamos que dejar el Máuser en la Prevención? Esto es rarísimo, mi Sargento. ¿De cuándo acá, pues, la moda de que un guardia se separe de su Máuser para la revista? No pienses tanto, Antolín, es malísimo para el ascenso, me dijo el Sargento. Obedecí, limpié mi Máuser y lo dejé en la Prevención, con mis noventa cartuchos. Y me fui a formar al patio. Pero oliéndome algo raro. No lo que pasaría, pues. Algo de los presos, más bien. Había como cincuenta en los calabozos. Un intento de fuga, no sé, algo.

«Ahora.» Mayta empujó la puerta. De tanto estar inmóvil se le habían acalambrado las piernas. Su corazón era un tambor batiente y lo dominaba una sensación de algo definitivo, irreversible, cuando emergió con su metralleta llena de grasa en el patiecito, ante los guardias formados, y se plantó delante de la Prevención. Dijo lo que tenía que decir:

—Espero que nadie me obligue a disparar, porque no quisiera matar a nadie.

Vallejos encaraba también con la metralleta a sus subordinados. Los ojos legañosos de los catorce guardias pendularon de él al Alférez, del Alférez a él, sin entender: ¿estamos despiertos o soñando? ¿Esto es verdad o pesadilla?

—Y, entonces, el Subteniente les habló ¿no es cierto, señor Torres? ¿Recuerda usted lo que les dijo?

—No quiero comprometerlos, yo me vuelvo rebelde, revolucionario socialista —mima y acciona Antolín Torres y la nuez sube y baja por su cuello, desbocada—. Si alguno quiere seguirme por su propia voluntad, que venga. Hago esto por los pobres, por el pueblo sufrido y porque los jefes nos han fallado. Y, usted, Sargento pagador, de mi quincena compre cerveza el domingo para todo el personal. Mientras el Subteniente discurseaba, el otro enemigo, el que vino de Lima, nos tenía cuadrados con su metralleta, cerrándonos el paso a los Máuseres. Caímos como cholitos, pues. La superioridad, luego, nos dio dos semanas de rigor.

Mayta lo había oído sin seguir lo que Vallejos les decía, por la excitación que lo colmaba. «Como una máquina, como un soldado.» El Subteniente arreó a los guardias hacia la cuadra y ellos obedecieron dócilmente, todavía sin entender. Vio que el Subteniente, después de encerrarlos, echaba cadena a la cuadra. Luego, con movimientos rápidos, precisos, la metralleta en la mano izquierda, corrió con una gran llave en la otra mano a abrir una puerta enrejada. ¿Estaban allí los de Uchubamba? Tenían que haber visto y oído lo que acababa de pasar. En cambio, los otros presos, en las celdas de la espalda del patio de los guindos, se hallaban demasiado lejos. Desde su puesto, junto a la Prevención, vio emerger a dos hombres detrás de Vallejos. Ahí estaban, sí, los camaradas que hasta ahora sólo conocía de nombre. ¿Cuál sería Condori y cuál Zenón Gonzales? Antes de que lo supiera, estalló una discusión entre Vallejos y el más joven, un blanconcito de pelos largos. Aunque a Mayta le habían dicho que los campesinos de la zona oriental solían tener piel y cabellos claros, se desconcertó: los agitadores indios que dirigieron la toma de la Hacienda Aína parecían dos gringuitos. Uno llevaba ojotas.

—¿Te vas a echar atrás, so carajo? —oyó decir a Vallejos, acercando la cara a uno de ellos— Ahora que comenzó, ahora que estamos en la candela ¿te vas a echar atrás?

—No me echo atrás —masculló éste, retrocediendo—. Es que… es que…

—Es que eres un amarillo, Zenón —gritó Vallejos—. Peor para ti. Vuelve a tu celda. Que te juzguen, que te enchironen, púdrete en el Frontón. No sé cómo no te pego un tiro, carajo.

—Espera, alto, vamos a hablar sin pelea —dijo Condori, interponiéndose. Era el de las ojotas y a Mayta lo alegró descubrir, allí, a alguien que podía ser de su edad—. No te calientes, Vallejos. Déjame solo un rato con Zenón.

El Subteniente, de tres trancos, vino al lado de Mayta.

—Mariconeó —dijo, ya sin la furia de hacía un momento, sólo con decepción—. Anoche estaba de acuerdo. Ahora viene con que tiene dudas, que mejor se queda acá y que después ya verá. Eso se llama miedo, no dudas.

¿Qué dudas movieron al joven dirigente de Uchubamba a provocar ese incidente? ¿Pensó, en el umbral de la rebelión, que eran demasiado pocos? ¿Dudó que él y Condori pudieran arrastrar al resto de la comunidad a la insurrección? ¿Tuvo una intuición de la derrota? ¿O, simplemente, vaciló ante la perspectiva de tener que matar y de que lo mataran?

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать


Array Array читать все книги автора по порядку

Array Array - все книги автора в одном месте читать по порядку полные версии на сайте онлайн библиотеки LibKing.




Historia de Mayta отзывы


Отзывы читателей о книге Historia de Mayta, автор: Array Array. Читайте комментарии и мнения людей о произведении.


Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв или расскажите друзьям

Напишите свой комментарий
x