Array Array - Historia de Mayta

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El diálogo de Condori y Gonzales era en voz baja. Mayta oía palabras sueltas y, a ratos, los veía gesticular. En un momento, Condori cogió a su compañero del brazo. Debía tener cierta autoridad sobre éste, quien, aunque alegaba, mantenía una actitud respetuosa. Un momento después, ambos se acercaron.

—Ya está, Vallejos —dijo Condori—. Ya está. Todo bien. No ha pasado nada.

—Está bien, Zenón —le estiró la mano Vallejos—. Discúlpame por haberme calentado. ¿Sin rencores?

El joven asintió. Al estrecharle la mano, Vallejos repitió: «Sin rencores y que todo sea por el Perú, Zenón». Por su cara, Gonzales parecía más resignado que convencido. Vallejos se volvió hacia Mayta:

—Carguen las armas en los taxis. Voy a ver a los presos.

Se alejó hacia los guindos y Mayta corrió a la entrada. Por la ventanita de vigilancia del portón observó la calle. En vez de los taxis, de Ubilluz y los mineros de La Oroya, vio a un grupito de escolares josefinos, encabezados por Cordero Espinoza, el brigadier.

—¿Qué hacen aquí? —los interpeló—. ¿Por qué no están en sus puestos?

—Porque no había nadie en sus puestos, porque todos habían desaparecido —dice Cordero Espinoza, con un bostezo que entibia su sonrisa—. Porque nos habíamos cansado de esperar. No había a quien servir de chasquis. A mí me tocaba la Comisaría. Estuve allí tempranito y nada. Al rato, Hernando Huasasquiche vino a decirme que el Profe Ubilluz no estaba en su casa ni en ninguna parte. Y que lo habían visto manejando su camión, por la carretera. Poco después supimos que los de Ricrán se habían hecho humo, que los de La Oroya no habían venido o se habían regresado. ¡La espantada general! Nos reunimos en la Plaza. Estábamos con las caras largas, haciendo tiempo para ir a clases. Nos habían hecho una mala pasada, nos habían tenido jugando a la serial. En eso se apareció Felicio Tapia. Nos dijo que el limeño sí había ido a la cárcel, después de esperar en vano a los de Ricrán. Así que nos fuimos a la cárcel a ver qué pasaba. Vallejos y Mayta habían encerrado a los guardias, capturado los fusiles y libertado a Condori y Gonzales. ¿Se imagina usted una situación más ridícula?

Al Doctor Cordero Espinoza no le falta razón. ¿Cómo no llamarla ridícula? Han tomado la cárcel, tienen catorce fusiles y mil doscientas balas. Pero se han quedado sin revolucionarios porque ni uno solo de los treinta o cuarenta conjurados ha comparecido. ¿Fue lo que pensó Mayta al espiar por la ventanita y encontrarse sólo con siete niños uniformados?

—¿No ha venido nadie? ¿Ninguno? ¿Nadie?

—Hemos venido nosotros —dijo el chiquillo de cabeza semirrapada y, en su aturdimiento, Mayta recordó lo que Ubilluz dijo de él al presentárselo: «Cordero Espinoza, brigadier de año, primero de su clase, un cráneo»—. Pero los demás parece que se han corrido.

¿Pasmo, rabia, una intuición de catástrofe lo abrumaron? ¿O, más bien, la quieta confirmación de algo que, sin identificar del todo, íntimamente temía desde esa madrugada, al no llegar a la Plaza los hombres de Ricrán, o, acaso, desde que en Lima sus camaradas del POR(T) decidieron apartarse, o desde que comprendió que su gestión con Blacquer para asociar al Partido Comunista al alzamiento era inútil? ¿Desde alguno de esos momentos, sin decírselo claramente, aguardaba sin embargo este tiro de gracia? ¿La revolución ni siquiera empezaría? Pero si ya ha empezado, Mayta, no te das cuenta acaso, ya ha empezado.

—Para eso estamos aquí, para eso hemos venido —exclamó Cordero Espinoza— ¿Acaso no podemos reemplazarlos nosotros?

Mayta vio que los josefinos se habían arremolinado en torno al brigadier y movían las cabezas, asintiendo y apoyando. Lo único que atinó a pensar fue que a algún transeúnte, a algún vecino, podía llamarle la atención ese grupito de colegiales en la puerta de la cárcel.

—Se me ocurrió ofrecernos como voluntarios en ese momento, ahí mismo, sin haberlo consultado con mis compañeros —recuerda el Doctor Cordero Espinoza—. Se me ocurrió de repente, al ver la cara que puso el pobre Mayta al saber que los otros no habían venido.

Estamos en su despacho de la calle Junín, una calle en la que proliferan los bufetes. La abogacía sigue siendo la profesión jaujina por excelencia, aunque, en estos últimos tiempos, la guerra y las catástrofes hayan mermado la actividad jurídica local. Hasta hace poco, en toda familia jaujina uno o dos vástagos venían al mundo con su expediente de leguleyos bajo el brazo. Meter pleitos es un deporte multiclasista en la provincia, tan popular como el fútbol y los carnavales. En la turbamulta de abogados jaujinos, el antiguo brigadier y alumno ejemplar del Colegio San José —donde dictaba el curso de Economía Política un par de veces por semana, hasta que por la guerra se suspendieron las clases— sigue siendo la estrella. Se trata de un hombre desenvuelto y ameno. Su despacho rutila con diplomas de congresos a que ha asistido, distinciones que se ganó como Concejal, Presidente del Club de Leones de Jauja, Presidente de la Junta Pro–carretera al Oriente y varias funciones cívicas más. Es, entre todas las personas con las que he conversado, la que evoca con más distancia, precisión, desenfado y —me parece— objetividad, aquellos sucesos. La pulcritud de su oficina contrasta con el pasillo de la entrada, en el que hay un hueco en el suelo y media pared en escombros. Al hacerme pasar, me dijo señalándolos: «Fue un petardo de los terrucos. Lo he dejado así, para recordar las precauciones que debo tomar cada día si quiero conservar la cabeza en su sitio». Con el mismo espíritu liviano me contó, luego, que en el atentado a su hogar los terrucos fueron más eficientes: la casa ardió toda, con las dos cargas de dinamita. «Mataron a mi cocinera, una viejita de sesenta años. Mi mujer y mis hijos, felizmente, se hallaban ya fuera de Jauja.» Viven en Lima y están a punto de partir al extranjero. Es lo que hará él, apenas liquide sus asuntos. Porque, dice, tal como van las cosas ¿qué sentido tiene seguir arriesgando el pellejo? ¿No ha mejorado la seguridad en Jauja con la llegada de los «marines»? Ha empeorado, más bien. Porque el rencor que provoca en la gente la presencia de tropas extranjeras, hace que muchos ayuden, por acción o por omisión —escondiéndolos, facilitándoles coartadas, callando—, a los terrucos. «Dicen que algo parecido pasa entre los guerrilleros peruanos y los internacionalistas cubanos y bolivianos. Que hay enfrentamientos entre ellos. El nacionalismo es más fuerte que cualquier otra ideología, ya se sabe.» No puedo dejar de sentir simpatía por el antiguo brigadier: dice todas esas cosas con naturalidad, sin pizca de sensiblería ni arrogancia, e, incluso, hasta con cierto humor.

—Apenas me oyeron proponerlos como voluntarios, todos se entusiasmaron — prosigue—. La verdad, éramos uña y carne los siete. ¿Qué juego de niños comparado con lo de ahora, no?

—Sí, sí, los reemplazamos.

—Ábrenos la puerta, déjanos entrar, sí podemos.

—¡Sí podemos, Mayta, sí podemos!

—Nosotros somos revolucionarios y los reemplazamos. Mayta los veía, los escuchaba, y su cabeza era una crepitación, un desorden.

—¿Qué edades tenían ustedes?

—Yo y Huasasquiche diecisiete —dice Cordero Espinoza—. Los otros quince o dieciséis. Una suerte. No pudieron juzgarnos, no teníamos responsabilidad legal. Nos mandaron al Juez de Menores, donde la cosa no fue tan seria. ¿No es paradójico que yo, pionero de la lucha armada en el Perú, sea ahora un objetivo militar de los terrucos?

Se encoge de hombros.

—Supongo que, a estas alturas, para Mayta y Vallejos ya no había marcha atrás posible —le digo.

—Sí la había. Vallejos hubiera podido sacar a los guardias de la cuadra donde los había encerrado y echarlos de carajos: «Han demostrado ustedes ser una nulidad, unas verdaderas madres, en caso de un asalto a la cárcel por subversivos. Ninguno ha pasado la prueba a que los he sometido, so huevones». —El Doctor Cordero Espinoza me ofrece un cigarrillo y, antes de encender el suyo, lo coloca en una boquilla—. Se hubieran tragado el cuento, estoy seguro. También hubieran podido mandarnos al colegio, devolver al calabozo a Gonzales y a Condori, y escapar. Hubieran podido todavía, a esas alturas. Pero claro que no hicieron ninguna de las dos cosas. Ni Mayta ni Vallejos eran gentes que dieran su brazo a torcer. En ese sentido, aunque uno cuarentón y el otro veinteañero, resultaban más chiquillos que nosotros.

O sea que fue Mayta quien primero aceptó esa propuesta romántica y descabellada. Su vacilación, su perplejidad, duraron unos segundos. Se decidió de golpe. Abrió el portón, dijo «rápido, rápido» a los josefinos y mientras ellos invadían el patio, ojeó la calle: estaba vacía de autos y de gentes, las casas cerradas. Le volvieron las fuerzas, la sangre circulaba por sus venas, no había razón para desesperarse. Tras el último muchacho, cerró el portón. Allí estaban: siete caritas ansiosas y exaltadas. Condori y Gonzales tenían ahora cada uno un Máuser en las manos y miraban a los chiquillos, intrigados. Vallejos apareció, detrás de los guindos, terminada su inspección a los presos. Mayta le salió al encuentro:

—Ubilluz y los otros no han venido. Pero tenemos voluntarios para ocupar sus puestos.

¿Vallejos se detuvo en seco? ¿Vio Mayta que su cara se descomponía en un rictus? ¿Vio que el joven Subteniente porfiaba por mostrar serenidad? ¿Lo oyó decir a media voz, rozándole la cara, «¿Ubilluz no ha venido? ¿Ezequiel tampoco? ¿El Lorito tampoco?»?

—No podemos dar marcha atrás, camarada —lo sacudió Mayta del brazo—. Te lo enseñé, te advertí que pasaría: la acción selecciona. A estas alturas, no hay marcha atrás. No podemos. Acepta a los muchachos. Se han fogueado, viniendo aquí. Son revolucionarios, qué más prueba quieres. ¿Vamos a echarnos atrás, hermano?

Se iba convenciendo mientras hablaba y, como una segunda voz, se repetía el conjuro contra la lucidez: «Como una máquina, como un soldado». Vallejos, mudo lo escrutaba ¿dudando?, ¿tratando de confirmar si lo que decía era lo que pensaba? Pero cuando Mayta calló, el Alférez era otra vez el manojo de nervios controlados y decisiones instantáneas. Se acercó a los josefinos que habían escuchado el diálogo.

—Me alegro de que haya pasado esto —les dijo, metiéndose entre ellos—. Me alegro porque gracias a esto sé que hay valientes como ustedes Bienvenidos a la lucha, muchachos. Quiero darles la mano a cada uno.

En realidad, comenzó a abrazarlos, a apretarlos contra su pecho. Mayta se descubrió en medio del grupo, dando y recibiendo abrazos, y, entre nubes, veía también a Zenón Gonzales y a Condori en el entrevero. Una emoción profunda lo embargó. Tenía un nudo en la garganta. Varios muchachos lloraban y las lágrimas corrían por sus caras jubilosas mientras abrazaban al Subteniente, a Mayta, a Gonzales, a Condori, o se abrazaban entre ellos. «Viva la Revolución», gritó uno, y otro «Viva el socialismo». Vallejos los hizo callar.

—Es probable que nunca me haya sentido tan feliz como en ese momento —dice el Doctor Cordero Espinoza—. Era hermoso, tanta ingenuidad, tanto idealismo. Nos sentíamos como si nos hubiera crecido el bigote, la barba, y nos hubiéramos vuelto más altos y más fuertes. ¿Sabe que probablemente ninguno de nosotros había pisado siquiera el burdel? Yo, por lo menos, era virgen. Y me parecía estar perdiendo la virginidad.

—¿Sabía alguno de ustedes manejar un arma?

—En la Instrucción Pre–Militar nos dieron algunas clases de tiro. Tal vez alguien había disparado una escopeta. Pero remediamos la deficiencia ahí mismo. Fue lo primero que se le ocurrió a Vallejos, después de los abrazos: enseñarnos lo que era un Máuser.

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