Array Array - Historia de Mayta

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—¿Por qué no lo hicieron, entonces?

Se encoge de hombros y humea por la boca y la nariz. Es un hombre envejecido, de bigotitos manchados por la nicotina, acezante. Hablamos en la Enfermería del Cuartel de Jauja, y, de rato en rato, el Coronel Tapia echa una ojeada a la sala atestada de enfermos y heridos entre los que circulan enfermeras.

—¿Sabe que no lo sé? Subdesarrollo, supongo. En el plan original, en el que iban a participar unos cuarenta, creo, sin contarnos a los josefinos, un grupo debía tomar la estación. Creo recordar, al menos. Luego, en el zafarrancho del cambio de planes, a Vallejitos se le pasaría. O a lo mejor nadie se acordó que había un telégrafo en el ferrocarril. El hecho es que partimos muy tranquilos creyendo que teníamos todo el tiempo del mundo por delante.

En realidad, no muy tranquilos. Cuando el señor Onaka (gimoteando que no podía ir hasta Molinos teniendo a su esposa enferma, que al motor le faltaba gasolina para llegar allá) acababa de arrancar, se produjo el incidente del relojero. Mayta lo vio surgir, súbitamente, bufando como un toro bravo, en la puertecita encristalada de letras góticas: «Relojería y Joyería de Pedro Bautista Lozada». Era un hombre mayor, delgado, con anteojos, la cara roja de indignación y una escopeta en la mano. Alistó su metralleta, pero tuvo suficiente sangre fría para no disparar, pues el hombre, aunque rugía como un energúmeno, ni siquiera los apuntaba. Movía la escopeta como un bastón:

—Comunistas de mierda, a mí no me asustáis —trastabillaba a la orilla de la vereda, los anteojos zangoloteando en su nariz—. ¡Comunistas de mierda! ¡Apeaos si tenéis cojones, coño!

—Siga, no pare —ordenó Mayta al chófer, dándole un golpe en el hombro. Menos mal que nadie le clavó un tiro a este cascarrabias. «Es el español», se rió Felicio Tapia. «¿Qué querrá decir Apeaos?»

—Todo Jauja dice que era usted el ser más pacífico del mundo, Don Pedro, una persona que no se metía con nadie. ¿Qué le dio esa mañana por salir a insultar a los revolucionarios?

—No sé qué me dio —ganguea, con su boca babosa, sin dientes, bajo la manta de vicuña, en su sillón de la relojería donde ha pasado más de cuarenta años, desde que llegó a Jauja, Don Pedro Bautista Lozada—. O, mejor dicho, me dio rabia. Los vi meterse al Internacional y llevarse la plata en un bolsón. Eso no me importó. Luego los oí dar vítores comunistas y disparar. Sin pensar que las balas perdidas podían causar desgracias. ¿Qué era esa majadería? Así que cogí mi escopeta, esta que tengo entre las piernas para las malas visitas. Después, descubrí que ni siquiera la había cebado.

El polvo, los cachivaches, el desorden y la increíble vejez del personaje, me recuerdan una película que vi de niño: El Mágico Prodigioso. La cara de Don Pedro es una pasa y tiene las cejas crespas y enormes. Me ha contado que vive solo y que él mismo se prepara la comida, pues sus principios le impiden tener sirvientes.

—Dígame algo más, Don Pedro. Cuando llegaron los policías de Huancayo y el Teniente Dongo empezó a buscar guías para ir tras de los rebeldes, usted se negó. ¿Acaso no estaba tan furioso contra ellos? ¿O es que no conocía las sierras de Jauja?

—Las conocía mejor que nadie, como buen cazador de venados que fui —babea y ganguea, limpiándose la aguadija que le brota de los ojos—. Pero, aunque no me gustan los comunistas, tampoco me gustan los policías. Hablo en pasado, porque, a mis años, ya ni los gustos están claros, amigo. Sólo me quedan unos cuantos relojes y estas babas que se me salen por la falta de dientes. Soy ácrata y moriré en mi ley. Si alguien cruza esta puerta con malas intenciones, sea terruco o soplón, esta escopeta dispara. Abajo el comunismo, cono. Muera la policía.

Los taxis, pegados uno a otro, pasaron por la Plaza Santa Isabel, donde debían haber transbordado al camión de Ricrán las armas capturadas en la cárcel, la Comisaría y el Puesto de la Guardia Civil. Pero nadie lamentaba el cambio, alrededor de Mayta, en el apretado automóvil en el que apenas podían moverse. Los josefinos no cesaban de abrazarse y de dar vivas. Condori los observaba, en actitud reservada, sin participar del entusiasmo. Mayta permanecía callado. Pero esta alegría y excitación lo conmovían. En el otro taxi había, sin duda, una escena idéntica. A la vez, estaba atento al nerviosismo del chófer, preocupado por la torpeza con que manejaba. El auto daba botes y barquinazos, el señor Onaka se metía a todos los huecos, embestía todas las piedras y parecía decidido a atropellar a todos los perros, burros, caballos o personas que se cruzaban. ¿Era miedo o una táctica? ¿Los preparaba para lo que vino? Cuando el auto, apenas a unos centenares de metros de Jauja, de pronto se salió de la trocha y se estrelló contra una barda de piedras pegada a la cuneta, aplastando el guardabarros y disparando a los pasajeros unos contra otros y contra puertas y vidrios, los cinco creyeron que el señor Onaka lo había hecho a propósito. Lo zarandearon, insultaron, y Condori le lanzó un puñete que le rompió la ceja. Onaka lloriqueaba que había chocado sin querer. Al salir del auto, Mayta sintió un perfume de eucaliptos. Lo traía una brisa fría, desde las montañas vecinas. El taxi de Vallejos se acercaba en retroceso, levantando una nube de polvo rojizo.

—La broma nos hizo perder un cuarto de hora, quizá más—dice Juan Rosas, subcontratista, camionero y dueño de una chacrita de habas y ollucos, que convalece de una operación de hernia en casa de su yerno, en el centro de Jauja—. Esperando otro carro para reemplazar al del chino. No pasaba ni un burro. Pura mala suerte, pues por esa ruta siempre había camiones yendo a Molinos, Quero o Buena Vista. Ese día, nada. Mayta le dijo a Vallejos: «Adelántate con tu grupo —en el que iba yo— y vas consiguiendo los caballos». Porque ya ninguno creía que en Quero nos estarían esperando los de Ricrán. Vallejos no quiso. Así que nos quedamos. Por fin apareció una camioneta. Bastante nueva, el tanque lleno, llantas reencauchadas. Menos mal. La hicimos parar, hubo una discusión, el chófer no quería, tuvimos que asustarlo. Finalmente, la capturamos. El Alférez, Condori y Gonzales se sentaron adelante. Mayta se trepó atrás, con la plebe, es decir nosotros, y todos los Máuseres. La espera nos había preocupado, pero, apenas arrancamos, otra vez nos pusimos a cantar.

La camioneta brincaba en la trocha llena de baches y los josefinos, pelos alborotados, puños en alto, daban vivas al Perú y a la Revolución Socialista. Mayta iba sentado en el filo de la caseta, mirándolos. Y, de pronto, se le ocurrió:

—¿Por qué no la Internacional, camaradas?

Las caritas, blancas por el polvo del camino, asintieron v varias dijeron: «Sí, sí, cantémosla». Al instante, comprendió: ninguno sabía la letra ni había oído jamás la Internacional. Ahí estaban, bajo el limpísimo cielo serrano, con sus uniformes arrugados, mirándolo y mirándose, esperando cada uno que los otros empezaran a cantar. Sintió un arrebato de ternura por los siete chiquillos. Les faltaban años para ser hombres pero ya se habían graduado de revolucionarios. Lo estaban arriesgando todo con esa maravillosa inconsciencia de sus quince, dieciséis o diecisiete años, aunque carecían de experiencia política y de toda formación ideológica. ¿No valían acaso más que los fogueados revolucionarios del POR(T) que se habían quedado allá en Lima, o que el sabihondo Doctor Ubilluz y sus huestes obrero–campesinas volatilizadas esa misma mañana? Sí. pues habían optado por la acción. Tuvo ganas de abrazarlos.

—Yo les enseño la letra —dijo, incorporándose en la sacudida camioneta—. Cantemos, canten conmigo. Arriba los pobres del mundo…

Así, chillones, desafinados, exaltados, muertos de risa por las equivocaciones y los gallos, saludando con el puño izquierdo en alto, vitoreando a la Revolución, al Socialismo y al Perú, los vieron pasar los arrieros y labradores de la periferia jaujina, y los escasos viajeros que descendían hacia la ciudad entre cascadas y frondosos chaguales, por esa garganta rocosa y húmeda que baja de Quero hacia la capital de la provincia. Intentaron cantar la Internacional un buen rato, pero, debido al mal oído de Mayta, no podían pescar la música. Por fin, desistieron. Terminaron entonando el Himno Nacional y el Himno del Colegio Nacional San José de Jauja. Así llegaron al puente de Molinos. La camioneta no frenó. Mayta la hizo detenerse, golpeando el techo de la caseta.

—¿Qué hay? —dijo Vallejos, asomando la cabeza por la puerta entreabierta.

—¿No íbamos a volar ese puente? El Alférez hizo un gesto cómico:

—¿Con las manos? La dinamita se quedó donde Ubilluz.

Mayta recordaba que, en todas las conversaciones, Vallejos había insistido en la voladura del puente; cortado éste, los policías tendrían que subir a Quero a pie o a caballo, lo que les daría a ellos una ventaja más.

—No te preocupes —lo tranquilizó Vallejos—. Vamos sobrados. Sigan cantando, eso alegra el viaje.

La camioneta volvió a arrancar y los siete josefinos retomaron sus himnos y chistes. Pero Mayta ya no intervino. Se sentó en el techo de la caseta, y, mientras veía desfilar el paisaje de grandes árboles, oía el rumor de las cascadas y el trino de los jilgueros y sentía el aire puro oxigenándole los pulmones. La altura no lo incomodaba. Arrullado por la alegría de esos adolescentes, empezó a fantasear. ¿Cómo sería el Perú dentro de algunos años? Una laboriosa colmena, cuya atmósfera relajaría, a escala nacional, la de esta camioneta conmocionada por el idealismo de estos muchachos. Así, igual que ellos, se sentirían los campesinos, dueños ya de sus tierras, y los obreros, dueños ya de sus fábricas, y los funcionarios, conscientes de que ahora servían a toda la comunidad y no al imperialismo ni a millonarios ni a caciques o partidos locales. Abolidas las discriminaciones y la explotación, echadas las bases de la igualdad con la abolición de la herencia, el reemplazo del Ejército clasista por las milicias populares, la nacionalización de los colegios privados y la expropiación de todas las empresas, Bancos, comercios y predios urbanos, millones de peruanos sentirían que, ahora sí, progresaban, y los más pobres primero. Ejercerían los cargos principales los más esforzados, talentosos y revolucionarios y no los más ricos y mejor relacionados, y cada día se cerrarían un poquito más los abismos que habían separado a proletarios y burgueses, a blancos y a indios y a negros y a asiáticos, a costeños y a serranos y a selváticos, a hispanohablantes y a quechuahablantes, y todos, salvo el ínfimo grupito que habría fugado a Estados Unidos o habría muerto defendiendo sus privilegios, participarían en el gran esfuerzo productivo para desarrollar el país y acabar con el analfabetismo y el centralismo asfixiante. Las brumas de la religión se irían disipando con el auge sistemático de la ciencia. Los concejos obreros y campesinos impedirían, a nivel de las fábricas, de las granjas colectivas y de los ministerios, el crecimiento desmesurado y la consiguiente cristalización de una burocracia que congelara la Revolución y empezara a confiscarla en su provecho. ¿Qué haría él en esa nueva sociedad si aún estaba vivo? No aceptaría ningún puesto importante, ni ministerio, ni jefatura militar, ni cargo diplomático. A lo más una responsabilidad política, en la base, tal vez en el campo, una granja colectiva de los Andes o algún proyecto de colonización en la Amazonia. Los prejuicios sociales, morales, sexuales, poco a poco comenzarían a ceder, y a nadie, en ese crisol de trabajo y de fe en el futuro que sería el Perú, le importaría que él viviera con Anatolio —pues se habrían reconciliado— y que fuera más o menos evidente que, a solas, libres de miradas, con la discreción debida, se amaran y gozaran uno del otro. Disimuladamente, se tocó la bragueta con el puño del arma. ¿Hermoso, no, Mayta? Mucho. Pero qué lejos parecía…

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