Array Array - Historia de Mayta
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—Tú eras el que nunca perdía el optimismo —le dijo.
—No lo he perdido —repuso Vallejos, chupando el cigarrillo y arrojando el humo por la nariz y por la boca—. Sólo que…
—Sólo que no te cabe en la cabeza lo de esta mañana —dijo Mayta—. Has perdido la virginidad política, ahora sí. La revolución es más enredada que los cuentos de hadas, mi hermano.
—No quiero hablar de lo de esta mañana —lo cortó Vallejos—. Hay cosas más importantes, ahora.
Oyeron un ronquido. El Juez de Paz se había tumbado de espaldas en el suelo, con el sombrero sobre la cara, y, por lo visto, dormía.
Vallejos consultó su reloj.
—Si mis cálculos son buenos, deberían estar llegando recién a Jauja. Les llevamos unas cuatro horas. Y, en este páramo, somos una aguja en el pajar. Estamos fuera de peligro, creo. Bueno, despertemos al doctorcito y sigamos.
Apenas oyó las últimas palabras de Vallejos, Don Eugenio se incorporó. Se caló al instante el empapado sombrero.
—Siempre listo, mi Alférez —dijo, haciendo un saludo militar—. Yo soy una lechuza, duermo con un ojo nomás.
—Me asombra que esté con nosotros, doctorcito —dijo Mayta—. Con sus años y su trabajo, usted sí que tenía razones para cuidarse.
—Bueno, francamente, si alguien me hubiera pasado la voz, lo más seguro es que yo también me habría esfumado —confesó, sin el menor embarazo, el Juez de Paz—. Pero ni se acordaron de mí, me basurearon. Qué me quedaba, pues. ¿Esperar allá a la policía para ser el chivo expiatorio? Ni cojudo, señores.
Mayta se echó a reír. Habían reanudado la marcha y trepaban la hondonada, resbalando, cuando vio que Vallejos se quedaba quieto, agazapado. Miraba a un lado y a otro, escuchando.
—Tiros —lo oyó decir, en voz muy baja.
—Truenos, hombre —dijo Mayta—. ¿Seguro que son tiros?
—Voy a ver de dónde vienen —dijo Vallejos, alejándose—. Quietos, aquí.
—¿Y la policía le creyó todo eso, Don Eugenio?
—Por supuesto que me creyó. ¿No era la verdad? Pero, antes, me hicieron pasar un mal rato.
Con los pulgares en el chaleco y la ajada carita vuelta hacia el cielo me cuenta —en la glorieta de Quero hay ahora una veintena de viejos y niños haciéndonos rueda— que lo tuvieron tres días en la Comisaría de Jauja y luego un par de semanas en la Comandancia de la Guardia Civil de Huancayo, exigiéndole que confesara ser cómplice de los revolucionarios. Pero él, por supuesto, terco, incansable, repitió que se fue con ellos engañado, creyéndoles que necesitaban un Juez para entregar la Hacienda Aína a los comuneros de Uchubamba y que las armas eran para maniobras premilitares de los josefinos. Tuvieron que aceptar su versión, sí señor: a las tres semanas estaba otra vez en Quero, ejerciendo de Juez de Paz, limpio de polvo y paja y con una buena anécdota para los amigos. Se ríe y en su risa percibo un rastro de burla. Ahora el aire está seco y en las viviendas del pueblo, en las tierras y los cerros vecinos, contrastan el ocre, el pizarra, el dorado y tonos de verde. «Qué tristeza ver estas tierras medio muertas», se lamenta Don Eugenio. «Todo esto eran sembríos macanudos. ¡Qué guerra maldita! Está matando a Quero, no es justo. Y pensar que hace veinticinco años el pueblo parecía tan pobre. Pero siempre se puede estar peor, no hay fondo para la desgracia.» Yo no lo dejo distraerse en la actualidad y lo regreso al pasado y a la ficción. ¿Qué había hecho durante el tiroteo? ¿Cuánto había durado el tiroteo? ¿Llegaron a salir de la quebrada de Huayjaco? Desde que comenzó hasta que terminó y sin omitir detalle, Don Eugenio.
Tiros, no cabía duda. Mayta estaba con una rodilla en tierra, empuñando la metralleta y observando en mínimo: el horizonte dentado de unas cumbres. Una sombra pasó aleteando. ¿Un cóndor? No recordaba haber visto a ninguno vivo, sólo en fotos. Advirtió que el Juez de Paz se persignaba y que, con los ojos cerrados y las manos juntas, se ponía a rezar. Volvió a escuchar una ráfaga, en la misma dirección que la anterior. ¿A qué hora volvería Vallejos? Como respondiendo a su deseo, el Alférez asomó por el borde de la elevación. Y, detrás de él, la cara de un josefino del grupo intermedio: Perico Temoche. Se deslizaron por la ladera hasta ellos. La cara de Temoche estaba lívida y sus manos y la culata de su Máuser manchadas de barro, como si se hubiera caído.
—Están tirándole a la vanguardia —dijo Vallejos—. Pero andan lejos, el segundo grupo no los ha visto.
—¿Qué hacemos? —dijo Mayta.
—Avanzar —repuso Vallejos, con energía—. El primer grupo es el importante, hay que salvar esas armas. Trataremos de distraerlos, hasta que la vanguardia se aleje. Vamos, de una vez. Sepárense bastante uno de otro.
Mientras trepaban el muro de la hondonada, Mayta se preguntó por qué a nadie se le había ocurrido darle un fusil a Don Eugenio ni a él pedirlo. Si había que pelear, el Juez iba a vérselas negras. No se sentía agitado, no tenía miedo. Se había adueñado de él una gran serenidad. No sentía sorpresa por los tiros. Estaba esperándolos desde que salieron de Jauja, nunca había creído que les llevaran tanta ventaja como decía el Alférez. Qué estupidez demorarse así en Quero.
En lo alto de la hondonada, se agazaparon para mirar. No se veía a nadie: sólo la tierra parda y sinuosa, subiendo siempre, con ocasionales breñas y riscos, donde, pensó, podían protegerse si los perseguidores se aparecían a la vuelta de una cumbre.
—Vayan cubriéndose en las rocas —dijo Vallejos. Llevaba su metralleta en la mano izquierda y con la derecha les indicaba que se separaran más. Corría casi, inclinado, mirando en torno. Detrás de él iba el letrado, y, al poco rato, Mayta y Perico Temoche quedaron rezagados. No había vuelto a oír tiros. El cielo se despejaba: había menos nubes y ya no plomizas, preñadas de tormenta, sino blancas y esponjosas. «Mala suerte, ahora convendría que lloviera», pensó. Avanzaba atento a su corazón, temeroso de que sobrevinieran el ahogo, la arritmia, la fatiga. Pero no, se sentía bien, aunque con algo de frío. Forzando la vista, trató de divisar a los grupos delanteros. Era imposible por lo entrecortado del terreno y la abundancia de ángulos muertos. En un momento, entre dos pequeñas elevaciones, le pareció distinguir los puntos movedizos. Llamó con la mano a Perico Temoche:
—¿Son ésos los de tu grupo?
El muchacho asintió varias veces, sin hablar. Parecía más niño, así, con la cara desencajada. Apretaba su fusil como si quisieran arrebatárselo y parecía haber perdido la voz.
—No se han vuelto a oír —trató de animarlo—. A lo mejor era falsa alarma.
—No, no era falsa alarma —balbuceó Perico Temoche—. Eran de verdad.
Y, muy bajito, haciendo esfuerzos para sobreponerse, le contó que, al sonar los primeros disparos, todo su grupo había alcanzado a ver que, adelante, la vanguardia se dispersaba en tanto que alguien, seguramente Condori, levantaba su fusil para contestar el ataque. Zenón Gonzales gritó: «Al suelo, al suelo». Permanecieron tendidos hasta que se apareció Vallejos y les ordenó seguir. Se lo había traído a él para que hiciera de correo.
—Ya sé por qué —le sonrió Mayta—. Porque eres el más rápido. ¿Y también el de más agallas?
El josefino sonrió apenas, sin abrir la boca. Seguían caminando juntos, mirando a un lado y a otro. Vallejos y el Juez de Paz les habían sacado unos veinte metros de ventaja. Minutos después oyeron otra salva.
—La anécdota divertida es que en pleno tiroteo me resfrié —dice Don Eugenio—. Había habido una fuerte lluvia y yo estaba empapado ¿ve usted?
Sí, el hombrecillo pequeño, enchalecado y ensombrerado, en medio de los guerrilleros, bajo las balas de los guardias que los tiroteaban desde las cumbres, comienza a estornudar. Tratando de ponerlo en apuros, le pregunto en qué momento comprendió que aquellos hombres eran unos insurrectos y puro cuento lo de las maniobras y la entrega de Aína. No se incomoda:
—Cuando empezó la balacera —dice, con convencimiento absoluto— todo se explicó solito. Caracho, imagínese mi situación. Sin saber cómo, encontrarme ahí, entre balas que zumbaban.
Hace una pausa, sus ojitos se aguan otra vez y a mí me vuelve el recuerdo de aquella tarde, en París, dos o tres días después de la tarde que evocamos. Era a la hora en que religiosamente dejaba de escribir y salía a comprar Le Monde y a leerlo tomando un express en el bistrot Le Tournon, de la esquina de mi casa. El nombre estaba mal escrito, habían cambiado la y por una i, pero no tuve la menor duda: era mi condiscípulo del Salesiano. Aparecía en una noticia sobre el Perú, casi invisible de pequeña, apenas seis o siete líneas, no más de cien palabras. «Frustrado intento insurreccional», algo así, y no estaba claro si el movimiento tenía ramificaciones, pero sí que los cabecillas habían sido muertos o capturados. ¿Estaba Mayta preso o muerto? Fue lo primero que pensé, mientras se me caía de la boca el Gauloise y leía y releía la noticia sin acabar de aceptar que en mi lejanísimo país hubiera ocurrido una cosa así y que mi compañero de lectura de El conde de Montecristo fuera el protagonista. Pero que el Mayta sin y griega de Le Monde era él fue una certeza desde el primer instante.
—¿A qué hora empezaron a llegar aquí los prisioneros? —repite mi pregunta Don Eugenio, como si lo hubiera interrogado a él. En realidad se lo he preguntado a los ancianos de Quero, pero es bueno que sea el Juez de Paz, hombre de confianza de los vecinos, quien se muestre, interesado en saberlo—. Sería ya de noche ¿no es cierto?
Hay una onda de noes, cabezas que niegan, voces que se disputan la palabra. No había anochecido, era la tardecita. Los guardias volvieron en dos grupos; el primero, traía tendido, en una de las acémilas de Doña Teofrasia, al Presidente de la Comunidad de Uchubamba. ¿Venía muerto ya Condori? Agonizando. Le habían caído dos balazos, en la espalda y en el cuello, y estaba manchado de sangre. También traían a varios josefinos, con las manos amarradas. En ese tiempo se tomaban prisioneros. Ahora, mejor morir peleando porque al que agarran, después de sacarle lo que sabe, de todas maneras lo matan, ¿no, señor? En fin, a los muchachos les habían quitado los cordones de los zapatos para que no intentaran escaparse. Caminaban como pisando huevos, y, pese a arrastrar los pies, algunos perdían los chuzos. Llevaron a Condori a casa del teniente–gobernador y le hicieron una curación, pero por gusto, pues se les murió al ratito. A eso de la media hora llegaron los otros. Vallejos les hacía señas de que se apuraran.
—Más rápido, más rápido —lo oyó gritar.
Mayta trató pero no pudo. Ahora también Perico Temoche le había sacado varios metros. Se oían tiros aislados y no podía localizar de dónde provenían ni si estaban más cerca o más lejos que antes. Temblaba, pero no de soroche sino de frío. Y en eso vio a Vallejos alzar su metralleta: el disparo estalló en sus tímpanos. Miró la cumbre a la que el Alférez había disparado y sólo vio rocas, tierra, matas de ichu, picos quebrados, cielo azul, nubecillas blancas. Él también apuntaba hacia allá, el dedo en el gatillo.
—Por qué se paran, carajo —los urgió Vallejos, de nuevo—. Sigan, sigan.
Mayta le obedeció y, durante un buen rato, caminó muy de prisa, con el cuerpo inclinado, saltando sobre los pedruscos, corriendo a veces, tropezando, sintiendo que el frío calaba sus huesos y que su corazón enloquecía. Oyó nuevos disparos y en un momento estuvo seguro que un tiro había despotrillado unas piedras, a poca distancia. Pero, por más que miraba las cimas, no divisaba a un atacante. Era por fin una máquina que no piensa, que no duda, que no recuerda, un cuerpo concentrado en la tarea de seguir corriendo para no quedarse atrás. De pronto se le doblaron las rodillas y se detuvo, jadeante. Tambaleándose, dio unos pasos y se encogió detrás de unas piedras musgosas. El Juez de Paz, Vallejos y Perico Temoche seguían avanzando, muy rápido. Ya no podrás alcanzarlos, Mayta. El Alférez se volvió y Mayta le hizo señas de que siguiera. Y, mientras hacía esos gestos, percibió, esta vez sin sombra de duda, que un tiro se estrellaba a pocos pasos: había abierto un pequeño orificio en el suelo y levantado un humito. Se encogió lo más que pudo, miró, buscó, y, colgada del parapeto de rocas a su derecha, vio clarito la cabeza de un guardia y un fusil que le apuntaba. Se estaba cubriendo por el lado equivocado. Circundó las piedras a gatas, se tumbó en el suelo y sintió tiros sobre su cabeza. Cuando, por fin, pudo apuntar y disparó, tratando de aplicar las instrucciones de Vallejos —el blanco debe coincidir con el alza—, el guardia ya no estaba en el parapeto. La ráfaga lo hizo remecerse y lo aturdió. Vio que sus tiros descascaraban la roca, un metro por debajo de donde había asomado el guardia.
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