Array Array - Historia de Mayta
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—Corre, corre, yo te cubro —oyó gritar a Vallejos. El Alférez apuntaba hacia el parapeto.
Mayta se reincorporo y corrió. El frío lo entumecía, sus huesos parecían crujir bajo su piel. Era un frío helado y ardiente que lo hacía sudar, igualito que la fiebre. Cuando llegó junto a Vallejos se arrodilló y apuntó también hacia las rocas.
—Hay unos tres o cuatro ahí —dijo el Alférez, señalando—. Vamos a progresar por saltos, en escalón. No quedarse quietos porque nos rodearían. Que no nos corten de los otros. Cúbreme.
Y, sin esperar su respuesta, se incorporó y echó a correr. Mayta siguió vigilando los riscos de la derecha, el dedo en el gatillo de la metralleta, pero no asomó ninguna figura. Por fin, buscó a Vallejos y lo divisó, lejísimos, haciéndole señas de que avanzara, él lo cubriría. Echó a correr y a los pocos pasos volvió a oír tiros, pero no se detuvo y siguió corriendo y al poco rato descubrió que era el Subteniente quien disparaba. Cuando lo alcanzó estaban junto a él Perico Temoche y el Juez de Paz. El chiquillo cargaba su Máuser con una cacerina de cinco balas que sacó de un bolsón colgado en la cintura. Había estado disparando, pues.
—¿Y los otros grupos? —preguntó Mayta. Tenían delante un roquedal que les cortaba la visión.
—Los hemos perdido, pero saben que no pueden pararse —dijo Vallejos, con vehemencia, sin apartar la mirada del contorno. Y, luego de una pausa—: Si nos cercan, nos jodimos. Hay que avanzar hasta que oscurezca.
—De noche no habrá peligro. De noche no hay persecución que valga.
«Hasta que anochezca», pensó Mayta. ¿Cuánto faltaba? ¿Tres, cinco, seis horas? No le preguntó a Vallejos la hora. Más bien, metió la mano en su sacón y una vez más —lo había hecho docenas de veces en el día— comprobó que tenía muchas cacerinas de repuesto.
—Progresión de dos en dos —ordenó Vallejos—. Yo y el doctor, tú y Perico. Cubriéndonos. Atención, no se descuiden, correr agachados. Vamos, doctorcito.
Salió corriendo y Mayta vio que ahora el Juez de Paz tenía un revólver en la mano. ¿De dónde lo había sacado? Debía ser el del Alférez, por eso llevaba la cartuchería abierta. Y en eso vio surgir dos siluetas humanas encima de su cabeza, entre los cañones de los fusiles. Una gritó: «Ríndanse, carajo». Él y Perico dispararon al mismo tiempo.
—No los pescaron a todos ese mismo día —dice Don Eugenio—. Dos josefinos se les escaparon: Teófilo Puertas y Felicio Tapia.
Conozco la historia por boca de los protagonistas, pero no lo interrumpo, para ver las coincidencias y discrepancias. Detalles más, detalles menos, la versión del antiguo Juez de Paz de Quero es muy semejante a la que he oído. Puertas y Felicio estaban en la vanguardia, bajo el mando de Condori, el primer grupo en ser detectado por una de las patrullas en que se habían dividido los guardias para batir la zona. De acuerdo a las instrucciones de Vallejos, Condori trató de seguir avanzando, a la vez que repelía el ataque, pero al poco rato fue herido. Esto provocó la espantada. Los muchachos echaron a correr, dejando abandonadas las acémilas con las armas. Puertas y Tapia se ocultaron en una cueva de vizcachas. Permanecieron allí toda la noche, medio helados de frío. Al día siguiente, hambrientos, confusos, resfriados, deshicieron el camino y llegaron a Jauja sin ser descubiertos. Ambos se presentaron a la Comisaría acompañados de sus padres.
—Felicio estaba hinchado —asegura el Juez de Paz—. De la tremenda tunda que recibió en su casa por dárselas de revolucionario.
Del grupo de vecinos de Quero que nos acompañaban sólo quedan ahora, bajo la glorieta, una pareja de viejos. Los dos recuerdan la entrada de Zenón Gonzales, amarrado de un caballo, descalzo, con la camisa rota, como si hubiera forcejeado con los guardias, y, detrás de él, el resto de los josefinos, también amarrados y con los zapatos sin pasadores. Uno de ellos —nadie sabe cuál— lloraba. Uno morochito, dicen, uno de los menorcitos. ¿Lloraba porque le habían pegado? ¿Porque estaba herido, asustado? Quién sabe. Tal vez por la mala suerte del pobre Alférez.
Y así, trepando, trepando siempre, de dos en dos, estuvieron un tiempo que a Mayta
le pareció horas, pero no debía serlo porque la luz no cedía lo más mínimo. Por parejas
que eran Vallejos y el letrado y Mayta y Perico Temoche, o Vallejos y el josefino y Mayta
y el letrado, dos corrían y dos los cubrían, estaban juntos lo suficiente para darse ánimos
y recobrar el aliento y continuaban. Veían las caras de los guardias a cada momento y
cambiaban tiros que nunca parecían dar en el blanco. No eran tres o cuatro, como
suponía Vallejos, sino bastantes más, de otro modo hubieran tenido que ser ubicuos para
aparecer en sitios tan diferentes. Asomaban en las partes altas, ahora por los dos lados,
aunque el peligroso era la derecha, donde la balaustrada de rocas se hallaba muy
próxima del terreno por el que corrían. Los estaban siguiendo por el filo de la cumbre y,
aunque a ratos Mayta creía que los había dejado atrás, siempre reaparecían. Había
cambiado un par de veces la cacerina. No se sentía mal; con frío, sí, pero su cuerpo
estaba respondiendo al tremendo esfuerzo, a esas carreras a semejante altura. ¿Cómo
no hay nadie herido?, pensaba. Porque les habían disparado ya muchas balas. Es que los
guardias se cuidaban, asomaban apenas la cabeza y tiraban a la loca, por cumplir, sin
demorarse en apuntar, temerosos de resultar un blanco fácil para los rebeldes. Tenía la
impresión de un juego, de una ceremonia ruidosa pero inofensiva. ¿Iba a durar hasta que
oscureciera? ¿Podrían escabullirse de los guardias? Parecía imposible que la noche fuera
a caer alguna vez, a oscurecerse este cielo tan lúcido. No se sentía abatido. Sin
arrogancia, sin patetismo, pensó: «Mal que mal estás siendo lo que querías, Mayta».
—Listo, Don Eugenio. Corramos. Nos están cubriendo.
—Váyase usted, nomás, a mí no me dan las piernas —le repuso el Juez de Paz, muy despacio—. Yo me quedo. Llévese esto, también.
En lugar de entregárselo, le arrojó el revólver, que Mayta tuvo que agacharse a recoger. Don Eugenio se había sentado, con las piernas abiertas. Sudaba copiosamente y tenía la boca torcida en una mueca ansiosa, como si se hubiera quedado sin aire. Su postura y su expresión eran las de un hombre que ha llegado al límite de la resistencia y al que el agotamiento ha vuelto indiferente. Comprendió que no tenía objeto discutir con él.
—Buena suerte, Don Eugenio —dijo, echando a correr. Cruzó muy rápido los treinta o cuarenta metros que lo separaban de Vallejos y de Perico Temoche, sin oír tiros; cuando llegó donde ellos, ambos, rodilla en tierra, disparaban. Trató de explicarles lo del Juez de Paz, pero jadeaba en tal forma que no le salió la voz. Desde el suelo, intentó disparar y no pudo; su metralleta estaba encasquillada. Disparó con el revólver, los tres últimos tiros, con la sensación de que lo hacía por gusto. El parapeto estaba muy cerca y había una ringlera de fusiles apuntándoles: los quepis aparecían y desaparecían. Oía gritar amenazas que el viento traía hacia ellos muy claras: «Ríndanse, carajo», «Ríndanse, conchas de su madre». «Sus cómplices ya se rindieron», «Recen, perros». Se le ocurrió: «Tienen orden de capturarnos vivos». Por eso no había nadie herido. Disparaban sólo para asustarlos. ¿Sería cierto que la vanguardia se había entregado? Estaba más tranquilo e intentó hablar a Vallejos de Don Eugenio, pero el Alférez lo cortó con un ademán enérgico.
—Corran, yo los cubro —Mayta advirtió, por su voz y por su cara, que esta vez sí estaba muy alarmado—. Rápido, éste es mal sitio, nos están cerrando. Corran, corran.
Y le dio una palmada en el brazo. Perico Temoche echó a correr. Se incorporó y corrió
también, oyendo que, al instante, silbaban las balas a su alrededor. Pero no se detuvo, y,
ahogándose, sintiendo que el hielo traspasaba sus músculos, sus huesos, su sangre,
siguió corriendo, y, aunque se tropezó y cayó dos veces y en una de ellas perdió el
revólver que llevaba en la mano izquierda, en ambas se levantó y siguió, haciendo un
esfuerzo sobrehumano. Hasta que se le doblaron las piernas y cayó de rodillas. Se
encogió en el suelo.
—Les hemos sacado ventaja —oyó decir a Perico Temoche. Y, un instante después—: ¿Dónde está Vallejos? ¿Tú lo ves? —Hubo una pausa larga, con jadeos—. Mayta, Mayta, creo que estos conchas de su madre le han dado.
Entre el sudor que le nublaba la vista advirtió que, allá abajo, donde se había quedado el Alférez cubriéndolos —habían corrido unos doscientos metros— se movían unas siluetas verdosas.
—Corramos, corramos —acezó, tratando de incorporarse. Pero no le respondieron los brazos ni las piernas y entonces rugió—: Corre, Perico. Yo te cubro. Corre, corre.
—A Vallejos lo trajeron de noche, yo mismo lo vi, ¿ustedes no lo vieron? —dice el Juez de Paz. Los dos viejos de la glorieta lo confirman, moviendo sus cabezas. Don Eugenio señala de nuevo la casita con el escudo, sede de la Gobernación—. Lo vi desde ahí. En ese cuarto del balcón nos tenían a los prisioneros. Lo trajeron en un caballo, tapado con una manta que les costó desprender porque se había pegado con la sangre de los balazos. Él sí estaba requetemuerto al entrar a Quero.
Lo escuchó divagar sobre cómo y quién mató a Vallejos. Es un tema que he oído referir tanto y por tantos, en Jauja y en Lima, que sé de sobra que nadie me dará ya ningún dato que no sepa. El ex–Juez de Paz de Quero no me ayudará a aclarar cuál es la cierta entre todas las hipótesis. Que si murió en el tiroteo entre insurrectos y guardias civiles. Que si sólo fue herido y lo remató el Teniente Dongo, en venganza por la humillación que le hizo pasar al capturar su Comisaría y encerrarlo en su propio calabozo. Que si lo capturaron ileso y lo fusilaron, por orden superior, allá, en la puna de Huayjaco, para escarmiento de oficiales con veleidades revoltosas. El Juez de Paz las menciona todas, en su monólogo reminiscente, y, aunque con cierta prudencia, me da a entender que se inclina por la tesis de que el joven Alférez fue ejecutado por el Teniente Dongo. La venganza personal, el enfrentamiento del idealista y el conformista, el rebelde y la autoridad: son imágenes que corresponden a las apetencias románticas de nuestro pueblo. Lo cual no quiere decir, claro está, que no puedan ser ciertas. Lo seguro es que este punto de la historia —en qué circunstancias murió Vallejos— tampoco se aclarará. Ni cuántas balas recibió: no se hizo autopsia y el parte de defunción no lo menciona. Los testigos dan sobre esto las versiones más antojadizas: desde una bala en la nuca hasta un cuerpo como un colador. Lo único definitivo es que lo trajeron a Quero ya cadáver, en un caballo, y que de aquí lo trasladaron a Jauja, donde la familia retiró el cuerpo al día siguiente, para llevárselo a Lima. Fue enterrado en el viejo camposanto de Surco. Es un cementerio que está ahora en desuso, con viejas lápidas en ruinas y caminillos invadidos por la maleza. En torno a la tumba del Alférez, en la que sólo hay un nombre y la fecha de su muerte, ha crecido un matorral de hierba salvaje.
—¿Y también vio a Mayta cuando lo trajeron, Don Eugenio?
A Mayta, que no quitaba los ojos de los guardias aglomerados allá abajo, donde se había quedado Vallejos, le iba volviendo la respiración, la vida. Seguía en el suelo, apuntando al vacío con su metralleta atascada. Procuraba no pensar en Vallejos, en lo que podía haberle ocurrido, sino en recobrar las fuerzas, incorporarse y alcanzar a Perico Temoche. Tomando aire, se enderezó, y casi doblado en dos corrió, sin saber si le disparaban, sin saber dónde pisaba, hasta que tuvo que detenerse. Se tiró al suelo, con los ojos cerrados, esperando que las balas se incrustaran en su cuerpo. Vas a morir, Mayta, esto es estar muerto.
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