Array Array - Historia de Mayta
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Para llegar hasta allí hay que pasar frente a la Plaza de Toros, atravesar el barrio de Zárate , y, después, pobres barriadas, y, por fin, muladares en los que se alimentan los chanchos de las llamadas «chancherías clandestinas». La pista pierde el asfalto y se llena de agujeros. En la húmeda mañana, entonces, medio borrados por la neblina, aparecen los pabellones de cemento, incoloros como los arenales del contorno. Incluso a gran distancia se advierte que las innumerables ventanas han perdido todos los vidrios, si alguna vez los tuvieron, y que la animación en los cuadraditos simétricos son caras, ojos, atisbando el exterior.
De esa primera visita recuerdo el hacinamiento, esos seis mil reclusos asfixiados en unos locales construidos para mil quinientos, la suciedad indescriptible y la atmósfera de violencia empozada, a punto para estallar con cualquier pretexto en refriegas y crímenes. En esa masa desindividualizada, que tenía más de horda o jauría que de colectividad humana, se encontraba entonces Mayta, ahora lo sé con seguridad. Pudiera ser que lo hubiera mirado y hasta cambiado una venia con él. ¿Estaría entonces en el pabellón número dos? ¿Asistiría a la inauguración de la biblioteca?
Los pabellones se alinean en dos hileras, los impares adelante y los pares atrás. Rompe la simetría un pabellón excéntrico, recostado contra las alambradas y muros occidentales, donde tienen aislados a los maricas. Los pabellones pares son de presos reincidentes o de delitos mayores, en tanto que ocupan los impares los primerizos, aún no condenados o que cumplen condenas leves. Lo que quiere decir que Mayta, en los últimos años, ha sido inquilino de un pabellón par. Los presos están barajados en los pabellones por los barrios de donde proceden: el Agustino, Villa el Salvador, La Victoria, El Porvenir. ¿En cuál catalogarían a Mayta?
El auto avanza despacio y me doy cuenta que desacelero a cada momento, de manera inconsciente, tratando de retardar lo más posible esta segunda visita a Lurigancho. ¿Me asusta la idea de enfrentarme por fin con el personaje sobre el que he estado investigando, interrogando a la gente, fantaseando y escribiendo hace un año? ¿O mi repugnancia a ese lugar es más fuerte aun que mi curiosidad por conocer a Mayta? Al terminar aquella primera visita pensé: «No es verdad que los reclusos vivan como animales: éstos tienen más espacio para moverse; las perreras, pollerías, establos, son más higiénicos que Lurigancho».
Entre los pabellones corre el llamado, sarcásticamente, Jirón de la Unión, un pasadizo estrecho y atestado, casi a oscuras de día y en tinieblas de noche, donde se producen los choques más sangrientos entre las bandas y los matones del penal y donde los canches subastan a sus pupilos. Tengo muy presente lo que fue cruzar el pasadizo de pesadilla, entre esa fauna calamitosa y como sonámbula, de negros semidesnudos y cholos con tatuajes, mulatos de pelos intrincados, verdaderas selvas que les llovían hasta la cintura, y blancos alelados y barbudos, extranjeros de ojos azules y cicatrices, chinos escuálidos e indios en ovillos contra las paredes y locos que hablaban solos. Sé que Mayta regenta desde hace años un quiosco de alimentos y bebidas en el Jirón de la Unión. Por más que busco, en mi memoria no se delinea, en el bochornoso corredor, ningún puesto de venta. ¿Estaba tan turbado que no me di cuenta? ¿O el quiosco era una manta en el suelo donde Mayta, en cuclillas, ofrecía jugos, frutas, cigarrillos y gaseosas?
Para llegar al pabellón número dos tuve que circundar los pabellones impares y franquear dos alambradas. El director del penal, despidiéndome en la primera, me dijo que de allí en adelante seguía por mi cuenta y riesgo, pues los guardias republicanos no entran a ese sector ni nadie que tenga un arma de fuego. Apenas crucé la reja, una multitud se me vino encima, gesticulando, hablando todos a la vez. La delegación que me había invitado me rodeó y así avanzamos, yo en medio de la argolla, y, afuera, una muchedumbre de reos que, confundiéndome con alguna autoridad, exponían su caso, desvariaban, protestaban por abusos, vociferaban y exigían diligencias. Algunos se expresaban con coherencia pero la mayoría lo hacía de manera caótica. Noté a todos desasosegados, violentos, aturdidos. Mientras caminábamos, tenía, a la izquierda, la explicación de la sólida hediondez y las nubes de moscas: un basural de un metro de altura en el que debían haberse acumulado los desperdicios de la cárcel a lo largo de meses y años. Un reo desnudo dormía a pierna suelta entre las inmundicias. Era uno de los locos a los que se acostumbra distribuir en los pabellones de menos peligrosidad, es decir en los impares. Recuerdo haberme dicho, luego de aquella primera visita, que lo extraordinario no era que hubiera locos en Lurigancho, sino que hubiera tan pocos, que los seis mil reclusos no se hubieran vuelto, todos, dementes, en esa ignominia abyecta. ¿Y si, en estos años, Mayta se hubiera vuelto loco?
Volvió un par de veces más a la cárcel, después de pasar cuatro años preso por los sucesos de Jauja, la primera a los siete meses de haber sido amnistiado. Es sumamente difícil reconstruir su historia desde entonces —una historia policial y penal—, porque, a diferencia de aquel episodio, no hay casi documentación sobre los hechos en los que fue acusado de intervenir, ni testigos que quieran abrir la boca. Los sueltos periodísticos que he podido encontrar, en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, son tan escasos que es prácticamente imposible saber qué papel jugó en esos asaltos de los que, al parecer, fue protagonista. Es también imposible deslindar si esas acciones fueron políticas o simples delitos comunes. Conociendo a Mayta, puede pensarse que es improbable que no fueran operaciones políticas, pero ¿qué quiere decir «conociendo a Mayta»? El Mayta sobre el que he investigado tenía unos cuarenta años. El de ahora más de sesenta. ¿Es el mismo?
¿En qué pabellón de Lurigancho habrá pasado estos últimos diez años? ¿El cuatro, el seis, el ocho? Todos ellos deben ser, más o menos, como el que conocí: recintos de techo bajo, de luz mortecina (cuando la electricidad no está cortada), fríos y húmedos, con unos ventanales de rejas herrumbradas y un socavón parecido a una cloaca, sin rastro de servicios higiénicos, donde la posesión de un espacio para tenderse a dormir, entre excrementos, bichos y desperdicios, es una guerra cotidiana. Durante la ceremonia de inauguración de la biblioteca —un cajón pintado, con un puñadito de libros de segunda mano— vi varios borrachos, tambaleándose. Cuando sirvieron, en unas latitas, una bebida para brindar, supe que se emborrachaban con chicha de yuca fermentada, fuertísima, fabricada en los propios pabellones. ¿Se emborracharía también con esa chicha, en momentos de depresión o de euforia, mi supuesto condiscípulo?
El episodio que regresó a Mayta a la cárcel, después de lo de Jauja, hace veintiún años, ocurrió en La Victoria, cerca de la calle que era la vergüenza del barrio, un hormiguero de prostitutas: el Jirón Huatica. Tres hampones, dice La Crónica, único diario que informó al respecto, capturaron un garaje donde funcionaba el taller de mecánica de Teodoro Ruiz Candi. Cuando éste llegó al lugar, a las ocho de la mañana, encontró que adentro lo esperaban tres sujetos con revólveres. Así cayó también prisionero el aprendiz Eliseno Carabías López. El objetivo de los asaltantes era el Banco Popular. Al fondo del garaje, una ventana se abría sobre un descampado al que daba la puerta falsa de esa agencia bancaria. A mediodía, una camioneta entraba al descampado y por la puerta falsa sacaban el dinero depositado en el Banco para llevarlo a la oficina central, o metían a la sucursal el dinero que les enviaba la matriz para sus transacciones. Hasta esa hora, permanecieron en el taller con sus dos prisioneros. Espiaban por la ventanita y fumaban. Se cubrían las caras pero tanto el dueño como el aprendiz aseguraron que uno de ellos era Mayta. Más: que él daba las órdenes.
Cuando se oyó un motor, saltaron por la ventana al descampado. En verdad, no hubo tiroteo. Los asaltantes tomaron de sorpresa al chófer y al guardia y los desarmaron, cuando los empleados del Banco ya habían colocado en la camioneta una bolsa sellada con una recaudación de tres millones de soles. Luego de obligarlos a tenderse en el suelo, uno de los hampones abrió la puerta del descampado a la Avenida 28 de Julio y se trepó a la carrera a la camioneta del Banco en la que habían subido sus dos compañeros con el botín. Salieron acelerados. Por nerviosismo o torpeza del conductor, la camioneta embistió a un afilador de cuchillos y fue a estrellarse contra un taxi. Dio, según La Crónica, dos vueltas de campana antes de quedar patas arriba. Pero los ladrones consiguieron salir del vehículo y darse a la fuga. Mayta fue capturado horas después. La información no dice si el dinero fue recobrado ni he logrado averiguar si, más tarde, cayeron los otros dos cómplices.
No he conseguido saber tampoco si Mayta llegó a ser juzgado por el atraco. Un parte policial que rescaté de los archivos de la Comisaría de La Victoria repite, detalles más detalles menos, la información de La Crónica (la humedad ha deteriorado de tal modo el papel que es arduo descifrarlo). No hay rastro de instructiva judicial. En los expedientes del Ministerio de Justicia, donde se lleva la estadística de los reos y sus prontuarios, en el de Mayta el asunto figura confusamente. Hay una fecha —16 de abril de 1963— que debe ser el día en que fue pasado de la Comisaría a la cárcel, luego la indicación «Tentativa de asalto a entidad bancada, con heridos y contusos, más secuestro, accidente de tránsito y embestida a peatón», y, finalmente, la mención del Juzgado a cargo del asunto. No hay más datos. Es posible que la instructiva se dilatara, el Juez se muriera o perdiera su puesto y todas las causas quedaran estancadas, o, simplemente, que el legajo se perdiera. ¿Cuántos años estuvo Mayta en Lurigancho por este suceso? Tampoco he podido saberlo. Está registrado su ingreso pero no su salida. Es una de las cosas que me gustaría preguntarle. Su rastro, en todo caso, se me pierde hasta hace diez años, cuando volvió a la cárcel. Esta vez sí fue debidamente juzgado y sentenciado a quince años por «extorsión, secuestro y atraco criminal resultante en pérdida de vida». Si las fechas del expediente son exactas, lleva poco menos de once años en Lurigancho.
He llegado, por fin. Me someto al trámite: registro de pies a cabeza por la guardia republicana y entrega de mis documentos que se quedarán en la Prevención hasta el fin de la visita. El Director ha indicado que me hagan pasar a su oficina. Un auxiliar de civil me lleva hasta aquí, luego de cruzar un patio, fuera de las alambradas, desde el que se domina el penal. Este sector es el más aseado y el menos promiscuo de la cárcel.
El despacho del Director está en el segundo piso de una construcción de cemento, fría y descascarada. Un cuartito donde hay, apenas, una mesa de metal y un par de sillas. Paredes totalmente desnudas; en el escritorio no se ve siquiera un lápiz o un papel. El Director no es el de hace cinco años sino un hombre más joven. Está informado sobre el motivo de mi visita y ordena que traigan aquí al reo con el que quiero conversar. Me prestará su oficina para la entrevista, pues éste es el único sitio donde estaré tranquilo. «Ya habrá visto que aquí en Lurigancho no hay donde moverse con la cantidad de gente.» Mientras esperamos, añade que las cosas nunca marchan bien, por más esfuerzos que se hagan. Ahora, los reclusos, alborotados, amenazan con una huelga de hambre porque, según ellos, se les quiere limitar las visitas. No hay nada de eso, me asegura. Simplemente, para controlar mejor a esas visitas que son las que introducen la droga, el alcohol y las armas, se ha dispuesto un día para las visitas mujeres y otro para los hombres. Así habrá menos gente cada vez y se podrá registrar con más cuidado a cada visitante. Si por lo menos se pudiera frenar el contrabando de cocaína, se ahorrarían muchas muertes. Porque es sobre todo por la pasta, por los pitos, que se agarran a chavetazos. Más que por el alcohol, la plata o los maricas: por la droga. Pero, hasta ahora, ha sido imposible impedir que la metan. ¿Los guardianes y celadores no hacen también negocios con las drogas? Me mira, como diciéndome: «Para qué pregunta lo que sabe».
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