Array Array - Historia de Mayta

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—El personaje de mi novela es maricón —le digo, después de un rato.

Levanta la cabeza como picado por una avispa. El disgusto le va torciendo la cara. Está sentado en un sillón bajito, de espaldar ancho, y ahora sí parece tener sesenta o más años. Lo veo estirar las piernas y frotarse las manos, tenso.

—¿Y por qué? —pregunta, al fin.

Me toma de sorpresa: ¿acaso lo sé? Pero improviso una explicación.

—Para acentuar su marginalidad, su condición de hombre lleno de contradicciones. También, para mostrar los prejuicios que existen sobre este asunto entre quienes, supuestamente, quieren liberar a la sociedad de sus taras. Bueno, tampoco sé con exactitud por qué lo es.

Su expresión de desagrado se acentúa. Lo veo alargar la mano, coger el vaso de agua que ha colocado sobre unos libros, manosearlo y, al advertir que está vacío, volverlo a su sitio.

—Nunca tuve prejuicios sobre nada —murmura, luego de un silencio—. Pero, sobre los maricas, creo que tengo. Después de haberlos visto. En el Sexto, en el Frontón. En Lurigancho es todavía peor.

Queda un rato pensativo. La mueca de disgusto se atenúa, sin desaparecer. No hay asombro de compasión en lo que dice:

—Depilándose las cejas, rizándose las pestañas con fósforos quemados, pintándose la boca, poniéndose faldas, inventándose pelucas, haciéndose explotar igualito que las putas por los cafiches. Cómo no tener vómitos. Parece mentira que el ser humano pueda rebajarse así. Mariquitas que le chupan el pájaro a cualquiera por un simple pucho… — Resopla, con la frente nuevamente llena de sudor. Agrega entre dientes—: Dicen que Mao fusiló a todos los que había en China. ¿Será cierto?

Se vuelve a levantar para ir al baño y mientras espero que vuelva, miro por la ventana. En el cielo casi siempre nublado de Lima, esta noche se ven las estrellas, algunas quietas y otras chispeando sobre la mancha negra que es el mar. Se me ocurre que Mayta, allá en Lurigancho, en noches así, debía contemplar hipnotizado las estrellas lucientes, espectáculo limpio, sereno, decente: dramático contraste con la degradación violenta en que vivía.

Cuando regresa, dice que lamenta no haber viajado nunca al extranjero. Era su gran ilusión, cada vez que salía de la cárcel: irse, empezar en otro país, desde cero. Lo intentó por todos los medios, pero resultaba dificilísimo: por falta de dinero, de papeles en regla, o por ambas cosas. Una vez llegó hasta la frontera, en un ómnibus que iba a llevarlo a Venezuela, pero a él lo desembarcaron en la aduana del Ecuador, pues su pasaporte no estaba en regla.

—De todas maneras no pierdo las esperanzas de irme —gruñe—. Con tanta familia es más difícil. Pero es lo que me gustaría. Aquí no hay perspectiva de trabajo, de nada. No hay. Por donde uno mire, simplemente no hay. Así que no he perdido las esperanzas.

Pero sí las has perdido para el Perú, pienso. Total y definitivamente, ¿no, Mayta? Tú que tanto creías, que tanto querías creer en un futuro para tu desdichado país. Echaste la esponja, ¿no? Piensas, o actúas como si lo pensaras, que eso no cambiará nunca para mejor, sólo para peor. Más hambre, más odio, más opresión, más ignorancia, más brutalidad, más barbarie. También tú, como tantos otros, sólo piensas ahora en escapar antes que nos hundamos del todo.

—A Venezuela, o a México, donde también dicen que hay mucho trabajo, por el petróleo. Y hasta a los Estados Unidos, aunque no hable inglés. Eso es lo que me gustaría.

De nuevo se le va la voz, extenuada por la falta de convicción. A mí también se me va algo en ese instante: el interés por la charla. Sé que no voy a conseguir de mi falso condiscípulo nada más de lo que he conseguido hasta ahora: la deprimente comprobación de que es un hombre destruido por el sufrimiento y el rencor, que ha perdido incluso los recuerdos. Alguien, en suma, esencialmente distinto del Mayta de mi novela, ese optimista pertinaz, ese hombre de fe, que ama la vida a pesar del horror y las miserias que hay en ella. Me siento incómodo, abusando de él, reteniéndolo aquí —es cerca de la medianoche— para una conversación sin consistencia, previsible. Debe ser angustioso para él este escarbar recuerdos, este ir y venir de mi escritorio al baño, una perturbación de su diaria rutina, que imagino monótona, animal.

—Lo estoy haciendo trasnochar demasiado —le digo.

—La verdad es que me acuesto temprano—responde, con alivio, agradeciéndome con una sonrisa que ponga punto final a la charla—. Aunque duermo muy poco, me bastan cuatro o cinco horas. De muchacho, en cambio, era dormilón.

Nos levantamos, salimos, y, en la calle, pregunta por dónde pasan los ómnibus al centro. Cuando le digo que voy a llevarlo, murmura que basta con que lo acerque un poco. En el Rímac puede tomar un micro.

Casi no hay tráfico en la Vía Expresa. Una garúa menudita empaña los cristales del auto. Hasta la Avenida Javier Prado intercambiamos frases inocuas, sobre la sequía del Sur y las inundaciones del Norte, sobre los líos en la frontera. Cuando llegamos al puente, susurra, con visible molestia, que tiene que bajarse un ratito. Freno, se baja y orina al lado del auto, escudándose en la puerta. Al volver, murmura que en las noches, a causa de la humedad, el problema de los riñones se acentúa. ¿Ha ido donde el médico? ¿Sigue algún tratamiento? Está arreglando primero lo de su seguro; ahora que lo tenga irá al Hospital del Empleado a hacerse ver, aunque, parece, se trata de algo crónico, sin cura posible.

Estamos callados hasta la Plaza Grau. Allí, súbitamente —acabo de pasar a un vendedor de emoliente—, como si hablara otra persona, le oigo decir:

—Hubo dos asaltos, cierto. Antes de ese de La Victoria, ese por el que me encerraron. Lo que le dije es verdad: tampoco tuve nada que ver con el secuestro de Pueblo Libre. Ni siquiera estaba en Lima cuando ocurrió, sino en Pacasmayo, en un trapiche.

Se queda callado. No lo apresuro, no le pregunto nada. Voy muy despacio, esperando que se decida a continuar, temiendo que no lo haga. Me ha sorprendido la emoción de su voz, el aliento confidencial. Las calles del centro están oscuras y desiertas. El único ruido es el motor del auto.

—Fue al salir de la cárcel, después de lo de Jauja, después de esos cuatro años adentro —dice, mirando al frente—. ¿Se acuerda de lo que ocurría en el Valle de La Convención, allá en el Cusco? Hugo Blanco había organizado a los campesinos en sindicatos, dirigido varias tomas de tierras. Algo importante, muy diferente de todo lo que venía haciendo la izquierda. Había que apoyar, no permitir que les ocurriera lo que a nosotros en Jauja.

Freno ante un semáforo rojo, en la Avenida Abancay, y él también hace una pausa. Es como si la persona que está a mi lado fuera distinta de la que estuvo hace un rato en mi escritorio y distinta del Mayta de mi historia. Un tercer Mayta, dolido, lacerado, con la memoria intacta.

—Así que tratamos de apoyarlos, con fondos —susurra—. Planeamos dos expropiaciones. En ese momento era la mejor manera de poner el hombro.

No le pregunto con quiénes se puso de acuerdo para asaltar los Bancos; si sus antiguos camaradas del POR(T) o del otro POR, revolucionarios que conoció en la cárcel u otros. En esa época —comienzos de los sesenta— la idea de la acción directa impregnaba el aire y había innumerables jóvenes que, si no actuaban ya de ese modo, por lo menos hablaban día y noche de hacerlo. A Mayta no debió serle difícil conectarse con ellos, ilusionarlos, inducirlos a una acción santificada con el nombre absolutorio de expropiaciones. Lo ocurrido en Jauja debía haberle ganado cierto prestigio ante los grupos radicales. Tampoco le pregunto si él fue el cerebro de aquellos asaltos.

—El plan funcionó en los dos casos como un reloj —agrega—. Ni detenciones ni heridos. Lo hicimos en dos días consecutivos, en sitios distintos de Lima. Expropiamos… —Una breve vacilación, antes de la fórmula evasiva—: … varios millones.

Queda en silencio otra vez. Noto que está profundamente concentrado, buscando las palabras adecuadas para lo que debe ser lo más difícil de contar. Estamos frente a la Plaza de Acho, mole de sombras difuminadas en la neblina. ¿Por dónde sigo? Sí, lo llevaré hasta su casa. Me señala la dirección de Zárate. Es una amarga paradoja que viva, ahora que está libre, en la zona de Lurigancho. La avenida, aquí, es una sucesión de huecos, charcos y basuras. El auto se estremece y da botes.

—Como estaba requetefichado, se acordó que yo no llevara el dinero al Cusco. Allá debíamos entregarlo a la gente de Hugo Blanco. Por una precaución elemental decidimos que yo fuera después, separado de los otros, por mi cuenta. Los camaradas partieron en dos grupos. Yo mismo los ayudé a partir. Uno en un camión de carga, otro en un auto alquilado.

Vuelve a callar y tose. Luego, con sequedad y un fondo de ironía, añade rápido:

—Y, en eso, me cayó la policía. No por las expropiaciones. Por el asalto de La Victoria. En el que yo no había estado, del que yo no sabía nada. Vaya casualidad, pensé. Vaya coincidencia. Qué bien, pensé. Tiene su lado positivo. Los distrae, los va a enredar. Ya no me vincularían para nada con las expropiaciones. Pero no, no era una coincidencia…

De golpe, ya sé lo que me va a contar, he adivinado con toda precisión adonde culminará su relato.

—No lo entendí completamente hasta años después. Quizá porque no quería entenderlo. —Bosteza, con la cara congestionada, y mastica algo—. Incluso, vi un día en Lurigancho un volante a mimeógrafo, sacado por no sé qué grupo fantasma, atacándome. Me acusaban de ladrón, decían que me había robado no sé cuánto dinero del asalto al Banco de La Victoria. No le di importancia, creí que era una de esas vilezas normales en la vida política. Cuando salí de Lurigancho, absuelto por lo de La Victoria, habían pasado dieciocho meses. Me puse a buscar a los camaradas de las expropiaciones. Por qué, en todo ese tiempo, no me habían hecho llegar un solo mensaje, por qué no habían tomado contacto conmigo. Por fin encontré a uno de ellos. Entonces, hablamos.

Sonríe, entreabriendo la boca de dientes incompletos. Ha cesado la llovizna y en el cono de luz de los faros del auto hay tierra, piedras, desperdicios, perfiles de casas pobres.

—¿Le contó que el dinero no llegó nunca a manos de Hugo Blanco? —le pregunto.

—Me juró que él se había opuesto, que él trató de convencer a los otros que no hicieran una chanchada así —dice Mayta—. Me contó montones de mentiras y echó a los demás la culpa de todo. Él había pedido que me consultaran lo que iban a hacer. Según él, los otros no quisieron. «Mayta es un fanático», dice que le dijeron. «No entendería, es demasiado recto para estas cosas.» Entre las mentiras que me contó, se reconocían algunas verdades.

Suspira y me ruega que pare. Mientras lo veo, al lado de la puerta, desabotonándose y abotonándose la bragueta, me pregunto si el Mayta que me sirvió de modelo podría ser llamado fanático, si el de mi historia lo es. Sí, sin duda, los dos lo son. Aunque, tal vez, no de la misma manera.

—Es verdad, yo no hubiera entendido —dice, suavemente, cuando vuelve a mi lado—. Es verdad. Yo les hubiera dicho: la plata de la revolución quema las manos. ¿No se dan cuenta que si se quedan con ella dejan de ser revolucionarios y se convierten en ladrones?

Vuelve a suspirar, hondo. Voy muy despacio, por una avenida en tinieblas, a cuyas orillas hay a veces familias enteras durmiendo a la intemperie, tapadas con periódicos. Perros escuálidos salen a ladrarnos, los ojos encandilados por los faros.

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