Array Array - Historia de Mayta

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Mientras lo oigo, lo observo. Mi primera impresión de un hombre bien conservado, sano y fuerte, era falsa. No debe estar bien de salud. No sólo por ese problema en los riñones que a cada momento lo lleva al baño. Suda mucho y por instantes se congestiona, como si lo acosaran ráfagas de malestar. Se seca la frente con el pañuelo y, a ratos, víctima de un espasmo, se le corta el habla. ¿Se siente mal? ¿Quiere que suspendamos la entrevista? No, está perfectamente, sigamos.

—Me parece que no le gusta tocar el tema de Vallejos y Jauja le digo, de sopetón—. ¿Le molesta por el fracaso que significó? ¿Por las consecuencias que tuvo en su vida?

Niega con la cabeza, varias veces.

—Me molesta porque me doy cuenta que usted está mejor informado que yo — sonríe—. Sí, no es broma. Se me han olvidado muchas cosas y otras las tengo confusas. Quisiera echarle una mano y contarle. Pero, el problema es que ya no sé muy bien todo lo que pasó, ni cómo pasó. Hace mucho de todo eso, dése cuenta.

¿Habladuría, pose? No. Sus recuerdos son vacilantes, y, a menudo, errados. Debo rectificarlo a cada paso. Me asombra, porque, todo este año, obsesionado con el tema, suponía ingenuamente que el protagonista también lo estaba y que su memoria seguía escarbando en lo ocurrido en aquellas horas, un cuarto de siglo atrás. ¿Por qué hubiera sido así? Aquello fue para Mayta un episodio en una vida en la que, antes y después, hubo muchos otros, tanto o acaso más graves. Es normal que éstos desplazaran o empobrecieran a aquél.

—Hay un asunto, sobre todo, que me resulta incomprensible —le digo—. ¿Hubo traición? ¿Por qué desaparecieron los que estaban comprometidos? ¿Dio contraorden el Profesor Ubilluz? ¿Por qué lo hizo? ¿Por miedo? ¿Porque desconfiaba del proyecto? ¿O fue Vallejos, como asegura Ubilluz, quien adelantó el día de la insurrección?

Mayta reflexiona unos segundos, en silencio. Se encoge de hombros:

—Nunca estuvo claro y nunca lo estará —murmura—. Ese día, me pareció que era traición. Después, se volvió más enredado. Porque yo no supe de antemano la fecha prevista para el levantamiento. La fijaron sólo Vallejos y Ubilluz, por razones de seguridad. Éste ha dicho siempre que la fecha acordada era cuatro días después y que Vallejos la adelantó porque se enteró de que lo iban a transferir, debido a un incidente que tuvo con los apristas dos días antes.

Lo del incidente es cierto, está documentado en un periodiquito jaujino de la época. Hubo una manifestación aprista en la Plaza de Armas, para recibir a Haya de la Torre, quien pronunció un discurso desde el atrio de la Catedral. Vallejos, vestido de civil, el Chato Ubilluz y un pequeño grupo de amigos se apostaron en una esquina de la Plaza y al entrar el cortejo le lanzaron huevos podridos. Los búfalos apristas los corretearon, y, después de un conato de refriega, Vallejos, Ubilluz y sus amigos se refugiaron en la peluquería de Ezequiel. Esto es lo único probado. La tesis de Ubilluz y de otra gente, en Jauja, es que Vallejos fue reconocido por los apristas y que éstos hicieron una enérgica protesta por la participación del jefe de la cárcel, un oficial en servicio activo, contra un mitin político autorizado. A consecuencia de esto, habrían advertido a Vallejos que lo iban a transferir. Dicen que fue llamado de urgencia por su jefatura inmediata, la de Huancayo. Ello lo habría impulsado a adelantar cuatro días la rebelión, sin advertir a todos los otros comprometidos. Ubilluz asegura que él se enteró del suceso cuando el Alférez estaba ya muerto y los rebeldes detenidos.

—Antes me parecía que no era cierto, que se corrieron —dice Mayta—. Después, ya no supe. Porque en el Sexto, en el Frontón, en Lurigancho, fueron cayendo, meses o años después, algunos de los tipos que estuvieron comprometidos. Los encarcelaban por otros asuntos, sindicales o políticos. Todos juraban que el alzamiento los sorprendió, que Ubilluz los había citado para otro día, que jamás hubo repliegue o volteretazo. Para hablarle francamente, no lo sé. Sólo Vallejos y Ubilluz sabían la fecha acordada. ¿La adelantó? A mí no me lo dijo. Pero, no es imposible. Él era muy impulsivo, muy capaz de hacer una cosa así, aun corriendo el riesgo de quedarse solo. Lo que entonces llamábamos un voluntarista.

¿Está criticando al Alférez? No, es un comentario distanciado, neutral. Me cuenta que, aquella primera noche, cuando vino la familia de Vallejos a llevarse el cadáver, el padre se negó a saludarlo. Entró cuando a él lo interrogaban y Mayta le estiró la mano pero el señor no se la estrechó y más bien lo miró con ira y lágrimas, como responsabilizándolo de todo.

—No sé, pudo haber algo de eso —repite—. O, también, un malentendido. Es decir, que Vallejos estuviera seguro de un apoyo que, en realidad, no le habían prometido. En las reuniones a las que me llevaron, en Ricrán, donde Ubilluz, con los mineros, sí, se habló de la revolución, todos parecían de acuerdo. ¿Pero, ofrecieron realmente coger un fusil y venirse al monte el primer día? Yo no los oí decirlo. Para Vallejos era un sobreentendido, algo fuera de toda duda. A lo mejor sólo recibió vagas promesas, apoyo moral, la intención de ayudar desde lejos, siguiendo cada cual su vida corriente. O, tal vez, se comprometieron y, por miedo o porque el plan no los convenció, se echaron atrás. No puedo decírselo. La verdad, no lo sé.

Tamborilea con los dedos en el brazo del asiento. Sigue un largo silencio.

—¿Lamentó alguna vez haberse metido en esa aventura? —le pregunto—. Supongo que, en la cárcel, habrá pensado mucho, todos estos años, en lo que pasó.

—Arrepentirse es cosa de católicos. Yo dejé de serlo hace muchos años. Los revolucionarios no se arrepienten. Hacen su autocrítica, que es distinto. Yo hice la mía y se acabó. —Parece enojado.' Pero unos segundos después, sonríe—: No sabe usted qué raro me resulta hablar de política, recordar hechos políticos. Es como un fantasma que volviera, desde el fondo del tiempo, a mostrarme a los muertos y a cosas olvidadas.

¿Dejó de interesarse en la política sólo en estos últimos diez años? ¿En su prisión anterior? ¿O cuando estuvo preso por lo de Jauja? Queda en silencio, pensativo, tratando de aclarar sus recuerdos. ¿También se le ha olvidado?

—No me había puesto a pensar en eso hasta ahora —murmura, secándose la frente—. No fue una decisión mía, en realidad. Fue algo que ocurrió, algo que las circunstancias impusieron. Acuérdese que cuando me fui a Jauja, para el levantamiento, había roto con mis camaradas, con mi partido, con mi pasado. Me había quedado solo, políticamente hablando. Y mis nuevos camaradas sólo lo fueron unas horas. Vallejos murió, Condori murió, Zenón Gonzales regresó a su comunidad, los josefinos volvieron al colegio. ¿Se da cuenta? No es que yo dejara la política. Ella me dejó a mí, más bien.

Lo dice de una manera que no le creo: a media voz, con los ojos huidizos, removiéndose en el asiento. Por primera vez en la noche, estoy seguro de que, miente. ¿No volvió a ver nunca a sus antiguos amigos del PÓR(T)?

—Se portaron bien conmigo cuando estuve en la cárcel, después de lo de Jauja — exclama—Iban a verme, me llevaban cigarrillos, se movieron mucho para que me incluyeran en la amnistía que dio el nuevo gobierno. Pero el POR(T) se deshizo al poco tiempo, por los sucesos de La Convención, de Hugo Blanco. Cuando salí de la cárcel el POR(T) y el POR a secas ya no existían. Habían surgido otros grupos trotskistas con gente venida de la Argentina. Yo no conocía a nadie y no estaba interesado ya en política.

Con las últimas palabras, se levanta a orinar.

Cuando regresa, veo que también se ha lavado la cara. ¿De veras no quiere que salgamos a comer algo? Me asegura que no, repite que no come nunca de noche. Quedamos un buen rato sumidos en cavilaciones propias, sin hablar. El silencio sigue siendo total esta noche en el Malecón de Barranco; sólo habrá en él silenciosas parejas de enamorados, protegidas por la oscuridad, y no los borrachines y marihuaneros que los viernes y sábados hacen siempre tanto escándalo. Le digo que, en mi novela, el personaje es un revolucionario de catacumbas, que se ha pasado media vida intrigando y peleando con otros grupúsculos tan insignificantes como el suyo, y que se lanza a la aventura de Jauja no tanto porque lo convenzan los planes de Vallejos —tal vez, íntimamente, es escéptico sobre las posibilidades de éxito— sino porque el Alférez le abre las puertas de la acción. La posibilidad de actuar de manera concreta, de producir en la realidad cambios verificables e inmediatos, lo encandila. Conocer a ese joven impulsivo le descubre retroactivamente la inanidad en que ha consistido su quehacer revolucionario. Por eso se embarca en la insurrección, aun intuyendo que es poco menos que un suicidio.

—¿Se reconoce algo en semejante personaje? —le pregunto—. ¿O no tiene nada que ver con usted, con las razones por las que siguió a Vallejos?

Se queda mirándome, pensativo, pestañeando, sin saber qué contestar. Alza el vaso y bebe el resto de la gaseosa. Su vacilación es su respuesta.

—Esas cosas parecen imposibles cuando fracasan —reflexiona—. Si tienen éxito, a todo el mundo le parecen perfectas y bien planeadas. Por ejemplo, la Revolución Cubana. ¿Cuántos desembarcaron con Fidel en Granma? Un puñadito. Tal vez menos de los que éramos nosotros ese día en Jauja. A ellos les salió y a nosotros no.

Se queda meditando, un momento.

—A mí nunca me pareció una locura, mucho menos un suicidio —afirma—. Estaba bien pensado. Si destruíamos el puente de Molinos y retrasábamos a los policías, hubiéramos cruzado la Cordillera. En la bajada a la selva, ya no nos encontraban. Hubiéramos…

Se le apaga la voz. La falta de convicción con que habla es tan visible que, se habrá dicho, no tiene sentido tratar de hacerme creer algo en lo que él tampoco cree. ¿En qué cree ahora mi supuesto ex–condiscípulo? Allá, en el Salesiano, hace medio siglo, creía ardientemente en Dios. Luego, cuando murió Dios en su corazón, creyó con el mismo ardor en la revolución, en Marx, en Lenin, en Trotski. Luego, los sucesos de Jauja, o, acaso, antes, esos largos años de insulsa militancia, debilitaron y mataron también esa fe. ¿Qué otra la reemplazó? Ninguna. Por eso da la impresión de un hombre vacío, sin emociones que respalden lo que dice. Cuando empezó a asaltar Bancos y a secuestrar por un rescate ¿ya no podía creer en nada, salvo en conseguir dinero a como diera lugar? Algo, en mí, se resiste a aceptarlo. Sobre todo ahora, mientras lo observo, vestido con esos zapatos de caminante y esa ropa misérrima; sobre todo ahora que he visto cómo se gana la vida,

—Si usted quiere, no tocamos ese tema —lo alerto—. Pero tengo que decirle algo, Mayta. Me cuesta entender que, al salir de la cárcel, luego de lo de Jauja, se dedicara a asaltar Bancos y a secuestrar gente. ¿Podemos hablar de eso?

—No, de eso no —contesta inmediatamente, con cierta dureza. Pero se contradice, añadiendo—: No tuve nada que ver. Falsificaron pruebas, presentaron testigos falsos, los obligaron a declarar contra mí. Me condenaron porque hacía falta un culpable y yo tenía antecedentes. Mi condena es una mancha para la justicia.

Nuevamente se le corta la voz, como si en ese momento lo ganaran la desmoralización, la fatiga, la certidumbre de que es inútil tratar de disuadirme de algo que, por obra del tiempo, ha adquirido irreversible consistencia. ¿Dice la verdad? ¿Puede ser cierto que no fuera uno de los asaltantes de La Victoria, uno de los secuestradores de Pueblo Libre? Sé muy bien que en las cárceles del país hay gente inocente —acaso tanta como criminales afuera, gozando de consideración— y no es imposible que Mayta, con su prontuario, sirviera de chivo expiatorio a jueces y policías. Pero vislumbro, en el hombre que tengo al frente, tal estado de apatía, de abandono moral, tal vez de cinismo, que tampoco me resulta imposible imaginármelo cómplice de los peores delitos.

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