Array Array - Historia de Mayta

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Quedamos en que vendré a buscarlo a la salida de su trabajo, después de las ocho. Cuando estoy yéndome, me llama:

—Tómese un helado, por cuenta de la casa. Para que vea qué buenos son. A ver si se hace cliente nuestro.

Antes de volver a Barranco, doy una pequeña caminata por el barrio, tratando de poner en orden mi cabeza. Voy a pararme un rato bajo los balcones de la casa donde vivió la bellísima Flora Flores. Tenía una melenita castaña, piernas largas y ojos aguamarina. Cuando llegaba a la pedregosa playa de Miraflores, con su ropa de baño negra y sus zapatillas blancas, la mañana se llenaba de luz, el sol calentaba más, las olas corrían más alegres. Recuerdo que se casó con un aviador y que éste se mató a los pocos meses, en un pico de la Cordillera, entre Lima y Tingo María, y que alguien me contó, años después, que Flora se había vuelto a casar y que vivía en Miami. Subo hasta la Avenida Grau. En esta esquina había un barrio de muchachos con los que nosotros —los de Diego Ferré y Colón, en el otro confín de Miraflores— disputábamos intensos partidos de fulbito en el Club Terrazas, y recuerdo con qué ansiedad esperaba yo de niño esos partidos y la terrible frustración cuando me ponían de suplente. Al volver al auto, luego de una media hora, ya estoy algo recuperado del encuentro con Mayta.

El episodio por el que éste volvió a Lurigancho, por el que se ha pasado allá estos últimos diez años, está bien documentado en los diarios y en los archivos judiciales. Ocurrió en Magdalena Vieja, no lejos del Museo Antropológico, al amanecer de un día de enero de 1973. El administrador de la sucursal del Banco de Crédito de Pueblo Libre regaba su jardincito interior —lo hacía todas las mañanas, antes de vestirse—cuando tocaron el timbre. Pensó que el lechero pasaba más temprano que otras veces. En la puerta, cuatro tipos que tenían las caras cubiertas con pasamontañas lo encañonaron con pistolas. Fueron con él al cuarto de su esposa, a la que amarraron en la misma cama. Luego —parecían conocer el lugar— entraron al dormitorio de la única hija, una muchacha de diecinueve años, estudiante de Turismo. Esperaron que la chica se vistiera y advirtieron al señor que, si quería volver a verla, debía llevar cincuenta millones de soles en un maletín al Parque Los Garifos, en las cercanías del Estadio Nacional. Desaparecieron con la muchacha en un taxi que habían robado la víspera.

El señor Fuentes dio parte a la policía y, obedeciendo sus instrucciones, llevó un maletín abultado con papeles al Parque Los Garifos. En los alrededores había investigadores de civil. Nadie se le acercó y el señor Fuentes no recibió ningún aviso por tres días. Cuando él y su esposa estaban ya desesperados hubo una nueva llamada: los secuestradores sabían que había informado a la policía. Le daban una última oportunidad. Debía llevar el dinero a una esquina de la Avenida Aviación. El señor Fuentes explicó que no podía conseguir cincuenta millones, el Banco jamás le facilitaría semejante suma, pero que estaba dispuesto a darles todos sus ahorros, unos cinco millones. Los secuestradores insistieron: cincuenta o la matarían. El señor Fuentes se prestó dinero, firmó letras y llegó a juntar unos nueve millones que esa noche llevó adonde le habían indicado, esta vez sin alertar a la policía. Un auto sobreparó y el que estaba al lado del chófer cogió el maletín, sin decir palabra. La muchacha apareció horas después en casa de sus padres. Había tomado un taxi en la Avenida Colonial, donde la abandonaron sus captores después de tenerla tres días, con los ojos vendados y semianestesiada con cloroformo. Estaba tan perturbada que debieron internarla en el Hospital del Empleado. A los pocos días, se levantó del cuarto que compartía con una operada de apendicitis y, sin decir a ésta palabra, se arrojó al vacío.

El suicidio de la muchacha fue explotado por la prensa y excitó a la opinión pública. Pocos días después la policía anunció que había detenido al cabecilla de la banda — Mayta— y que sus cómplices estaban por caer. Según la policía, Mayta reconoció su culpabilidad y reveló todos los pormenores. Ni los cómplices ni el dinero aparecieron nunca. En el juicio, Mayta negó que hubiera intervenido en el rapto, ni siquiera sabido de él, e insistió en que la falsa confesión le había sido arrancada con torturas. El proceso duró varios meses, al principio entre cierta alharaca de los diarios que pronto decayó. La sentencia fue de quince años de cárcel para Mayta, a quien el tribunal reconoció culpable de secuestro, extorsión criminal y homicidio indirecto, pese a sus protestas de inocencia. Que el día del secuestro estaba en Pacasmayo haciendo averiguaciones sobre un posible trabajo, como repetía, no pudo ser verificado. Fueron muy perjudiciales para él los testimonios de los Fuentes. Ambos aseguraron que su voz y su físico correspondían a uno de los tipos con pasamontañas. El defensor de Mayta, un oscuro picapleitos cuya actuación en todo el proceso fue torpe y desganada, apeló la sentencia. La Corte Suprema la confirmó un par de años después. Que Mayta fuera puesto en libertad al cumplir dos tercios de la pena corrobora, sin duda, lo que me ha dicho el señor Carrillo en Lurigancho: que su conducta durante estos diez años fue ejemplar.

El martes a las ocho de la noche, cuando paso a buscarlo a la heladería, Mayta me está esperando, con un maletín donde debe llevar la ropa que usa para el trabajo. Se acaba de lavar la cara y peinar esos pelos disparatados; unas gotitas de agua le corren por el cuello. Tiene una camisa azul a rayas, una casaca gris a cuadros, desteñida y con remiendos, un pantalón caqui arrugado y unos zapatos espesos, de esos que se usan para largas travesías. ¿Tiene hambre? ¿Vamos a algún restaurante? Me dice que nunca come de noche y que más bien busquemos un sitio tranquilo. Unos minutos después estamos en mi escritorio, frente a frente, tomando unas gaseosas. No ha querido cerveza ni nada alcohólico. Me dice que dejó de fumar y de beber hace años.

El comienzo de la charla es algo melancólico. Le pregunto por el Salesiano. Allí estudió, ¿no es cierto? Sí. No ha vuelto a ver a sus compañeros hace siglos y apenas sabe de alguno que otro, profesional, hombre de negocios, político, cuando aparece de pronto en los diarios. Y tampoco de los Padres, aunque, me cuenta, precisamente hace unos días se encontró en la calle con el Padre Luis. El que enseñaba a los párvulos. Viejecito viejecito, casi ciego, encorvado, arrastraba los pies ayudándose con un palo de escoba. Le dijo que salía a darse sus paseítos por la Avenida Brasil y que lo había reconocido, pero, sonríe Mayta, por supuesto que no tenía la menor idea de con quién hablaba. Debía ser centenario, o raspando.

Cuando le muestro los materiales que he reunido sobre él y la aventura de Jauja — recortes de periódico, fotocopias de expedientes, fotografías, mapas con itinerarios, fichas sobre los protagonistas y testigos, cuadernos de notas y de entrevistas— lo veo husmear, ojear, manosear todo aquello con una expresión de estupor y embarazo. Varias veces se levanta para ir al baño. Tiene un problema en los riñones, me explica, y continuamente siente deseos de orinar, aunque la mayoría de las veces es falsa alarma y sólo orina gotitas.

—En los ómnibus, de mi casa a la heladería, es una vaina. Dos horas de viaje, ya le he dicho. Imposible aguantar, por más que orine antes de subir. A veces no tengo más remedio que mojar el pantalón, como las guaguas.

—¿Fueron muy duros esos años en Lurigancho? —le pregunto, estúpidamente.

Me mira desconcertado. Hay un silencio total allá afuera, en el Malecón de Barranco. No se oye ni la resaca.

—No es una vida de pacha —responde, al cabo de un rato, con una especie de vergüenza—. Cuesta al principio, más que nada. Pero uno se acostumbra a todo, ¿no?

Por fin algo que coincide con el Mayta de los testimonios: ese pudor, la reticencia a hablar de sus problemas personales, a revelar su intimidad. A lo que nunca se acostumbró fue a los guardias republicanos, admite de pronto. No había sabido lo que era odiar hasta que descubrió el sentimiento que inspiraban a los presos. Odio mezclado con terror pánico, por supuesto. Porque, cuando cruzan las alambradas para poner fin a una gresca o una huelga, lo hacen siempre disparando y golpeando, caiga quien caiga, justos y pecadores.

—Fue al fin del año pasado, ¿no? —le digo—. Cuando hubo esa matanza.

—El 31 de diciembre —asiente—. Entraron un centenar, a hacerse las Navidades. Querían divertirse y, como decían, cobrar el aguinaldo. Estaban muy borrachos.

Fue a eso de las diez de la noche. Vaciaban sus armas desde las puertas y ventanas de los pabellones. Arrebataron a los presos todo el dinero, el licor, la marihuana, la cocaína que había en el penal y hasta la madrugada estuvieron divirtiéndose, tiroteándolos, rajándolos a culatazos, haciéndolos ranear, pasar callejón oscuro, o rompiéndoles la cabeza y los dientes a patadas.

—La cifra oficial de muertos fue treinta y cinco —dice—. En realidad, mataron el doble o más. Los periódicos dijeron después que habían impedido un intento de fuga.

Hace un gesto de cansancio y su voz se vuelve murmullo. Los reos se echaban unos encima de otros, como en el rugby, formando montañas de cuerpos para protegerse. Pero no es ése su peor recuerdo de la cárcel. Sino, tal vez, los primeros meses, cuando era llevado de Lurigancho al Palacio de Justicia para la instructiva, en esos atestados furgones de paredes metálicas. Los presos tenían que ir en cuclillas y con la cabeza tocando el suelo, pues, al menor intento de levantarla y espiar afuera, eran salvajemente golpeados. Lo mismo al regresar: para subir al furgón, desde la carceleta, había que atravesar a toda carrera una doble valla de republicanos, escogiendo entre cubrirse la cabeza o los testículos, pues en todo el trayecto recibían palazos, puntapiés y escupitajos. Se queda pensativo —acaba de volver del baño— y añade, sin mirarme:

—Cuando leo que matan a uno de ellos, me alegro mucho.

Lo dice con un rencor súbito, profundo, que se evapora un instante después, cuando le pregunto por el otro Mayta, ese flaquito crespo que temblaba tan raro.

—Es un ladronzuelo que anda con la cabeza derretida ya de tanta pasta —dice—. No va a durar mucho.

Su voz y su expresión se dulcifican al hablar del quiosco de alimentos que administró con Arispe en el pabellón cuatro.

—Produjimos una verdadera revolución —me asegura, con orgullo—. Nos ganamos el respeto de todo el mundo. El agua se hervía para los jugos de fruta, para el café, para todo. Cubiertos, vasos y platos se lavaban antes y después de usarse. La higiene, lo primero. Una revolución, sí. Organizamos un sistema de cupones a crédito. Aunque no me lo crea, sólo una vez intentaron robarnos. Recibí un tajo aquí en la pierna, pero no pudieron llevarse nada. Incluso creamos una especie de Banco, porque muchos nos daban a guardar su plata.

Es evidente que, por alguna razón, le incomoda tremendamente hablar de lo que a mí me interesa: los sucesos de Jauja. Cada vez que trato de llevarlo hacia ellos, comienza a evocarlos y, muy pronto, de manera fatídica, desvía la charla hacia temas actuales. Por ejemplo, su familia. Me dice que se casó en el interregno de libertad entre sus dos últimos períodos en Lurigancho, pero que, en verdad, conoció a su mujer actual en la cárcel, la vez anterior. Ella venía a visitar a un hermano preso, quien se la presentó. Se escribieron y cuando él salió libre se casaron. Tienen cuatro hijos, tres hombres y una niña. Para su mujer fue muy duro que a él lo internaran de nuevo. Los primeros años, tuvo que romperse el alma para dar de comer a las criaturas, hasta que él pudo ayudarla gracias a la concesión del quiosco. Esos primeros años su mujer hacía tejidos y los vendía de casa en casa. Él procuraba también vender algo —las chompas tenían cierta demanda— allá en Lurigancho.

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