Vladímir Eranosián - 90 millas hasta el paraíso

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Vladímir Eranosián - 90 millas hasta el paraíso краткое содержание

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El libro “90 millas hasta el paraíso” será de interés para un amplio círculo de lectores que son aficionados al género del detective político y del thriller histórico. El argumento se basa en acontecimientos reales y narra acerca del más escandaloso en América Latina“kidnapping” del año 2000, el secuestro del niño cubano Elián González. El proceso judicial ligado a este asunto se convirtió en un show político sin precedente con la participación de los más altos líderes de estados, agencias de inteligencia y clanes de gánsteres. A opinión del autor, el Comandante Fidel Castro tenía en este caso y sus motivos personales para el retorno del niño a la Patria. Pero los principales protagonistas de la novela son individuos habituales, que no admitieron ni las amenazas, ni el chantaje, ni el soborno y lucharon por Elián hasta el fin en esta historia increíble.

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Los negros semidesnudos cuerpo arriba rompieron a golpear las congas africanas y las percusiones. Centenares de bailarinas casi desnudas, en exóticos trajes de plumas, se pusieron a agitar las nalgas al son de los tambores…

Los mafiosos, uno tras otro bajaban, por la escalerilla a la alfombra de pasillo. Tronaron los cañones. El jefe de la sección de la guardia honoraria, no se sabe por qué, asustado, hizo el saludo militar. Batista dio un taconazo. Aún siendo todavía presidente, San Martín llevó la mano a la visera por inercia e hizo entrega a los norteamericanos en una almohadilla la llave simbólica de La Habana, lo que sirvió de señal para hacer soltar fuegos artificiales y cometas. Las puertas de la ciudad, que durante toda su historia se consideraba ser una fortaleza invulnerable, en esta ocasión las abría voluntariamente a unos intrusos. La multitud alborozada sonreía a mandíbula batiente. Los que pierden el orgullo se convierten en lacayos de los que prefieren la altanería, al orgullo.

La única persona que no se regocijaba era un muchacho alto con pelo negro ondulado, cuya cabeza se elevaba como un pico inalcanzable sobre las coronillas de un bosque humano mixto. Acababa de cumplir 20 años, no se cohibía expresándose, y no intentaba siquiera contener su cólera.

– ¿Acaso ustedes son ciegos? ¡No ocultan su desdén hacia ese miserable payaso! – en voz alta declaró este, lo que asustó horriblemente a la gente parada al lado. Se echaron a un lado de él, como si fuera un leproso y se desvanecieron por los lados.

Transcurridos unos instantes, junto al mozalbete ya no había nadie. Los circundantes miraban con la boca abierta al hombre robusto, locuaz, estando a una considerable distancia, sin desear meterse en una discusión con el joven imprudente, ni aún más llamar a la policía que había inundado ese día El Malecón. Sin embargo, la curiosidad ya no es síntoma de indiferencia.

De repente, “el gigante” sintió el roce de una mano delicada de una chica. Le tiraba de la mano una hermosa rubia, parecida a un ángel bueno, pero muy frágil. Lo arrastraba tras sí, apartándole de los espectadores tuturutos.

– ¿Para qué te expones a tal riesgo? – preguntó ella tras haber alejado al orador de la multitud que le rodeaba a una distancia conveniente.

– ¡Te es grato ver cómo a los cubanos los están convirtiendo en gente de segunda, solamente por ser más pobres! – pronunció apasionadamente estas palabras el guapo joven cubano.

– No pareces ser pobre. Hablé con muchachos más pobres que tú – miró la chica evaluando su ropa y el calzado.

– Soy hijo de un latifundista, pero eso no cambia nada. Toda nuestra tierra pronto lo comprarán los yanquis a precios casi regalados. Y los que se negarán a venderla, ellos quedarán enterrados ahí.

– ¿Hijo de un latifundista? – volvió a preguntar la joven.

– Sí, soy hijo de Don Ángel Castro y Lina Ruz González. Me llamo Fidel Alejandro, ¿y cómo te llamas tú?

– Soy Mirta Díaz-Balart – se presentó la muchacha – Pero si eres hijo de un latifundista, entonces, probablemente tu familia recibió la invitación a la fiesta benéfica, que organiza el presidente San Martín en el hotel “Nacional” en honor de los gringos, amigos de Cuba.

– ¿Los amigos de Cuba? – Fidel frunció las espesas cejas y refunfuñó como una cobra – Cuba tiene solo dos amigos, el honor y la dignidad. Créeme, el demagogo que lame las botas del gringo, aunque él sea tres veces profesor, no podrá por mucho tiempo engañar al pueblo. Nuestro presidente es un muñeco de cartón piedra, el cual, de un momento a otro, ha de ser quitado de la muñeca y lo cambiarán por otro nuevo. Los marionetistas verdaderos le enseñarán al nuevo muñeco a asimilar varias cosas, ladrar lo más alto posible a su propio pueblo, saludar sonriendo a los dueños y sin piedad aniquilar a aquellos que atentan contra la propiedad de los norteamericanos.

– ¿Siempre estás tan furioso? ¿O solamente al ver a los gringos bien mimados, mejor vestidos que tú? – Mirta interrumpió las palabras del joven.

– ¿Y tú siempre eres una tonta o te convertiste en ella en el momento cuando tomaste otro color, el de pelirrubia? – se lo dijo groseramente Fidel e inmediatamente se largó lo más lejos posible de la procesión de carnaval, y yéndose decía irritado, – ¿Hay alguna diferencia si miramos lo que lleva puesto una persona? Se puede toda la vida llevar la misma ropa, lo principal es que esté limpia y planchada como una guerrera militar… La señorita ofendida quedó inmóvil unos instantes, como si estuviera inmersa en una orgullosa soledad, luego lanzó al vacío:

– ¡Grosero, soy rubia natural! ¡Vete al Diablo! Tengo que prepararme para la fiesta.

Habiendo tragado la injuria, Mirta se fue a casa. Allí la esperaba una manicura y la modista con nueva ropa hecha. La costura del muy caro ropaje se lo pagó generosamente su tío rico, futuro ministro del gobierno de Batista.

* * *

Aproximadamente para las ocho de la noche hacia el “Nacional” empezaron a arribar las limusinas. De la mano fácil del presidente titular toda la élite de cubanos, los grandes terratenientes, los políticos, los militares, la bohemia vino a presentar sus respetos a los inversionistas norteamericanos. A todos les ofrecían torta y café. Los camareros con lazos llevaban en las bandejas copas con champaña francés.

Las chicas con sombreros hongos y fraques puestos al cuerpo desnudo ofrecían whisky escocés. El tradicional ron cubano lo servían en el lobby-bar. Se suponía que los gringos que aún no tuvieron tiempo para probarlo, se juntarían en la barra. Mientras los locales preferirán beber bebidas extranjeras.

La banda de jazz ejecutaba a las mil maravillas “Sun Valley Serenade”. Frank Sinatra para el público de acá no era una gran estrella, pero como animador actuaba bastante bien.

Y si no fuera así, quién entonces aquí podría tomar en consideración a los reyecillos patrios. Gradualmente, a eso de las doce de la noche, el papel de los cubanos se estrechó en infinitas aseveraciones y juramentos de fidelidad a las autoridades, así como mostrar la hospitalidad a los yanquis. Ciertas esposas de los nuevos ricos, aquellas que se veían arreglar sus vestidos, expresaron así su amabilidad en una muy original forma, directamente en los apartamentos del hotel. Los “gringos” estaban contentos.

Sinatra, no se sabe por qué, no invitó al micrófono al presidente, sino al coronel Batista. El efecto de tal sorpresa hizo desembriagar a la élite local, había quedado claro a quién los forasteros daban preferencia. La alusión explícita era igual a una humillación pública a San Martín.

– ¡Señoras y señores! – empezó de manera muy animada el futuro dictador con una copa en la mano. Batista no se sentía molesto en cuanto al presidente, que se había turbado. Tales minucias no le incomodaban nada. El brindis valía mucho. ¡Eso sí!… Todo ha de ser correcto. Es importante, – Me conocen a mí como un partidario acérrimo de la democracia y adepto devoto de la ley. Estoy orgulloso de que mis convicciones las forjé en el mismo lugar donde recibí mi educación. Era una academia militar que se extendía apenas a noventa millas de nuestro país, en un enorme estado amistoso, baluarte del mundo libre y un escudo seguro contra la peste comunista, nuestro gran vecino del norte, ¡Estados Unidos de América! ¡A la salud de nuestros amigos!

Él terminó muy inspirado, y la multitud se puso a aplaudir. Todos menos una persona…

Mirta se equivocó cuando supuso que el padre de Fidel, don Ángel Castro Argiz, recibiría las invitaciones para la velada en el “Nacional”. En primer lugar, don Ángel vivía en la lejana provincia de Oriente, en segundo lugar, era un terrateniente de recursos medios, poco destacado para el público capitalino, además, poseía una mísera instrucción, aunque de manera muy activa abordaba la política. Tercero, siendo villano de origen, inmigrante de la paupérrima provincia española de Galicia, Ángel llegó a alcanzar todo en la vida valiéndose de su listeza humana y las cansadas manos callosas. El ex campesino gallego se sentía incómodo, hallándose entre los altaneros herederos de enormes latifundios, a pesar de tener sus abundantes cosechas de caña de azúcar, las que se hicieron leyendas en las inmediaciones de Santiago.

Los chismosos solían decir que don Ángel estaba ganando hasta trescientos pesos al día. Esta información originaba una insana obsecuencia con relación a su hijo Fidel en las almas de los condiscípulos del niño en el Colegio de la Orden de los Jesuitas.

Hubo un período que, a este emprendedor hombre de negocios, que poseía la más lujosa y magnífica vivienda, lo frecuentaban los politicones de Santiago. Estas conversaciones y promesas fácilmente convencían al confiado don Ángel que este ofrendara considerables sumas a las campañas electorales. Como resultado el dinero, que logró alcanzar con sudor y noches sin sueño, desaparecía en la nada.

No hay mal que por bien no venga. Tras estos contactos absurdos don Ángel se puso, por fin, a prestar oído al raciocinio y a la exhortación de su cónyuge semianalfabeta, oriunda de la provincia de Pinar del Río, Lina Ruz González. La querida esposa consiguió alcanzar el fin deseado, deshabituó a los huéspedes chinchorros y pedigüeños y le quitó las ganas a su esposo de meterse en proyectos dudosos.

El miedo ante los engreídos alfabetizados don Ángel lo llevaba por dentro. Por eso doña Lina no tenía que persuadirle para que asignara dinero a la educación de los chicos. La ambición por el saber se hizo culto en la familia de Castro. Los niños agradecidos pagaban a los padres cuidadosos con su aplicación en los estudios.

El graduado del colegio católico “Belén”, el hijo de don Ángel Castro y doña Lina Ruz, Fidel, junto con el diploma de graduación de la institución docente jesuita recibió del rector monseñor Savatini un diploma de despedida, en el cual se decía: “Fidel Castro Ruz pudo ganarse en el colegio una plena admiración y el amor. Quiere dedicarse a las ciencias jurídicas, y no dudamos que en el libro de su vida inscribirá numerosas páginas maravillosas…” 13 13 La cita del libro de Moreno Rodríguez “Fidel Castro. La biografía”. Fue editado en 1959 en La Habana.

En 1945 Fidel se hizo estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana. Teniendo en cuenta el único defecto de su padre, al cual podían embrollar los granujas de vasta cultura, y, habiendo heredado de su madre la insaciable pasión por los conocimientos, Fidel muy temprano se aficionó a la lectura. Hasta emprendiendo viajes lejanos, por ejemplo, hallándose en la tempestuosa Colombia, insubordinada al régimen pro americano, en la mochila de uno de los líderes estudiantiles de La Habana, cuyo apellido era Castro, apenas cabían cuidadosamente encordeladas pequeñas pilas de libros de literatura e historia. Los amigos se reían del ascetismo y los cachivaches del joven, ya que en realidad creía que podría sustentarse por veinte centavos al día, sin que nada le faltara…

Risa con risa, pero en una celda solitaria, en un calabozo de la isla de Pinos – réplica funesta de la prisión estadounidense de Sin-Sin – precisamente el amor abnegado a sus acompañantes-libros, que embellecían la reclusión forzada y ayudaban a olvidar el completo aislamiento, en cierta ocasión ese amor le salvó la vida. El celador, que había recibido la orden de envenenar al caudillo de los rebeldes, se compenetró de gran respeto al preso audaz después de un caso increíble…

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