Array Array - Atlas de geografía humana
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Fijé los ojos en el mantel para evitar la mirada de gratitud de la mejor documentalista con la que he trabajado jamás, el catálogo andante de todos los archivos fotográficos del mundo, un lujo capaz de ilustrar cualquier cosa, desde un folleto publicitario de la patata gallega hasta un artículo sobre la prevención de la toxoplasmosis, y mientras detectaba cómo crecía su confianza en cada sílaba, volví a preguntarme qué me estaba pasando, por qué me estaba convirtiendo, día a día, en una persona odiosa.
—Si quieres, puedo recurrir a algunos archivos ingleses y americanos que no he tocado todavía —no necesitaba mirarla para saber que me estaba hablando a mí—. Me temo que encargar las fotos desde aquí sería bastante más barato que comprárselas a ellos, pero siempre se puede pedir precio y comparar…
Si el día de mi boda alguien me hubiera advertido que estaba corriendo el riesgo de inspirar un concepto tan pobre de mí misma a la mujer que terminaría siendo algún día, me hubiera muerto de risa. Pero entonces todavía no había empezado a perder los años. Cuando miraba hacia atrás, siempre los encontraba en su sitio, bien ordenados, exactos y limpios, dispuestos en fila india, como un ejército de soldaditos de juguete, ahí estaban todos, y antes de cumplir veintidós, tenía veintiuno, y antes veinte, y antes diecinueve años, era tan fácil como aprender a contar con los dedos. Ahora voy a cumplir treinta y siete, y procuro no volver jamás la cabeza, porque no sé muy bien adonde ha ido a parar mi última década, no comprendo en qué agujero perdí los veinticuatro años, por ejemplo, o dónde se me cayeron los veintiséis, o qué me pasó cuando cumplí veintinueve, pero lo
cierto es que no los recuerdo, no soy consciente de haberlos vivido, es como si el tiempo se devorara a sí mismo, como si cada día que pasa me robara un día pasado, como si los años se anularan entre sí. Ahora sé que el enemigo juega con cartas marcadas, y ya no puedo hacer nada por rescatarme a mí misma de todos los lugares, de todas las personas, de todas las mañanas y las noches que fueron un error, pero por lo menos no intento exprimir el mundo para forzarle a justificar mi vida cada doce horas. Ésa es la mezquina, desoladora medida, en que el destino se ha mostrado magnánimo conmigo en los dos años y medio que han pasado desde aquella cena, cuando todavía podía partirme un rayo al escuchar que nos faltaban fotos de Suiza.
—Muy bien, entonces de acuerdo —Fran se ocupó de lo que ella llamaba reconducir la cuestión, y levantó las cejas en dirección a Ana—. Lo único que no sabemos es el nombre del fotógrafo.
—Habría que decidir si conviene más encargarlo aquí, o allí, en la misma Suiza. Mañana a mediodía puedo tener preparada una lista de nombres disponibles.
—Y si no… —Marisa dominaba las sílabas a la perfección mientras se reía entre dientes,—, ¡siempre podemos recurrir a Forito!
Carpóforo Menéndez, Forito para los íntimos, era el fotógrafo de plantilla de nuestro departamento, la cruz que más pesaba sobre los hombros de Ana, y el principal protegido de todas nosotras, ella a la cabeza. Aunque seguramente era más joven, aparentaba unos cincuenta y cinco años, medía casi un metro noventa, no pesaba más de sesenta kilos, y su productividad se cifraba en unas ocho fotos técnicamente correctas —es decir, bien iluminadas, bien enfocadas, y con una definición aceptable a simple vista— por cada carrete entregado. Entre ellas, a veces podíamos publicar una, o dos, siempre que resistiéramos la tentación de mirarlas a través de un cuentahilos, pero seleccionábamos muchas más, aunque estuvieran quemadas, borrosas o veladas en los bordes, para justificar ante Contabilidad la nómina que cobraba todos los meses. Él nos lo agradecía de corazón, y no pedía otra cosa. Ni siquiera había vacilado al aceptar el puesto que Ana había inventado a su medida al comprender que iba a ser difícil mantenerlo como fotógrafo en un proyecto como el nuestro, que exigía comprar fotos en archivos de casi todos los países del mundo. Ocuparse de la recepción y clasificación de los envíos parecía tarea más propia de un meritorio que de un fotógrafo en activo, pero él no parecía echar de menos las ocasiones de promoción profesional. Ver su nombre, compuesto en versalitas de cuerpo ocho, trepando hacia arriba desde el ángulo inferior derecho de una imagen no le producía la menor emoción porque, en los buenos tiempos, se había acostumbrado a leerlo todos los días, más grande y más centrado, en periódicos y revistas ilustradas. Antes de empezar a beber —o antes de vivir lo suficiente para empezar a beber—, Forito era el fotógrafo taurino más prestigioso de Madrid, el ganador de todos los trofeos a la mejor foto de la Feria, el retratista favorito de los veinte primeros nombres del escalafón, pero cuando yo le conocí desayunaba ya coñac a palo seco, y le temblaba el pulso de tal manera que era incapaz de remover dos cucharadas de azúcar en una taza de café sin derramar mucho más que una gota.
Supongo que cada una de nosotras le tenía cariño por un motivo distinto, y me temo que a él, por más cuidado que pusiera en repartir equitativamente los estruendosos piropos de su repertorio, le pasaba más o menos lo mismo, aunque Marisa, desde luego, era su favorita. Cuando a mí me caía algo del estilo de ¡cómo vienes hoy, madre mía, que me voy a tener que poner las gafas de sol para mirarte, que es que deslumbras!, ya sabía que, antes o después, Forito se las arreglaría para perderse dentro de la pecera, y de rodillas ante la mesa de Marisa, con los brazos en cruz, y los pies a punto de arruinar el precarísimo encaje que los cables de interconexión dibujaban sobre las losetas de corcho sintético, cantarle una copla de Miguel de Molina. Hasta Fran, tan estrictamente seria y apresurada siempre, se ablandaba sin remedio cuando Forito, desde la otra punta del pasillo, emitía su grito de guerra, ¡guapa, guapa, guapa, que mira que eres guapa, cooooño!, a modo de saludo. A mí me conmovía más otras veces.
No debía de llevar ni un mes trabajando con la colección, porque aún invertía la mayor parte de la mañana en recibir a redactores, traductores, correctores, ilustradores o cartógrafos, y no era la
primera vez que un aspirante faltaba a la cita, pero nunca se me había ocurrido salir a la calle a tomar un café en el hueco de la entrevista fallida. No tuve que esforzarme mucho para escoger un local. La flamante sede del grupo al que pertenecía la editorial que acababa de contratarme estaba situada en un polígono industrial de lujo que no dejaba de parecer exactamente eso, por muy lujosos que fueran los edificios que ocupaban cada parcela rigurosamente cuadrada, delimitada con tiralíneas, y por más que cada calle ostentara con arrogancia el nombre del respectivo coloso del columnismo periodístico nacional en lugar de una letra mayúscula o de un simple número sin adorno alguno. A nuestra izquierda, la autovía de Barcelona zumbaba a todas horas como una jaula de grillos mecánicos, pero entre la valla que delimitaba nuestras posesiones y la que señalaba los dominios de la autopista, se habían quedado atrapadas algunas casitas bajas que el Ministerio de Obras Públicas, por alguna desconocida razón, había renunciado a expropiar en su momento. Pequeñas, chatas, encaladas, con sus arbolillos raquíticos y sus rosales infectados por el perpetuo azote del humo que derrochan los tubos de escape en la articulada pero infinita elipse que dibuja el tráfico entre Madrid y el aeropuerto, parecían ya un vestigio arqueológico catalogado y protegido, una reliquia intencionada, cuidadosamente preservada para enseñar a las generaciones futuras cómo se vivía en este país cuando la distancia entre la pobreza y la opulencia, una resta tan exigua que una sola generación ha llegado a conocerlas casi a la vez, ya no pueda producirles vértigo, A mí me gustaban aquellas casas, me gustaba verlas desde cualquier gigantesco ventanal de nuestro edificio inteligente, me gustaba saber que estaban ahí, resistiendo imperturbables a la especulación y a la síntesis de tantos materiales inefables, contribuyendo con su heroica modestia a la gran paradoja del siglo que viene, cuando esta ciudad malquerida, maltratada, maltrecha, se convertirá sin duda, gracias a tanto descuido, a tanto desamor, a tantos crímenes de la razón y a la insospechada fortaleza de su carácter, en el más exhaustivo y monumental catálogo de la arquitectura urbana del siglo pasado, el nuestro, porque casi nada de lo que se haya podido destruir para construir encima, ha dejado casi nunca de destruirse aquí, y la piel de las ciudades envejece también, como la de sus hijos, pero el tiempo posa sobra sus poros de piedra, de cristal, de cemento, una pátina brillante y bella, dorada, tensa, tan inexorable su poder como el que ahonda los surcos que el mismo tiempo abre sin piedad en las esquinas de nuestros labios, de nuestros ojos, de nuestra frente.
Madrid es una resistente nata. Yo también. La paciencia es el rasgo predominante de nuestro carácter, y por eso elegí sin dudar el Mesón de Antoñita, el bar–restaurante especializado en chuletas a la brasa y conejo al ajillo, como todos los de la zona, que estaba más cerca de la editorial, a despecho de las plastificadas ofertas de los locales del centro comercial, al que habría llegado andando en menos de diez minutos. No me arrepentí, porque al atravesar por primera vez el umbral sentí que acababa de penetrar en una película española de los años cincuenta. El bar era oscuro y fresco, y el mobiliario parecía una réplica poco sofisticada del diseñado para la familia Picapiedra, una versión atávica del estilo castellano elaborada a base de troncos de madera apenas desbastados, remachados con clavos de cabeza negra y diámetro semejante al de una cuchara sopera. A cambio, la decoración era rabiosamente andaluza. Rejas, farolillos de papel blancos y verdes, muñecas vestidas de flamencas alternando con botellas de whisky de importación sobre una balda corrida detrás de la barra y la radio sintonizada en una emisora de coplas 24 horas. No sé si me gustó, pero me hizo mucha gracia. Entonces no sabía que el Mesón de Antoñita acabaría convirtiéndose en una especie de sucursal de la propia editorial, un recurso irresistible cuando el menú del comedor de la empresa nos diera arcadas a media mañana, una contraseña de todos esos pequeños triunfos laborales que era inevitable celebrar con una comida especial, un reducto de privacidad imprescindible para lanzarse a las confidencias que nunca querrían haberse confesado en voz alta. Aquella mañana, al contrario, el local parecía pertenecer a la categoría de esos negocios malditos que no llegan a llenarse jamas, y el único cliente, que ocupaba un taburete frente a la barra, no volvió la cabeza cuando empujé la puerta. Forito se recorría con una mano, muy lentamente, la parte delantera del cráneo, un gesto incierto que no se parecía del todo a una costumbre, a cualquier pequeño rito cotidiano de esos en los que buscarnos cada día un poco de consuelo. Cuando le
saludé, giró la cabeza en mi dirección y levantó las cejas. La copa de balón que tenía delante estaba prácticamente vacía, menos de un dedo de un líquido espeso del color del té, pero me senté a su lado de todas formas.
—¿Qué quieres tomar? —me preguntó—. Yo invito.
Aunque suponía que el coñac era más caro, renuncié con cierto pesar al croissant a la plancha cuyo hipotético aroma había guiado mis pasos hasta allí, y me conformé con un café con leche. Él pidió que le rellenaran la copa y no dijo nada más. Su mano no terminaba de peinar los escasos pelos que podían contarse más allá de su frente, no terminaba de abrillantar esa piel casi calva, ni eliminaba un sudor improbable en aquel local, donde el aire acondicionado, único pero feroz testimonio de la auténtica cronología de aquella escena, desmentía la calurosa realidad de una mañana de julio. No conseguí adivinar cuál era el sentido del rítmico, calculado viaje de esos dedos que no se detenían jamás, pero cuando me dio vergüenza seguir mirándolo, levanté la cabeza y eché un vistazo a mi alrededor. Más que decoradas, las paredes parecían infestadas de fotos en blanco y negro, algunos retratos y muchos pases al natural, muchas chicuelinas, muchos desplantes y vueltas triunfales, y la misma firma en casi todas ellas, un grueso trazo negro que dibujaba una ce mayúscula cuya base se prolongaba en un par de ondas ilegibles, un garabato que yo conocía muy bien.
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