Array Array - Atlas de geografía humana
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—¿Por qué escogió usted un nombre masculino?
Así empezó todo. Era jueves, y había convocado al resto del equipo a cenar a las 10 porque había que solucionar algún problema, unas fotos de no sé dónde, ya no me acuerdo, poca cosa, todavía no había salido a la calle el primer fascículo y todo marchaba muy bien, pero no me apetecía volver derecha a casa desde aquel despacho tan frío, tan técnico, tan parecido a mi propio despacho de la editorial.
—Mire —le advertí, en un tono lo suficientemente seco corno para sugerir que no debía esperar de mí, todavía, respuesta alguna—, antes de empezar, me gustaría dejar claras un par de cosas. En primer lugar, preferiría que no me hiciera preguntas. Yo vengo aquí todas las semanas, le cuento mi vida, y usted me escucha. Si considera que es fundamental que lleguemos a un punto determinado, puede sugerírmelo al principio y yo la complaceré, no tengo ninguna intención de tirar el dinero. En segundo lugar, le rogaría que no tomara notas mientras, yo esté aquí. Lo siento mucho, pero cuando la he visto ahí sentada, con esa carpeta y ese bolígrafo, me he sentido igual que si fuera un mono del zoológico. Si no confía en su memoria, puede anotar lo que quiera cuando yo me vaya. Supongo que, teniendo en cuenta su profesión, podrá retener una cantidad considerable de datos durante una hora, las sesiones tampoco son tan largas.
Cerró la carpeta, la colocó encima de la mesa y puso el bolígrafo encima. No parecía enfadada conmigo, ni siquiera desconcertada por mi actitud, y decidí afilar los agudos de mi acento más áspero para prolongar un discurso imprescindible, porque estaba a punto de desmoronarme por dentro, me vendría abajo sin remedio en el instante en que dejara de hablar.
—En tercer lugar, prefiero advertirle de antemano que todo esto, incluida yo misma en el papel que acabo de estrenar, me parece una especie de farsa anticuada e inútil, así que no puedo garantizarle que cuente conmigo entre sus pacientes durante mucho tiempo. Si he venido aquí es porque me encuentro mal sin saber por qué. No es la primera vez que me pasa, pero nunca me había dado tan fuerte. Por principio, me obligo a mí misma a contar con todos los métodos posibles para resolver un problema, y para mí, usted, de momento, no es más que eso, un método posible. Espero no parecerle intolerablemente soberbia o desagradable, pero prefiero ser sincera. No he querido contarle a nadie que me voy a psicoanalizar, nadie lo sabe, ni en casa ni en el trabajo. Para el resto del mundo, yo estoy ahora mismo haciendo gimnasia. Es una buena excusa, porque la gimnasia es uno de los métodos posibles que he utilizado más frecuentemente hasta ahora.
Otro día le contaré la verdad, me iba diciendo mientras mentía a medias, rebozando cada palabra en la calculada distancia de un lenguaje mecánicamente prestigioso, o mejor dicho, lo que sospecho de la verdad, esa esfera gigantesca, perfecta como todas las cosas redondas, que ha explotado de repente en el parto de millones de verdades pequeñas y astilladas, células toscas e inermes de una realidad que se ha roto con ellas, sin dejarme instrucciones para su reconstrucción. Otro día recontaré sus pedazos, me prometí a mí misma sin mover los labios, pero eso será cuando se hayan agotado las preguntas fáciles de contestar, luego, la próxima vez, una tarde cualquiera.
—Bueno, creo que ahora me toca hablar a mí —cuando ya no lo esperaba, aquella desconocida me encaró de frente, con una voz lo suficientemente serena como para no alarmarme, pero sin esforzarse por enmascarar una cierta dosis de dureza que me advirtió que, en contra de lo que había supuesto hasta un instante antes de escucharla, yo no tenía el control—. Si acabara de terminar un libro y estuviera pensando en enviarlo a su editorial, no me quedaría más remedio que aguantarle este tono, pero le aseguro que, de momento, ése no es el caso. Supongo que usted ha venido hasta aquí porque tiene algún problema que supone que yo puedo ayudarle a solucionar. Si no es así, las
dos estamos perdiendo el tiempo, y lo mejor será que se marche ahora y no vuelva más.
Ya no recuerdo cuándo descubrí que la única fórmula capaz de garantizarme la capacidad de hacer bien las cosas consistía en controlar cualquier situación antes de que el resto de los personajes que intervinieran en ella hubieran sentido siquiera la necesidad de disputármelo. Desde entonces, y debo de estar hablando de una época en la que mi estatura rebasaba a duras penas el metro y medio, mi relación con el resto del mundo, personas, acontecimientos, estados de ánimo, e incluso objetos, se ha definido por la necesidad de tener el control en todo momento, sin relajar la vigilancia jamás. Martín es la única excepción a esta regla, el único ser vivo al que he llegado a reconocerle autoridad sobre mí misma. Fuera de él, no sé, y nunca he sabido, desenvolverme en situaciones controladas por otros. Odio tener que hacerlo.
Miré fijamente a la desconocida, que aguantó mi mirada sin pestañear, mientras ensayaba por dentro la respuesta que ella estaba esperando. Tengo treinta y siete años y acabo de comprender que seguramente he vivido ya más de la mitad de mi vida. No se lo va a creer, pero no me había dado cuenta hasta ahora. Hace tres meses, mi mejor amiga se murió de un cáncer de útero. El mundo ha cambiado también en otras direcciones, no crea. He pasado veinte años —y no es una frase hecha, han sido veinte años de verdad, uno detrás de otro, aunque hasta a mí me parezca mentira— cultivando la utopía de un mundo mejor, más justo y más feliz para todos, con los mismos gestos cursis y relamidos que empleaban para trabajar en su jardín las ratitas presumidas de los cuentos que no me contaron de pequeña. Y de repente, todos mis rosales se han desvanecido, no sé si lo entiende, pero el caso es que han desaparecido, se han esfumado, se han deshecho en el aire, como se deshacen todas las cosas que no han llegado a existir nunca, como las utopías, sin ir más lejos. Mientras tanto, he prosperado. Gano muchísimo dinero, vivo muy bien, no tanto como vivían mis padres, desde luego, aunque para ellos —o quizás sea más exacto hablar sólo de él, porque mi madre ha vivido siempre a remolque, enganchada a su marido igual que una caravana a un coche— este detalle nunca tuvo importancia. Él era un perdedor, hijo de perdedores, digno y entero en la derrota. A mí ni siquiera me ha derrotado nadie y, desde luego, nadie me va a derrotar ya, eso está claro. No he tenido hijos porque mis elevadísimos ideales colmaban con creces el horizonte de mi transcendencia, y ahora que ni siquiera tengo horizonte, me arrepiento, pero todavía no me he atrevido a rendirme porque, por último, aunque no sea lo menos importante, mi marido se dedica últimamente a follar con otras mujeres. Supongo que él también se ha dado cuenta de que ha vivido ya más de la mitad de su vida, que él también ha tenido que enterrar la memoria de los rosales inexistentes y todo eso, pero siempre ha sido más pragmático que yo, y más listo. Por supuesto, él no me ha contado nada. Los dos estamos muy bien educados, somos de muy buena familia, ya se lo puede imaginar, pero yo lo sé, y sé que existe la posibilidad de que me abandone, aunque no quiera pararme a pensarlo siquiera, y también sé que debería hablar con él de todo esto, pero no puedo. He olvidado la manera de hablar con Martín. Antes lo hacíamos, pero ahora no soy capaz de recordar cómo empezábamos. Así que siempre he tenido el control de mi vida, y el control de mi trabajo, y el control de mis amistades, y de mis relaciones con mi familia, y de mi ideología, y de mi futuro, pero ahora, aunque mida casi treinta centímetros más que al principio, no me sirve de nada, porque no sé hacia dónde tirar, qué hacer con el resto de los años que me quedan, que son seguramente menos que los que ya he vivido, no lo olvide. Y Martín, que es el único que ha logrado controlarme a mí, no parece demasiado interesado en seguir haciéndolo. Esto es lo que hay. ¿Qué me dice?
Me fumé un cigarrillo hasta el filtro, y luego otro, y luego rebusqué en el bolso hasta dar con una caja de caramelos balsámicos, sin azúcar, y me metí uno en la boca, y lo reduje prácticamente a la mitad, empujándolo con la lengua contra el paladar, mientras me preguntaba qué iba a hacer después. La solución más sensata habría sido hacer caso a aquella mujer, levantarme y largarme de allí para siempre. La segunda opción de la sensatez habría consistido en pronunciar en voz alta el discurso que acababa de fabricar para mis adentros entre el sabor del tabaco y el del eucalipto. Sin embargo, elegí la posibilidad más insensata, porque odio no tener el control sobre una situación, no sé muy bien cómo actuar cuando eso ocurre, y por eso terminé respondiendo a su primera pregunta
como si no hubiera pasado nada después.
—Me llamo Francisca. Francisca María Antonia Antúnez, si quiere saberlo todo. No son nombres muy bonitos, desde luego, pero tampoco es una tragedia llamarse así, sobre todo porque cada uno de ellos significa algo. La abuela de mi padre se llamaba Francisca Merello de Antúnez, ¿le suena? —negó con la cabeza—, claro, seguramente usted no habrá estudiado nunca solfeo — repitió el mismo gesto para darme la razón—. Sin embargo, fue una mujer muy importante, una pedagoga musical de primera fila, profesora del Instituto–Escuela de Madrid, un colegio muy ligado al espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. Tuvo cuatro hijos, todos varones, pero dejó muy claro que si hubiera tenido una niña se habría llamado Elisa, como la musa de Beethoven. Yo debería haberme llamado así, porque soy la primera hembra de tres generaciones de Antúnez, pero mi padre me puso Francisca en su honor. Lo de María fue idea de mi madre, una tontería, ella intentó siempre imponer ese nombre sobre los demás y nunca lo consiguió. Mi abuela, alumna primero, y después nuera de Francisca, se llamaba Antonia Valdecasas. Había nacido en Granada, vino a Madrid a estudiar. Era pintora, hija de un amigo de Ángel Ganivet, hermana de un diputado comunista. Tenía mucho talento y muy mala suerte. En la primavera de 1936, fue a visitar a sus padres y cayó enferma. Tifus. Cuando los nacionales fueron a buscar a su hermano, sólo la encontraron a ella, en la cama, con fiebre. No les importó mucho. La sacaron de allí, la montaron en un camión, y la fusilaron contra la tapia del cementerio. Tenía 34 años. Su marido pasó la guerra en Madrid, y al final, salió por Francia. Murió allí mismo, algunos meses después, en uno de esos espantosos campos de concentración donde los franceses encerraban a los refugiados republicanos españoles, como si todavía no hubieran tenido bastante. Nadie supo nunca cuál fue la causa exacta de su muerte. Mi padre tenía 17 años cuando lo vio por última vez, e intentó convencerle de que lo llevara consigo, pero él no se lo consintió, y lo dejó en Madrid con sus padres, mis bisabuelos Antúnez, todo lo progresistas que se quiera, pero tan cautos y discretos siempre que apenas perdieron algo más que la guerra. La familia de mi abuela Antonia, en cambio, lo tuvo muy mal, porque todo el mundo les conocía en aquella ciudad tan cruel, que de repente se había vuelto tan pequeña…
Cuando tenía catorce años, creí reconocer a mi ilustre bisabuela en una ilustración de un libro de texto, y me emocioné tanto que me temblaron las manos al pasar la página, pero resultó que aquella explosiva combinación de expresión adusta, casi masculina, y carnes incalculables, inequívocamente femeninas, que hundía la barbilla en su propia papada para levantar los ojos hacia el objetivo con una altivez casi teatral, era doña Emilia Pardo Bazán. Por lo demás, el mismo moño de pelo blanco, los mismos vestidos rígidos y entallados hasta la cintura, seda negra, brillante, lentes muy parecidos colgando de una cadena sobre la falda, y un libro entreabierto en las manos, aunque después de fijarme un poco tuve que admitir, no sin una punta de desaliento, que Francisca era bastante más fea de cara.
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