Array Array - Atlas de geografía humana
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Sin haber sido tampoco exactamente una belleza, Antonia, en cambio, parece casi una actriz de cine mudo en las pocas fotos que he visto de ella. Morena, menuda, delicada, mira a la cámara con los ojos muy abiertos, improvisando un instante de desconcierto, siempre idéntico. Se atrevía a llevar el pelo suelto, una melena oscura, rizada, sujeta a la altura de las sienes con un arsenal de horquillas y peinas de colores, como las gitanas, y abusaba metódicamente de la bisutería. Las sortijas se agolpan en sus dedos de dos en dos, hasta tres a veces, en las fotos que captaron sus manos, y la piel de su escote, siempre descubierto, apenas asoma entre una maraña de collares de cuentas, con dijes y colgantes extraños, sudamericanos quizás, quizás africanos. Le gustaba que sus pezones se transparentaran por debajo de la blusa, y colgarse dos aros enormes de las orejas. Tal vez por eso, al contemplarla por primera vez, cualquier visitante culto —en casa de mi padre, los incultos nunca han pasado de la cocina— se sigue colgando invariablemente de la trabajada imagen de esa mujer enigmática que se casó con mi abuelo antes de cumplir veinte años, y sin dejar de mirarla, absorto en su poder todavía, murmura antes o después que era una típica intelectual de los años treinta. Me temo que yo también puedo ser interpretada como una típica mujer de mi tiempo
pero algunos arquetipos, como algunos colores, favorecen más que otros.
—Decidí acortar mi nombre en el colegio. Allí también se dieron cuenta de que era una abreviatura más frecuente entre los niños, pero no solamente no les molestó, sino que me alabaron por ello. A mis profesores no les importaba mucho que no supiéramos por dónde pasa el Danubio, pero valoraban la formación de una personalidad singular sobre todas las cosas, y el nombre que yo elegí garantizaba, en su opinión, que íbamos por buen camino. Si hubiera decidido llamarme Paquita, el libre ejercicio de mi voluntad se habría saldado con un par de suicidios… —hice una pausa antes de emprender el obligado, detestable prólogo de los hechos de mi vida—. La verdad es que no provengo de una familia muy corriente en ningún aspecto, ¿sabe?, pero recibí una educación especialmente escogida, la más extravagante que era posible dar en Madrid a una niña nacida en 1955. Me eduqué en un colegio de monjas laicas. Ahora, cada vez que una nueva conquista de lo políticamente correcto hace sonar las alarmas, me descojono de risa, porque yo mamé el programa completo cuando no había nada más incorrecto sobre la faz de la Tierra. El clero siempre es clero, de derechas o de izquierdas, católico o ateo, tradicional o alternativo, lo mismo da, es clero, riguroso, dogmático, inflexible, ciego, y sordo, y mudo, despiadado, de puro indiferente, ante cualquier realidad que no convenga a su fe. El mundo era clasista, pero mi educación no lo contemplaba. Las calles estaban llenas de fascistas, sexistas, racistas, asesinos y, en general, hijos de puta de todos los pelajes, pero mi educación era expresamente no competitiva, y nos puntuaban sobre doce para que fuera más difícil suspender. Sólo teníamos prohibidos los cuentos de hadas. Al matricular a cualquier niño de párvulos, se informaba a sus padres de que, según el criterio del equipo docente, esas historias empapadas en sangre por herida de arma blanca transmitían una turbia violencia de connotaciones sexuales que resultaba muy perjudicial, fíjese, todavía puedo recitarlo de memoria. No se puede usted imaginar el coñazo de cuentos que leíamos en clase, la locomotora solidaria, el cirujano responsable, el árbol que se hizo amigo de un caracol, el fusil que se negaba a disparar… Cada protagonista blanco tenía un amigo negro, o chino, y el sexo de los protagonistas estaba rigurosamente equilibrado, el mismo número de niños que de niñas. Cuando aparecía una mujer mayor, era ingeniera, o directora de orquesta. Los hombres, en cambio, lavaban los platos y no sabían conducir. Para realidad virtual, aquello. Todo mentira. Y nuestros días parecían sacados de alguno de aquellos cuentos. En cada curso teníamos algún compañero marginal, ¿sabe?, gitano, o hijo de alcohólicos, o sencillamente pobre, que hacía de florero, pero nuestros padres pagaban un pastón todos los meses, porque naturalmente, el Estado franquista no subvencionaba al enemigo. ¿Le molesta que fume?
—Naturalmente que no, sobre todo después de lo que me está contando… —me sonrió y yo celebré su ironía con otra sonrisa y la sensación de estar firmando un tratado de no agresión.
—No me gustaría que me entendiera mal —continué, en un tono más manso, más sincero quizás—, y desde luego no creo que aquel colegio fuera peor que uno de monjas. Pero tampoco era mucho mejor, eso es todo. Es malo que te digan desde un estrado que si te masturbas te vas a quedar ciego, pero igual de malo es que te anime a masturbarte tu profesor de Ciencias Naturales desde un estrado parecido. La diferencia es que, cuando por fin lo haces, resulta mucho más emocionante si de paso te sientes pecador y culpable, y sin embargo no pierdes la vista, pero en otros temas la ventaja cayó de nuestro lado, eso también tengo que reconocerlo.
Me paré en seco e invertí un par de minutos en estudiar una esquina del techo. Llevaba muchos años hablando así, muchos años instalada en la herejía más atroz para quienes hicieron de su herejía una ortodoxia, muchos años dudando de la esencia de ciertos privilegios, pero hacía muy poco tiempo me había dado cuenta de que, aunque nuestras palabras eran muy diferentes y los conceptos que expresaban casi antagónicos, en el fondo estaba empezando a hablar igual que mi madre.
Cuando nació, se llamaba Inmaculada Concepción de María Martínez Pacheco, hija del capitán Martínez, del cuerpo de Ingenieros del Ejército de Tierra, y de doña Mercedes Pacheco, de
profesión sus labores. Sus compañeras de colegio, ex alumnas de las Madres Trinitarias, la conocieron como Inma Martínez hasta que terminó el bachiller. Era una alumna muy aplicada, ordenada y responsable, piadosa sin llegar a ser beata, alegre, sociable, una niña feliz que sacaba buenas notas en general y sobresaliente en lengua extranjera. El último año, en la fiesta de fin de curso, recitó a Corneille de memoria con un acento impecable. Ya tenía el cuerpo más espectacular del Distrito Centro, y ningún miope habría dudado un instante antes de apostar cualquier cosa a que su belleza derrotaría en un plazo implacable, brevísimo, a barros y espinillas, para diluir después ese impreciso tinte adolescente, el golpe de rojo que anula los pómulos y transforma la redonda cara de los bachilleres en una especie de empanada mal cocida, recubierta de semillas de sésamo. Luego dejó de estudiar. Su padre hubiera preferido que se quedara en casa, pero una amiga de la familia, esposa del coronel del regimiento, montó una pequeña perfumería de lujo en el hall del hotel Palace y le ofreció un trabajo cómodo, tranquilo y razonablemente bien pagado, y ella aceptó, muy animada por su madre, que se tiraría de los pelos durante el resto de su vida por haberle llevado la contraria a su marido en aquella ocasión.
Miguel Antúnez Valdecasas salía del bar del Palace con un paquete cuando la vio por primera vez, detrás de una cristalera. Le gustó tanto que entró en la tienda sin pensar en lo que haría después. Cuando ella le preguntó qué quería, le pidió una pastilla de jabón sin más, a secas, y encajó airosamente el asombro de aquellos ojos inmensos, que de repente parecían perdidos en el minúsculo local donde sólo algún extranjero despistado había entrado alguna vez para comprar esa clase de menudencias. ¿Perfumada o sin perfumar?, preguntó después de un rato, perfumada, precisó él, ¿nacional o de importación?, de importación, ¿rosa salvaje o albaricoque?, rosa salvaje, y su voz se hizo más hueca, más ronca, más profunda, al pronunciar esas dos palabras, que se hincharon en el aire como las mitades de un obsceno juramento, ¿grande o pequeña?, grande, él contestaba con tanta seguridad que nadie se habría atrevido a sospechar que no necesitara desesperadamente poseer aquella pastilla de jabón, pero ella la retuvo un instante entre los dedos antes de formular la última pregunta, ¿es un encargo de una señora o la va a usar usted mismo?, la voy a usar yo mismo, respondió él, para engrasar los tornillos. Entonces ella se rió, no pudo evitarlo, antes de comportarse como lo que era, una buena chica, verá, dijo, en cualquier perfumería de la calle podrá comprar un jabón más corriente por menos de la mitad de precio, ya, él asentía con la cabeza como si ella no le hubiera descubierto nada nuevo, pero yo quiero éste, porque mis tornillos son muy sensibles… Antes de pagar miró el reloj, las siete y cuarto. Detrás de la registradora, un cartelito enmarcado, tan empachosamente ñoño y vulgar, pensó él, como todo lo demás, informaba de que el horario comercial de aquel establecimiento finalizaba a las ocho y media de la tarde. Miguel Antúnez sintió la tentación de ser responsable, pero invocó todo su valor para resistirse a ella. Las dependientas de las tiendas guardan los objetos perdidos debajo del mostrador durante un par de días, se dijo, antes de avisar a la policía, y al fin y al cabo, en París no pueden haber confiado nada importante a un correo tan trivial, una vieja amiga francesa de los abuelos, y tampoco voy a abandonarlo, nada de eso, ahora me siento en uno de aquellos sillones, me tapo la cara con el periódico y vigilo cómodamente, total, no es más que una hora, los riesgos son tan mínimos que no existen… El paquete fue deliberadamente olvidado sobre un abominable mostrador de madera lacada en blanco con adornos de purpurina dorada, y mi padre salió de aquella tienda con gestos lentos, ensayados, mientras la seguridad de la principal, casi la única, organización antifascista española que operaba clandestinamente en el interior del país, crujía y se resquebrajaba en cada uno de los favorecedores pasos de sus zapatos cosidos a mano.
Siempre he sospechado que a mi madre le gustaba aquel mostrador, y mientras fui una niña, cada vez que escuchaba esta historia, con más o menos detalles en función de mi edad, el escenario, o la ideología de los presentes —a él le entusiasmaba contarla en público, ella miraba al suelo, se ponía colorada y jamás corregía a su marido—, me preguntaba cómo habría sido posible que lo abandonara para seguir a mi padre. Pero nunca fui una niña lista.
Ella estaba sola en la tienda, y sin embargo esperó a que dieran las ocho y media en punto antes
de empezar a recoger. Entonces vio el paquete, y después de cerrar la caja, devolver todas las muestras a su lugar en los estantes, y echar la llave en armarios y vitrinas, lo cogió, junto con su bolso, para dejarlo en Recepción antes de marcharse. Desde un sillón situado a cierta distancia, él la vio salir, sobrecogido de placer. Las cosas no habrían podido ir mejor, pensó, y se levantó para ir a su encuentro, sin advertir que, en la otra punta del hall, un oficial del Ejército de Tierra vestido con el uniforme reglamentario, se levantaba al mismo tiempo para encaminarse hacia el mismo punto, como si pretendiera trazar en el suelo una imaginaria línea convergente con sus propios pasos. Ella vio primero al desconocido, y levantó la mano derecha, como si se alegrara mucho de encontrarle. Luego, el alférez la llamó, ¡Conchita!, y ella giró la cabeza para sonreírle. Estás jodido, Antúnez, se dijo quien por un momento perdió toda esperanza de llegar a ser mi padre, pero bien jodido, me cago en la patrona de Infantería, insistió para sí mismo, y se detuvo bruscamente en el centro geométrico de la gigantesca alfombra. Inma/Conchita Martínez estaba a su lado antes de que dispusiera de tiempo para darse cuenta de nada. Esto es suyo, le dijo, tendiéndole el paquete, ¿verdad?, y él lo cogió antes de contestar, sí, claro, muchas gracias, he vuelto hace un momento al darme cuenta de que lo había perdido… El alférez Barrachina era su novio, y se cuadró marcialmente para saludar. Vengo a buscarla todas las tardes, le dijo, en ese musculoso tono confidencial que los hombres escogen para hablar con los hombres, porque no me hace ninguna gracia que este bombón ande solo por la calle, ya me entiende… Sí, claro, dijo mi padre, es lo más prudente, y cuando se despidió de ellos, en la puerta del hotel, se juró no volver a verlos nunca más.
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