Array Array - Atlas de geografía humana
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—Sí, ya lo sé —y era cierto que lo sabía—. Sólo política y actualidad, como siempre. Y luego, hay un manual de bricolaje…
—Sí, de eso me he enterado yo también, pero creo que lo van a traducir directamente del inglés aprovechando los fotolitos.
—Ya, esa moda va a acabar con nosotras.
—O no. Siempre nos quedará el punto de cruz.
—Y los cursos de inglés para desesperados.
—Y la decoración a su alcance.
—Y la cocina práctica…
—Bueno —Fran interrumpió con decisión el recuento de los episodios menos ejemplares de nuestra vida laboral—. De momento, podemos ir brindando por el inventor de la música…
Se sirvió dos dedos de vino tinto en una copa y dirigió las operaciones con el aplomo habitual. Después, mientras yo buscaba ya una excusa para no acompañarlas al bar donde solíamos rematar aquellas celebraciones con un número indeterminado de mojitos, trajeron la factura. Fran la pagó con la tarjeta de la empresa, dejó una propina que ascendía exactamente a la décima parte del total, y se levantó.
—Yo me voy a casa —anunció, cuando ya tenía la chaqueta puesta—. Estoy cansadísima, es que me caigo de sueño a todas horas. Y además como no puedo fumar, ni tomar copas…
—Ya… —Rosa, la mirada repentinamente opaca, los dedos temblones, incapaces de acertar con el broche del bolso, asentía con la cabeza, sacando de alguna parte una esforzadísima apariencia de serenidad—. A mí también me pasaba, los primeros meses… Bueno, yo también me voy.
—Y yo…
Marisa fue la primera no sólo en repartir besos sino hasta en parar, sorprendentemente, un taxi, a pesar de que no vivía más lejos que yo de aquel restaurante. Fran se ofreció a llevarme, pero le contesté que no merecía la pena. Después, mientras arrancaba a andar, no logré dedicar más de una hebra de mi pensamiento a aquella formidable masa de miedo que había estado suspendida sobre la mesa durante toda la cena como una nube incapaz de sostener su propio peso, el miedo de Rosa, concreto e inmediato, casi masticable, el miedo de Fran, oscuro y tibio, conocido, el miedo de Marisa, ignorado y grave, tal vez por eso el más duro de todos. Pero yo había dejado de tener miedo. Calculando por anticipado el número de los mejores días que me quedaban por vivir, llegué casi a olvidarlas, y hasta pensé en celebrar mi flamante opulencia cogiendo yo también un taxi, a pesar de que estaba a un cuarto de hora escaso de mi casa.
Cuando abrí el portal, ya me había hecho a la idea de la repentina insubordinación de mis dedos, ese temblor autónomo, ingobernable, odioso, que me había convertido en una especie de inválida desentrenada en el preciso instante en que he necesitado más desesperadamente ser capaz, pero no contaba con que mi corazón se sumara de repente a aquel poltergeist particular como una bomba de relojería con el tempo–rizador averiado. Sin embargo, eso fue lo que ocurrió, hasta el punto de que la enloquecida frecuencia de aquellos latidos, una taquicardia en toda regla, llegó a asustarme de verdad. Era lo que me faltaba, pensé, que ahora me dé un infarto, y cogí el ascensor para subir al segundo, aunque solía prohibirme a diario aquella perezosa tentación.
Antes de abrir la puerta de mi casa, me quedé un rato de pie, en el descansillo, mirando sin parpadear el hueco de la mirilla, como si esperara que, de un momento a otro, fuera a agrandarse para consentirme ver lo que sucedía dentro. Podía distinguir el eco palidísimo, remoto, del televisor encendido en la casa de al lado, o tal vez en la mía, y creo que nunca me he sentido peor. Cuando metí la llave en la cerradura, sosteniendo mi mano derecha con la mano izquierda, el interior de mi cuerpo se dividía ya nítidamente en dos mitades, dos unidades diferentes, separadas entre sí por los efectos de un poderosísimo puño de hierro que había ido estrangulando mi estómago poco a poco hasta partirlo con limpieza para crear dos estómagos distintos, uno arriba y otro abajo, en las dos orillas de una extensión de nada que coincidía meticulosamente con los límites de mi cintura. En aquel momento, pensé que jamás me arrepentiría lo suficiente de haber desaprovechado la oportunidad de estar callada durante aquella cena, porque la confesión que había escapado de mis labios sin pararse a consultarme, me había sumergido durante dos horas en una realidad muy distinta de la que me esperaba detrás de las puertas del salón, que ahora distinguía sin esfuerzo gracias a la lámpara, encendida, como si contar que me iba a separar de Ignacio fuera lo mismo que haberme separado ya de él, como si decírselo a mis amigas en voz alta fuera lo mismo que decírselo a él, con
él delante.
No seré capaz, me dije mientras avanzaba por el pasillo, no seré capaz, me advertí al abrir la puerta, no seré capaz, repetí cuando me dejé caer en un sillón, a la derecha del sofá donde él, con el pijama puesto, miraba la televisión por la estrecha rendija de sus ojos, sus párpados casi vencidos por el sueño.
—¿Qué tal? —me preguntó, y le miré, y comprendí que sí iba a ser capaz.
—Bien. Oye, Ignacio, mira… Yo… Te había escrito una carta, pero bueno… Tengo que decirte una cosa, y me alegro de que no te hayas acostado porque… Va a ser mejor así… —me dijo algo que en aquel momento no quise entender, y seguí hablando, mi mirada fija en el dibujo de la alfombra— . Esto ya no tiene ningún sentido, Ignacio. Me habría encantado que nunca hubiera llegado este momento, pero… Nadie tiene la culpa. Te quiero mucho, eres el padre de mis hijos, y un tío estupendo, en serio, creo que te querré siempre, eres como un hermano para mí, pero precisamente por eso no quiero seguir viviendo contigo —levanté la cabeza por fin, y mis ojos se estrellaron contra otros ojos muy abiertos, en una cara familiar y a la vez extrañamente dilatada por el asombro—. Creo que lo mejor es que nos separemos.
—Pero… ¿por qué? —logró articular después de una indefinida serie de balbuceos—. Si somos muy felices…
—¡Ignacio! —exclamé, y aunque ningún gesto habría resultado menos oportuno, me eché a reír.
Cuando levanté la mano para parar un taxi, ya no tenía fuerzas para seguir discutiendo en solitario con todas esas voces que eran mi propia voz y eran ninguna, porque no habrían existido si yo hubiera logrado decidirme a no escucharlas. Mi carácter es mucho más que débil, y quizás esa razón basta para explicar por qué los dados me tientan, por qué siempre me han tentado. No soy muy buena resistiendo tentaciones.
Por eso, y aunque ya había decidido lo que iba a hacer, porque aquel gesto de parar un taxi no tenía otro propósito que concederme unos minutos de ventaja sobre Ana, asegurarme de que yo llegaría a mi teléfono antes de que ella lograra coger el suyo, cuando ya tenía el auricular en la mano, decidí invertir sobre la marcha el orden de aquellas dos llamadas, tirar los dados por última vez. Primero Foro, me dije. Si no descuelga al tercer timbrazo me voy a Colombia, tampoco pasa nada, insistí, no es más que una semana, un viaje como cualquier otro. No escuché ninguna opinión contraria a aquel pacto íntimo y rematadamente idiota, pero tampoco llegué a escuchar más de un timbrazo, aunque eran ya las doce y media.
— ¿Sí?
—Hola, soy yo… Ya sé que es un poco tarde pero es que… Bueno, al final he decidido que no me voy a marchar mañana de viaje, porque… En fin, podemos irnos juntos en Semana Santa, si quieres, aunque no sé si Jaén te apetecerá mucho, tampoco…
—Muchísimo.
—¿Sí? —se acabó, me dije por dentro, se acabó, ni una Navidad más para mí sola, ni un cumpleaños más para mí sola, ni unas vacaciones más para mí sola—. Oye, Foro, mira… Ya sé que es muy tarde, pero… ¿Tú serías capaz de coger ahora mismo el coche para venirte a dormir conmigo?
—Claro que sí —contestó, con una dulzura que yo no merecía—. No tardo nada.
Después marqué el número de Ana y la suerte me concedió el mínimo favor de disponer los resortes mecánicos del contestador donde yo temía encontrar la voz de Javier Álvarez.
—¿Ana? Soy Marisa… No pasa nada. Es que quería que supieras… Bueno, la novia de Foro, ¿sabes…? Bueno, pues que soy yo.
Cuando colgué estaba sonriendo, pero un sabor muy agrio, muy amargo, trepó sin solución por mi garganta.
Martín se había ido ya a la cama, pero no dormía. Recostado en el cabecero sobre una improvisada arquitectura de almohadas y cojines, leía un folio impreso por una cara que en algún momento debió de formar parte del montón de papeles que ahora podía ver desparramado encima de la colcha, el sumario de un proceso, quizás, o una sentencia. No dijo nada, pero se quitó las gafas y me sonrió, a modo de saludo. Yo me senté a su lado, en el borde de la cama, y estiré el brazo hacia la mesilla para coger un pitillo de su paquete, pero él atajó mi brazo antes de que conquistara aquella plaza.
—¿Cuántos llevas hoy?
—Tres.
—No me lo creo.
—Te lo juro… No he querido fumar en la cena porque tenemos algo que celebrar… —entonces saqué del bolso mi propio folio impreso por una cara, y empecé a leer en voz alta—. En todas las metafases analizadas procedentes del cultivo de células existentes en la muestra obtenida de líquido amniótico, se han encontrado 46 cromosomas normales, siendo la fórmula sexual tipo XY… —sólo me detuve para atrapar el cigarrillo que él me estaba poniendo entre los labios.
—Enhorabuena —murmuró, mientras me besaba en la cara y me daba fuego al mismo tiempo.
—Lo mismo… —la primera calada siempre ha sido la mejor, pensé mientras la aspiraba— digo.
Al final hice todo el camino andando y, al llegar a casa, me fui directamente a la cama. Al pasar por el salón, debí de advertir que el piloto rojo del contestador automático estaba parpadeando, pero de eso no me di cuenta hasta después, cuando Javier, medio dormido ya, respondió a la avalancha de besos con los que mis labios celebraron la proximidad de su espalda con una frase inconexa, desarticulada por el sueño. Ha llamado… alguien…, dijo, no sé… Me abracé a él, y sólo entonces recordé que yo misma había visto parpadear una luz roja antes de sentir que me estaba quedando dormida. En la débil frontera de la inconsciencia, todavía pude pensar que, sólo unos meses antes, la simple sospecha de que en aquel aparato pudiera dormir toda la noche un mensaje dirigido a mí habría bastado para desvelarme durante horas enteras, y no sé si me dio tiempo a sonreír.
Porque, a veces, las cosas cambian.
Ya sé que parece imposible, que es increíble pero, a veces, pasa.
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