Array Array - Atlas de geografía humana
- Название:Atlas de geografía humana
- Автор:
- Жанр:
- Издательство:неизвестно
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг:
- Избранное:Добавить в избранное
-
Отзывы:
-
Ваша оценка:
Array Array - Atlas de geografía humana краткое содержание
Atlas de geografía humana - читать онлайн бесплатно полную версию (весь текст целиком)
Интервал:
Закладка:
Tal vez, si ahora te quedas, dentro de un año lo estarás… Aquella voz solitaria, principal, la más oscura, me mintió entonces con un acento muy distinto del que solía escoger para martirizarme. No me insultó, imbécil, imbécil, imbécil, no abusó de su superioridad sobre mí, no quiso maltratarme. Entonces comprendí que no había podido distinguirla de las demás porque no había querido intervenir hasta entonces en aquella insoportable sesión de tortura sonora. Y no añadió una sola
palabra más, pero proyectó una serie de imágenes concretas, pequeñas, apacibles, sobre la atormentada pantalla de mi memoria. Dos zapatos marrones, viejos y sucios, deformados por el uso, a punto de reventar por las costuras, cuidadosamente alineados a los pies de mi cama, con su correspondiente calcetín dentro, como los zapatos de un niño que se ha acostado esperando la llegada de los Reyes Magos. La foto de un adolescente dentro de una funda de plástico, en una cartera de piel tan desgastada que parecía de cartón. Dos vestidos rojos, uno corto, que descubrí en un escaparate por azar, mientras volvía a casa andando por la calle Goya, y otro mucho más elegante y ceñido, con tirantes, el primer vestido largo hasta los pies que he tenido en mi vida. Una tartera de plástico blanco, con la tapa amarilla, encima de un mantel de papel, en una mesa de hierro de ese merendero de la Casa de Campo que está justo enfrente del lago. Un ventilador moviéndose despacio sobre mi cama, en la sofocante oscuridad de las noches de verano. Una caja de música como la que nadie me ha regalado jamás.
Rosa le estaba contando a Fran que se iba a Roma con los niños al día siguiente. Cuando me preguntó a qué hora salía mi avión, por si llegábamos a coincidir en el aeropuerto, le dije que a lo mejor, después de todo, acababa quedándome en Madrid.
El pliegue de la nuca de mi hijo medía seis milímetros.
El jefe de servicio movía el detector del ecógrafo sobre la piel de mi vientre, apenas abultado en la decimosexta semana de embarazo, cuando pronunció aquel dato en voz alta, con un acento estrictamente neutral. Creo que entonces dejé de notar el tacto gélido, viscoso, de la gelatina transparente con la que me había embadurnado la tripa antes de empezar, y fue entonces desde luego cuando distinguí por fin, nítida, inequívocamente, la cabeza de mi hijo, reproducida a una escala más que gigantesca en un enorme monitor situado frente a la camilla donde yo estaba tumbada. A su izquierda, la cabeza de Martín, que lo miraba con la boca abierta, era casi del mismo tamaño. Yo escuché aquello, pliegue de la nuca, seis milímetros, y una enfermera, tan pendiente como nosotros de la pantalla, apuntó algo en un impreso donde antes había escrito sólo mi nombre, mis dos apellidos y mi edad, Francisca Antúnez Martínez, 39 años. A mi izquierda, una genetista auxiliar presenciaba la escena en silencio, y le pregunté casi sin pensarlo, ¿qué significa eso? Ella me miró, sonriendo, antes de contestarme, eso quiere decir que no es un Down.
El dios de la bata blanca empezó a mover el detector más deprisa, mientras pronunciaba en el mismo tono neutro, pero apacible, una larga serie de palabras que interpreté sin esfuerzo. Veamos, dijo primero, corazón, pulmones, hígado, riñón izquierdo…, espera, a ver…, y riñón derecho, la enfermera lo apuntaba todo con diligencia, sin interrumpirle en ningún momento, vesícula, prosiguió él, aparato genital…. Entonces se dirigió a mí. ¿Quieren conocer el sexo? Yo apenas me atreví a mover la cabeza de arriba abajo pero Martín contestó en voz alta, sí queremos. Es un varón, dijo él sin ningún énfasis, ¡bien!, mi marido no logró reprimir una expresión de ánimo que hizo sonreír a todos los presentes. Esto es un pene, añadió el genetista, mirándome por debajo de las gafas, y uno…, y dos testículos, y prosiguió tranquilamente, vamos hacia la cabeza, columna vertebral única, de desarrollo normal, estructuras cefálicas completas, cara…, le estamos viendo la cara, aclaró, y era cierto. En esa grisácea masa de un líquido de apariencia extrañamente sólida, donde aquel ser diminuto nadaba sin saberlo, como una rana simple y feliz de su simpleza, se destacaban entonces los huecos de los ojos, la prominencia mínima de una nariz, la línea de la boca. Yo le miraba sin acabar de creérmelo del todo, primípara añosa dividida entre el pánico, que se resistía a ceder, y la emoción de comprobar que aquel hijo que aún no había logrado sentir efectivamente existía, más allá de la masa borrosa de las primeras ecografías convencionales, existía porque tenía cara, porque yo la estaba viendo. Vamos a medir la frecuencia cardíaca, dijo el médico entonces, y añadió algunas cifras indescifrables antes de levantar el detector de mi tripa y encajarlo en el aparato donde había tecleado todo el tiempo con la mano izquierda. Está todo muy bien, me dijo, ahora vamos a extraer el líquido amniótico.
La genetista situada a mi izquierda volvió a embadurnarme con gel y posó el detector de un ecógrafo distinto exactamente encima del feto. El jefe de servicio se inclinó sobre mí con una gran jeringa entre sus dedos enguantados. Esto no le va a doler, me aclaró, es sólo un pinchazo. El niño, porque ahora ya era un niño, se movía con gestos graciosos de puro torpes, como un mal bailarín en una película rodada en cámara lenta. Hasta que la aguja penetró en mi vientre. Entonces, mientras el ecógrafo nos consentía ver su extremo afilado a través de las paredes de mi cuerpo, se quedó quieto, inmóvil, como si se hubiera muerto. ¿Por qué se ha parado?, pregunté. Es pequeño, pero no es tonto, me contestaron, en su hábitat acaba de entrar algo extraño y él, por si las moscas, prefiere pasar desapercibido… Luego, cuando la jeringa estuvo llena de un líquido blanquecino, misteriosamente turbio, y la aguja desapareció de la pantalla, mi hijo, ignorante aún de lo satisfecha que su madre estaba de su instinto, volvió a moverse para recuperar el dominio de su territorio. Si hubiera estado sola, en aquel momento habría liberado las lágrimas que mantenía a raya, estancadas, inmóviles, un milímetro más allá de mis ojos, pero siempre me ha dado mucha vergüenza llorar delante de extraños.
Mientras esperaba a que llegaran las demás, sentada a la mesa de aquel restaurante, leí una vez tras otra el informe que había recogido del buzón antes de salir de casa. Allí estaban todos los resultados del estudio genético prenatal, consignados uno por uno, con el detalle que no había obtenido un par de semanas antes, cuando llamé por teléfono para que me informaran concisamente de que todo estaba bien y de que ya no había ninguna duda de que era un varón. Ahora, en cambio, podía leer y leer hasta aprenderme de memoria toda una larga lista de nombres incomprensibles, todos aquellos ignorados síndromes reconfortantemente descartados por la palabra situada a su derecha, negativo, negativo, negativo, todas aquellas insospechadas proteínas felizmente consagradas en la misma columna por una palabra diferente, pero con las mismas sílabas, positivo, positivo, positivo, y el resumen de la ecografía de alta precisión, pulmones, sí, corazón, sí, hígado, sí, riñón izquierdo, sí, riñón derecho, sí, estructuras cefálicas, sí, cara, sí. Porque le habíamos visto la cara.
Creo que ningún compromiso de todos a los que me he sentido obligada en mi vida, incluido aquel ya remoto psicoanálisis de los jueves, ha llegado a resultarme tan arduo como aquella cena, por más que la hubiera dispuesto yo misma como una cita festiva, hasta triunfal. Habíamos acabado con el Atlas, lo habíamos liquidado. Nunca había albergado el menor temor de que no llegáramos a conseguirlo, pero lo habíamos conseguido y había que celebrarlo. Sin embargo, no me apetecía nada estar allí, agradeciendo el esfuerzo de mi equipo, más que cenando, y no veía el momento de volver a casa para enseñar a Martín aquel prodigioso rosario de fórmulas milagrosas, todos aquellos negativos y positivos, los síes y los noes que recompensaban a tiempo su fe, una certeza que se había impuesto a todas mis dudas, a todas las suyas, hasta el punto de que, mucho antes de conocer los resultados de la amniocentesis, él le había anunciado mi embarazo a todo el mundo y yo todavía no me había atrevido a contárselo a nadie. Y sin embargo, aquella misma noche debería hablar del tema con las demás, porque seguramente llegaría un momento en que tendría que abusar de ellas. La fecha prevista de parto coincidía con las vacaciones, primera semana de agosto, pero ya había decidido cogerme el permiso de maternidad tan íntegramente como cualquier secretaria, lo que significaba que no me reincorporaría al trabajo hasta el mes de diciembre. Y habría trabajo. Ésa sería la segunda noticia de la noche.
Todavía no había decidido por dónde empezar cuando Rosa me ofreció un pitillo por segunda vez mientras Ana ocupaba por fin el sitio libre que quedaba a mi derecha. ¿Has dejado de fumar?, me preguntó, extrañada. Sí, contesté, y además tengo que contaros un par de cosas…
Nunca me había resultado fácil ir de compras con mi madre, pero aquella tarde estuve a punto de dejarla sola en el probador, con los veinte o veinticinco modelos de bañador que había ido desechando uno por uno después de estudiar minuciosamente el efecto que producían sobre su cuerpo. Todos le hacían tripa porque tenía tripa, todos le marcaban arrugas en el escote porque tenía arrugas en el escote, ninguno le señalaba la cintura porque ya no tenía cintura, pero me cuidé mucho
de advertírselo en voz alta porque no estaba dispuesta a comprometer por nada, ni por nadie, el esplendoroso bienestar que, como una buena borrachera, tenaz y perpetua, me mantenía flotando muy por encima de las cabezas de los miserables habitantes de este mundo, toda esa pobre gente capaz de desesperarse en el probador de una tienda al principio de la temporada. Cuando se lo conté a las demás, para justificar mi retraso, Rosa me preguntó si yo también iba a aprovechar mis quince días de vacaciones para marcharme a alguna parte, y contesté que no, porque no tenía un puto duro. Eso era tan rigurosamente cierto como que me daba igual no tenerlo, conclusión que Marisa extrajo en voz alta del acento con el que acababa de confesar mi indigencia. La verdad es que ningún viaje al lugar más maravilloso de este, o de cualquier otro planeta, podría apetecerme más que el plan que Javier y yo habíamos diseñado para las dos siguientes semanas, y que consistía en encerrarnos en casa para follar mucho, leer mucho, ver muchas películas por la televisión, cenar muchas porquerías después de la medianoche y salir a la calle a tomar muchas copas de licor nacional inmediatamente después. Ésa era la fórmula de la felicidad, y era barata.
La separación de Javier le había dejado en la ruina, pero yo nunca creí que nadie pudiera llegar a disfrutar tanto pagando facturas como disfrutaba yo entonces, cuando seguí haciéndome cargo de todos los gastos de mi casa, igual que antes, aunque ahora él durmiera en mi cama todas las noches y Amanda hubiera regresado al dormitorio del final del pasillo. Cada peseta de la que me desprendía encerraba un pequeño triunfo, a medio camino entre el premio y el desafío, y a fin de mes, cuando mi cuenta corriente rozaba los números rojos, en lugar de preocuparme, murmuraba para mí, no vais a poder conmigo… La pobre Adelaida había sido implacable, y el correspondiente juez de familia —que confirmó mi vieja intuición de que a los altos estamentos de cualquier Estado, por muy laico y progresista que se declare, le jode que la gente se divorcie— le había asignado una pensión compensatoria temporal, durante un periodo de diez años, a pesar de que, en la práctica, no era solamente una mujer trabajadora, sino hasta una mujer empresaria. En la sentencia provisional se reconocía de forma tácita que era lícito valorar económicamente el dolor moral de la demandante, y que ésta, al coger el teléfono, recoger la correspondencia del buzón y hacer la cena cada vez que había invitados, había contribuido esencial e indiscutiblemente al éxito profesional del demandado, y en consecuencia tenía derecho a compartir sus ganancias. Mi primera reacción, al leer aquella sarta de barbaridades, fue echarme a reír, y hasta hice bromas sobre la compensatoria que Angustias podría pedirme a mí cuando decidiera dejar de ser mi asistenta, pero la verdad es que el asunto tenía muy poca gracia y Javier, cada vez que se acordaba, echaba humo por la nariz. Sin embargo, ni siquiera su certero discurso sobre el putrefacto imperio de la reacción arteramente maquillado con vagos enunciados feministas logró echar a perder ni un solo minuto de un tiempo incalculablemente nuevo y precioso.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка: