Array Array - Atlas de geografía humana
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—¿Vas a tu casa? —me preguntó—. Déjame en el metro de Avenida de América, anda, que he pagado todas mis deudas y me acabo de dar cuenta de que me he quedado sin un duro…
Cuando estábamos ya instaladas en el taxi, y en el colosal atasco que suele rematar las comidas
de empresa en el último día de trabajo, apoyó el codo en el filo de la ventanilla abierta, dejó caer la cabeza en la palma de su mano izquierda, se volvió hacia mí y resopló como si estuviera muy cansada.
—¡Qué asco, tía! Te juro que no me apetece nada irme de vacaciones este año… Y eso que estoy agotada, no creas…
—¿Os vais a Cercedilla?
—Claro, esta misma tarde, a casa de mi suegra, un plan apasionante… ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?
—Irme el martes a Fuengirola, al chalet de mis padres, con Amanda, mis dos hermanas, mis dos cuñados y mis cinco sobrinos. Tampoco está mal.
—¿Pero tus padres no estaban separados?
—Sí, pero como se gastaron una millonada en hacerse una especie de palacio en una urbanización de lujo, y ninguno de los dos está dispuesto a desprenderse de ella, y a los dos les encanta la Costa del Sol y hacerse la vida imposible mutuamente, pues veraneamos todos juntos. Es todo igual que antes salvo que ahora mi padre duerme en el cuarto de mi hermano Antonio, que afortunadamente tiene los mismos metros que el antiguo dormitorio conyugal, porque si no, habrían tenido que hacer una reforma. Como todavía sobran cuatro o cinco cuartos más, si
Antonio tiene la debilidad de aparecer, que no la tendrá, se puede instalar en el que más le guste…
—Ya… ¿Y Javier?
—Se va a Santander.
—¡Joder! —se rió—. Porque no hay nada que esté más lejos —no quise hacer ningún comentario y se recompuso rápidamente—. Y se va con toda su familia.
—Sí —no pude evitar fastidiarla un poco a cuenta de la distancia Norte–Sur—. Se va también el martes… Ellos ya llevan quince días allí.
—¿Y cómo lo llevas?
—Bien —la miré y encontré una mueca escéptica que a pesar de todo me pareció razonable, y por eso insistí, hablando también para mí misma—. Lo llevo bien. Todavía bien. En serio…
La verdad es que no sabía muy bien cómo lo llevaba, porque procuraba no pensar en ello, vivir en un trapecio, balanceándome alegremente justo encima de la realidad. Analizaba con un cuidado infinito y una paciencia que jamás habría creído ser capaz de reunir, cada una de las palabras de Javier, cada una de sus reacciones, de sus gestos, buscando cualquier indicio que me permitiera adivinar qué sentía él, qué intenciones tenía, qué pensaba hacer conmigo, pero todavía no me había atrevido a afrontar nunca la posibilidad de que nuestra historia se estancara mientras el tiempo siguiera pasando, quizás porque me sentía sin fuerzas para imaginarlo siquiera. Tampoco me había atrevido todavía a pensar nunca lo que le dije a Rosa a continuación, y sin embargo mientras hablaba me di cuenta de que lo creía de verdad, y me alegré infinitamente de escucharlo.
—Yo creo que está colgado de mí, ¿sabes? Prefiero no darle muchas vueltas pero estoy casi segura de que sí, y él no me parece el tipo de tío… —capaz de llevar indefinidamente una doble vida, iba a decir, pero en ese punto se quebraron a la vez mi voz y mi valor—. Bueno… No te lo vas a creer pero anoche nos encontramos con Juan Carlos Prat por la calle, que ya sabes cómo es de besucón, y le dio un ataque de celos…
—¿Celos de Mimosín? —asentí con la cabeza y se echó a reír—. ¡Pues ya son ganas de tener celos! —marcó una pausa antes de hacerme la pregunta que esperaba desde el principio de aquella conversación—. ¿Y qué crees que va a pasar?
—¿Al final…? Pues no lo sé. Pero, de momento, de lo único de lo que estoy absolutamente segura es de que yo estoy muy colgada de él, pero colgadísima, en serio, es que no puedo estar más colgada… Lo único que me importa ahora es que esto no se acabe, así que no le presiono. Nunca hablamos de ese tema.
—Ya… —me dio la razón con la cabeza antes de ofrecerme una versión ligera, pero no por eso menos sobada, del monótono discurso con el que todo el mundo parecía empeñado en machacarme
a todas horas durante los últimos tiempos—. Es que los hombres son muy cobardes.
—Eso es lo mismo que decir que los hombres son mancos, Rosa… Los habrá mancos, y los habrá con brazos.
—Bueno, bueno… Yo no digo nada.
Y efectivamente no volvió a abrir la boca hasta que el taxi paró al lado de la boca del metro, un par de minutos después.
—Cuídate —me recomendó, después de despedirse de mí.
—Lo haré —la prometí, diciendo adiós con la mano.
Cuatro días después, instalada en el Talgo que, más que avanzar, me alejaba sin piedad de un coche rojo que circulaba al mismo tiempo en una dirección casi matemáticamente opuesta, me dije que desde luego aquél no era un mal propósito, sobre todo porque apenas podía hacer otra cosa que cuidarme durante la implacable estación que estaba a punto de comenzar. Pero comer bien, dormir mucho, nadar en el mar, tomar el sol, pasear sin rumbo fijo todas las tardes, leer durante horas enteras y asistir cada noche al cine de verano, actividades que habrían sido suficientes para elaborar una definición personal del placer en cualquier otra época de mi vida, se convirtieron en una especie de intolerable obligación durante los días de plomo que habría preferido pasar en balde, sin hacer nada, sentada simplemente al lado del teléfono, en una casa que siempre me había encantado y ahora me parecía una especie de cárcel, y en un lugar demasiado parecido a un jardín para caber tan exactamente en el perfil del asolado desierto que castigaba mis ojos. Estaba tan ausente de mí misma, del espacio y del lugar que ocupaba mi cuerpo, que ni siquiera pasé calor, como si el aire tórrido, pero necesariamente respirable, de aquellas largas siestas de julio, se hubiera convertido en la contraseña de un tiempo preciso que ningún termómetro me ayudaría a recuperar. Entonces, por primera vez tuve miedo, miedo de que aquellas vacaciones no se terminaran nunca, de que aquella aterradora variante de la inexistencia marcara la pauta del resto de mi no vida, de que mi mirada se anclara para siempre en la estrecha gama de grises que contemplaba, como si un mundo enfermo hubiera perdido de golpe el color, el brillo, el volumen, que sólo retornaban, misteriosamente rabiosos, vivos, resplandecientes, cuando el teléfono sonaba en las horas justas, las doce y media de la mañana, las cuatro y media, las siete y media de la tarde.
—Te echo mucho de menos, Ana —eso fue lo primero que me dijo el once de agosto, por sorpresa, a la hora de la siesta—. Y estoy muy desconcertado, ¿sabes?, porque la verdad es que creía que iba a llevar esto mejor. Pero me acuerdo mucho de ti, todo el tiempo… Pasado mañana tengo que irme a Madrid, porque voy a participar en uno de esos Cursos de la Complutense, en El Escorial, una chorrada interdisciplinar, sobre el paisaje… Bueno, pues yo odio la moda esta de las universidades de verano, ya lo sabes, y cuando no me las puedo quitar de encima, estoy una semana de mala leche sólo de pensar en que tengo que trabajar en medio de las vacaciones, y sin embargo, esta vez me apetece mucho volver a Madrid, en serio, estar allí, simplemente, un par de días, aunque tú no estés… Porque tú no tendrás nada que hacer en Madrid pasado mañana, ¿verdad?
—No lo sé todavía… —le contesté después de un rato, cuando logré gobernar mi propio aliento.
Supongo que en aquel momento ya estaba todo decidido, por mucho que él me hubiera advertido después que nunca podría perdonarse que yo interrumpiera mis vacaciones sólo para ir a verle, por más que me hubiera recordado que Fuengirola estaba muy lejos, por muy amargamente que se hubiera reprochado en voz alta la debilidad de haberme contado sus planes, supongo que en aquel momento yo había decidido ya que no tenía nada que hacer excepto irme a Madrid un par de días, pero no me atreví a tomar ninguna decisión aquella noche, y tampoco fui capaz de hacerlo por la mañana, mientras valoraba obsesivamente las ventajas y los riesgos de aquella entrega sin matices, y cuando cayó la tarde todavía no me había atrevido a insinuarlo siquiera, y supongo que ya sabía que me iba a ir, pero también sé que no sabía muy bien qué hacer hasta que, después de cenar, escuché desde la cocina un griterío tan ensordecedor que dejé a medias la copa en la que intentaba encontrar una definitiva dosis de coraje, y corrí al salón para averiguar qué estaba pasando.
Cuando entré por la puerta, la voz de Amanda, llamándome —mamá, corre, mamá, ven a ver
esto— se imponía con esfuerzo a un ensordecedor guirigay de comentarios sorprendentemente divididos entre la risa y la indignación. Todos los habitantes adultos de la casa estaban pendientes del televisor, atrapados en el desarrollo de una escena que al principio no fui capaz de interpretar. Una adolescente fea y bastante gorda se debatía como un coloso maltrecho entre los tres pares de brazos de otros tantos hombres que la sujetaban y que, a pesar de todas sus ventajas, no llegaban a impedir que avanzara de centímetro en centímetro, dejando caer todo el peso de su cuerpo hacia delante mientras embestía con la cabeza como un toro bravo, hacia un objetivo que aún no pude distinguir. La boca grotescamente desfigurada por un grito perpetuo, el pelo largo y lacio empapado por el llanto, aquella chica no terminaba de chillar ni de llorar, instalada más bien en el territorio intermedio de un formidable ataque de histeria, y al principio pensé que se trataba de la superviviente de alguna catástrofe, o de una manifestante radical de cualquier signo, tal era el empeño sobrehumano con el que se oponía a sus enemigos, pero la cámara se movió entonces hacia la izquierda para mostrar el rostro perplejo y asustado de un cantante de moda que seguramente jamás había contado con provocar una reacción semejante, y entonces me di cuenta de que los hombres que la sujetaban no eran policías, sino guardias de seguridad, y cuando pude oírla por fin, lo entendí todo. Presa de una pasión que la dominaba hasta un límite que ella misma quizás desconocía, aquella chica se expresaba en un lenguaje radicalmente impropio de su edad, de los gustos y la manera de ser que se adivinaban en su forma de ir vestida, pronunciando palabras dignas de la más atribulada heroína de un culebrón de sobremesa, frases que parecían copiadas de cualquier novela romántica barata, y sin embargo, mi piel se erizó de emoción al escucharlas, y unas lágrimas conscientes de sí mismas se asomaron a mis ojos mientras la veía, mientras distinguía su voz distorsionada por la desesperación, mientras sentía que me llamaba con todos sus gestos, mírame, le decía a aquel cretino que se negaba a complacerla, girando la cabeza en dirección contraria para exhibir una sonrisa plastificada y hueca, miserablemente indigna del penoso espectáculo que estaba provocando, mírame, por favor, sólo una vez, mírame, te lo suplico, te lo suplico, mírame sólo una vez y me iré de aquí, te lo estoy pidiendo de rodillas, ¿por qué no quieres mirarme?, te lo suplico, mírame, por favor, mírame…
—¿Has comprado hoy el periódico de aquí, papá? —pregunté cuando terminó el reportaje, sin apartar la vista del televisor.
—Sí —mi padre rebuscó entre un montón de revistas tiradas en el suelo, junto a su butaca, y lo encontró enseguida—. ¿Para qué lo quieres?
—Aquí vienen los horarios del Talgo, ¿no? —volví a preguntar, mientras hojeaba ya las últimas páginas detectando al mismo tiempo con el rabillo del ojo la mirada de alarma de mi madre.
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