Array Array - Atlas de geografía humana

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Array Array - Atlas de geografía humana краткое содержание

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Escupió las últimas palabras con los ojos líquidos, brillantes, como si tuviera fiebre o estuviera a punto de llorar. Nunca habría querido creer que algún día tendría que contemplar una escena como ésta, y hasta me costó trabajo fiarme de mis ojos, pero si decidí poner fin definitivamente a tanta tontería, fue más por su bien que por el mío, porque de pequeña no había consentido que metiera los dedos en los enchufes, y no iba a consentir ahora que perseverara en una barbaridad semejante.

—Eres ya muy mayor para montarme estos números, Amanda. Y si mi vida ha cambiado, mientras vivas conmigo, tu vida tendrá que cambiar, no hay más remedio. Pero aquí a la única a quien no le han importado las cosas hasta ahora ha sido a ti, y a mí me parece bien. Fuiste tú la que dejaste de tener tiempo para mí cuando decidiste irte a vivir con tu padre, y yo no te dije nada, y entonces sí que cambió mi vida, y más que ahora, pero respeté tu decisión, y te he recibido siempre, y siempre incluye hoy, con los brazos abiertos, aunque tú puedas no interpretarlo así. A eso me refería antes con lo de ser conservadora o no. Y, de todas formas, hija, al margen de tus opiniones, esto es lo que hay. Si no te gusta, puedes irte a casa de mi madre, a ponerme verde a todas horas. Ella te agradecerá la compañía, puedes estar segura.

—Te has vuelto muy egoísta, ¿sabes, mamá? —dijo solamente, con un tono dulce y quejoso, como de pobrecito bebé abandonado, que me molestó mucho más que todo lo que me había dicho antes.

—Pues mira, sí, a lo mejor tienes razón, a lo mejor es cierto que me he vuelto muy egoísta… Pero tengo treinta y seis años, ¿sabes? Ya me iba tocando ser egoísta alguna vez.

No quiso contestarme ni siquiera con la mirada y siguió jugando con las migas desperdigadas por el mantel mientras yo me acababa el café, pedía la cuenta, y la pagaba en el riguroso silencio que ella misma había establecido. Al llegar a casa me ofrecí a ayudarla a deshacer el equipaje y me contestó que no, que estaba muy cansada y que ella misma se ocuparía de todo por la mañana, pero cuando la besé en la frente, para darle las buenas noches, se abrazó a mi cintura por sorpresa y ese

simple gesto conjuró el peligro. Si no hubiéramos vivido las dos juntas, y solas, durante tantos años, habría pasado aquella noche en blanco, pero la conocía bien, era su madre, y por eso no me sorprendió encontrármela a la mañana siguiente haciendo el desayuno en la cocina a las ocho menos cuarto.

—¿Qué haces aquí, Amanda? —le pregunté en un tono casi risueño, capaz de sugerirle, por encima de mis palabras, cuánto le agradecía aquel gesto—. Si tú no tienes por qué madrugar, hija, estás de vacaciones… Vuélvete a la cama.

—No he dormido muy bien —me contestó—. Es que… Siento mucho lo de anoche, mamá, quiero decirte… Yo sólo quiero que seas feliz.

La sujeté por los hombros y la miré, y cerré los ojos, y volví a abrirlos para mirarla, mientras me resignaba a no encontrar las palabras justas para expresar lo que sentía, cuánto la quería yo y hasta qué punto ella comprometía esa felicidad, frágil y sutilísima como una burbuja de cristal, que me estaba deseando de corazón, y qué clase de terror me despedazaba por dentro cada vez que pensaba en un futuro más simple que el precario encaje de improbabilidades con el que ya estaba dispuesta a conformarme, y cómo no quería ni imaginar siquiera que algún día la vida me obligara a elegir, la besé y la abracé como cuando era pequeña, y hasta la cogí en brazos para planificar en voz alta el plan ideal para su primer día de verdadero regreso, pero en una época marcada por la caprichosa inseguridad del destino, cuando nada significaba al final lo que al principio había parecido, la tardía adhesión de mi hija me inquietó más que su previa hostilidad, y estuve todo el día con un nudo en el estómago y una terca nube negra en el centro de la frente. Ni uno ni otra cedieron ante la cotidiana presión del trabajo de todos los días, ambos resistieron una concienzuda visita al mercado y, para mi sorpresa, permanecieron indemnes durante las horas que pasé en la cocina, preparando para Amanda todo lo que no había podido, o querido hacer la tarde anterior. Cocinar sin prisas es el trabajo más relajante de cuantos sé hacer, pero esta vez, mientras recordaba sin querer, e incluso no queriendo, lo que había ocurrido sólo veinticuatro horas antes, fracasé estrepitosamente en el intento hasta cuando mi hija volvió con un humor excelente de una larga comida con sus abuelos y se sentó en una silla a darme conversación. A las siete y cinco sonó el teléfono y el nudo se estrechó en un instante como si pretendiera partirme por la mitad. No llegué a cogerlo, Amanda estaba más cerca, pero me lo tendió enseguida, sin comentarios y con un gesto deliberadamente pacífico.

—Hola —la voz de Javier actuó como la única llave capaz de liberar mi cuerpo de las imaginarias cadenas que lo apresaban—. ¿Cómo tienes la tarde? Es que he pensado que podríamos quedar en alguna terraza, a tomar una horchata o algo… —me eché a reír instantáneamente y él protestó—. ¿De qué te ríes?

—De lo de la horchata…

—¿Por qué? —y adoptó un tono profesoral que evidentemente dominaba—. Es de chufa, muy rica y refrescante, tiene muchas vitaminas… —la risa me impidió continuar y él siguió por los dos— . Bueno, a las siete y media, ¿qué me dices?

Cuando colgué, riéndome como sólo se ríen los niños pequeños y los amantes desesperados, le dije a Amanda que era Javier, y que iba a salir a tomar un café aunque volvería, como muy tarde, a las ocho y media, con tiempo de sobra para desplegar sobre la mesa su cena favorita y llevarla luego al cine, a ver una película española que no había llegado a estrenarse en París y le apetecía mucho, tal y como habíamos quedado por la mañana, y ella me contestó que le parecía muy bien. No tardé ni un minuto en arreglarme, cogí el bolso, y salí a la calle como si hubiera vivido años enteros en un calabozo, soñando solamente con pisar una acera. Respiré el aire sofocante y recalentado de la tarde de junio con el mismo placer, el mismo minucioso detenimiento, que habría empleado para paladear el plato más delicioso, y advertí que, más allá de mis buenas, y de mis malas intenciones, esa especie de angustia grumosa, espesa y sucia, que había digerido con el desayuno como una secreta infección, se había disuelto sin esfuerzo en un regocijante hormigueo, muy parecido al que me explotaba por dentro de pequeña, al estrenar las vacaciones de verano.

Llegué al Comercial a las siete y veinte, pero él ya me estaba esperando en una mesa situada

justo enfrente de la boca del metro, una elección que me pareció muy rara, de puro expuesta, para un amante adúltero hasta en una ciudad de cuatro millones de habitantes. Tal vez por eso no me atreví a acercar mucho mi silla a la suya, pero él salvó audazmente esa distancia al responder a mi saludo con un beso largo, larguísimo y profundo, que quizás llegó a durar minutos enteros, o quizás no, pero fue suficiente de todas formas para producir un efecto paradójico y seguramente deliberado, evocando con precisión una fiebre por cuya injustísima ausencia pretendía recompensarme. La llegada del camarero, que tuvo que carraspear un par de veces para conquistar nuestra atención, puso fin a aquel aparatoso premio de bienvenida, pero después de que él pidiera un whisky con hielo y yo, desde luego en su honor, una horchata, volvimos a besarnos. Cuando por fin pude levantar la cabeza vi, en la mesa de al lado, a tres adolescentes, dos chicos y una chica de la edad de Amanda más o menos, que se estaban retorciendo de risa, y comprendí que les parecíamos demasiado mayores para exhibir en público una pasión tan exasperada. Javier, que descubrió la dirección de mi mirada y la siguió hasta tropezarse con ellos, debió de interpretar su alborozo igual que yo, porque se irguió en el asiento, me cogió de la mano, y sonrió.

—Es horroroso, ¿verdad? —y su sonrisa se precipitó en un brote de risa auténtica—. Estar aquí, haciendo manitas…

Las carcajadas me impidieron contestarle, y me limité a mover la cabeza para darle la razón, un gesto que se estrelló contra sus propias carcajadas, cada vez más espesas, más ruidosas, nos reíamos con ganas de nuestras miserias, de nosotros mismos, de nuestra edad y de nuestra forma de besarnos, y era una risa limpia, desprovista de sarcasmo, de vergüenza y de sentido del ridículo, y yo descubrí que me alimentaba extrañamente, aquella risa, que me daba fuerza, y valor, pero no decidí inclinar la frente hacia delante, fueron mis labios quienes decidieron besar la mano que apretaba mi mano, yo sólo me di cuenta de que en aquel brevísimo trayecto había dejado de reírme, y él tampoco se reía y a cuando sentí su cara pegada a mi cabeza, sus labios besándome en el pelo, igual que besaba yo a mi hija cuando era pequeña, como si dos personas adultas pudieran naufragar a media tarde en la mesa de un café.

Pero, a veces, las cosas cambian.

Parece imposible, es increíble, pero a veces, pasa.

—El otro día se me ocurrió una cosa… Verás, lo he visto muchas veces en las películas de espías, tú has tenido que verlo también, seguro, se trata de establecer una serie de citas fijas, todos los días, elegir dos o tres horas especialmente… bueno, cómodas, lo he estado pensando, claro que a ti te gusta mucho ir a la playa, ¿no? —asentí con la cabeza para inspirar una mueca de desaliento que amargó casi instantáneamente las comisuras de sus labios—. Eso complica un poco las cosas, porque si estuvieras en casa a la una, por ejemplo… Adelaida suele marcharse con los niños a las once y media, como mucho, y yo muchos días ni siquiera voy a buscarles, pero… En fin, podríamos quedar a las doce y media… ¿Eso sería muy duro para ti? —volví a mover la cabeza, esta vez para negar, sonriendo, porque no tenía ni idea de qué me estaba contando, pero ninguna cosa que me pidiera sería nunca demasiado dura para mí—. Bueno, entonces a las doce y media. Pero como tengo que contar a la fuerza con el clima del Cantábrico, y seguro que se tirará la mitad del tiempo lloviendo, pues un montón de días me tocará salir de excursión con el perrito, que mira que se lo he dicho un millón de veces a la tonta esa, tanto comprarse bañadores y decir que está deseando ponerse morena y nos tenemos que ir a veranear al único sitio de la puta península donde no hace sol en agosto, joder… Total, que tendríamos que fijar dos horas más. Yo creo que las cuatro y media de la tarde estaría bien, porque en verano siempre se come más tarde, pero no tanto como para que a esa hora todo el mundo no se haya ido ya a dormir, y tampoco es tan tarde como para que tú te quedes sin siesta, con lo dormilona que eres. Y si la cita de las cuatro y media falla, podríamos quedar tres horas después, un poco antes de que salgas de paseo, porque me imagino que saldrás de paseo, a tomar algo y eso, ¿no? —volví a asentir—, que es una buena hora para mí porque siempre me quedo en casa por las tardes, estudiando… Ya sé que es un coñazo, pero es que en la casa que Adelaida tiene alquilada no hay teléfono y… No me gustaría estar un mes entero sin hablar contigo.

Entendí por fin el sentido de aquel discurso y apreté con tuerza la lengua contra el paladar para impedir que el corazón se escapara de mi cuerpo por la boca, y le miré, para comprobar que aquella fluida confesión de dependencia no había alterado su expresión en lo más mínimo. Parecía tan tranquilo y risueño como antes de emprenderla, una calma tan asombrosa al menos como la naturalidad que había sido capaz de desplegar para hablar de un tema tan fronterizo con las palabras prohibidas, porque a mí, en cambio, me temblaban hasta las uñas cuando me atreví por fin a aprobar su plan.

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