Array Array - Atlas de geografía humana

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    Atlas de geografía humana
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Array Array - Atlas de geografía humana краткое содержание

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—¡Hola!

No había llegado a poner aún los dos pies en el recibidor cuando aquella voz descargó sobre mis maltrechos hombros la bienvenida más indeseable.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, repentinamente sobria y hastiada de mi suerte, sin atreverme a entrar en mi propia casa.

—¿Por qué has quitado el retrato de esa pared? —preguntó él a su vez, asomándose por la puerta del salón—. Quedaba de puta madre…

—¿Qué haces aquí, Félix? —insistí—. ¿Cómo has entrado?

—Con las llaves de Amanda —y se las sacó del bolsillo de los vaqueros para enseñármelas—. Oye… ¡qué guapa y qué elegante estás! ¿De dónde vienes?

—¿Amanda ha venido contigo?

—No.

—Pues ya te estás largando.

Colgué el abrigo en el perchero, enganché la correa del bolso encima y, con unos reflejos admirables en mi estado, atravesé la puerta del salón sin rozarle siquiera.

—¡ Joder! Vaya manera de recibir a los invitados…

Giré sobre mis talones en el centro de la alfombra y me volví para mirarle. Seguía apoyado en el quicio de la puerta, pero ahora hacia dentro, con una expresión burlona que me advirtió de que no tenía ninguna intención de tomarme en serio.

—Tú no eres ningún invitado, Félix —le dije, hablando muy despacio, como si pudiera imponerme a mí misma una calma que no tenía—. Yo no te he pedido que vinieras, ni siquiera sabía que estuvieras en Madrid. No tengo ganas de verte, no tengo ganas de hablar contigo, ni con nadie… He tenido un mal día y quiero estar sola. Así que lárgate.

—¿A estas horas? —preguntó, con una risita.

—Sí, a estas horas. Son sólo las doce y media, aquí no es tan tarde, ya lo sabes, tú naciste en esta ciudad, ¿te acuerdas? Y tienes un montón de familia aquí. Si no te apetece ir a dormir a casa de tu madre, vete a un hotel o a un banco del Retiro, pero déjame en paz.

Entonces se puso serio, como si por fin, aun en contra de su voluntad, sus oídos hubieran logrado procesar correctamente el sentido de las palabras que yo pronunciaba. Sostuve su mirada con dureza pero, en el silencio inmóvil de aquel desafío, mis ojos no quisieron volcarse en él, como si la imagen de Javier estuviera impresa ya para siempre en el fondo de mis retinas, dispuesta a imponer su abrumadora ventaja frente a la figura de cualquier otro hombre a quien yo pudiera mirar durante el resto de mi vida. Al amparo de aquella luz firme y rotunda, lo encontré mucho más viejo de lo que recordaba, tal vez porque iba vestido igual que cuando dejamos de vivir juntos, unos vaqueros blanquecinos de puro lavados, una camisa del mismo tejido y casi igual de desgastada, y un pañuelito rojo, de algodón hindú, alrededor del cuello, del que me habría reído con ganas si hubiera tenido ganas de reírme. Aquel detalle me alertó de sus intenciones casi tanto como su imprevista aparición, porque en los últimos tiempos solía quedarse en mi casa cada vez que venía a Madrid, pero nunca antes se había atrevido a presentarse solo, sin el escudo protector de Amanda, y siempre había llamado antes para anunciar su visita. Mientras le veía avanzar con pasos cansados hasta el sillón donde se desplomó, me dije que no podía haber elegido un momento peor para intentar seducirme de nuevo, y aquella idea, el primer pensamiento optimista que lograba convocar en muchas horas, me dio fuerzas para aguantar lo que se me venía encima.

—¿Dónde está el cuadro? —me preguntó, y comprendí que había convertido la desaparición del retrato en la única clave eficaz para descifrar mi actitud.

—En tu galería —me apoyé en la pared y crucé los brazos—. Lo he dejado allí en depósito. Si no quieres llevártelo a París, puede quedarse allí una temporada, por lo visto les sobra sitio. Si prefieres venderlo, Arturo cree que encontraría un comprador.

—Pero, ¿qué pasa?

—Pasa que no me gusta, que nunca me ha gustado. Mientras Amanda era pequeña no me atreví a quitarlo porque tú eres su padre, y me parecía justo que viviera entre recuerdos tuyos. Pero ahora ella vive la mayor parte del año contigo, y ésta es mi casa, y aquí vivo yo, y vivo sola, para que te enteres. No tienes ningún derecho a aparecer cuando te apetezca.

—Bueno, también es la casa de mi hija, ¿no? —protestó—. Puedo dormir en su cuarto, supongo…

—No.

—¿Por qué? No te voy a molestar, no voy…

En ese momento sonó el teléfono. Félix tuvo la extraña intuición de callarse al escuchar el primer

timbrazo, para que los sucesivos, y el eco mecánico del contestador que se ponía en marcha, resonaran entre las paredes del salón como el estallido de una alarma.

—¿Ana? —reconocí aquella voz y cerré los ojos—. Soy Javier. Supongo que estás despierta, son sólo… la una menos veinte. Has tenido tiempo de sobra para volver a casa, porque te has marchado de la fiesta antes que yo, te he visto salir. Coge el teléfono, por favor… Necesito hablar contigo.

—¡Oh! —la exclamación de Félix me obligó a mirarle—. Ya comprendo…

—Ana… —Javier insistía en un tono que permitía suponer que estaba seguro de que yo le escuchaba aunque no quisiera contestarle—. Por favor, coge el teléfono… He tenido que sacar al perro para poder llamarte a estas horas, mi mujer no se lo podía creer, lo tengo aquí al lado, me está destrozando la mano porque quiere irse, y ya me ha meado en la pierna izquierda, si quieres te lo pongo al teléfono para que lo oigas ladrar…

Entre el primer y el segundo ladrido me di cuenta de que estaba sonriendo sin querer. Luego me tiré al teléfono con el mismo gesto que un náufrago lento de reflejos habría ensayado para agarrar un salvavidas, y en ese momento me olvidé de todo.

—¡Javier! —chillé casi, y no le di tiempo a añadir nada más.

—Espera un momento… Voy a coger el teléfono del dormitorio.

Pasé al lado de Félix sin mirarle y corrí por el pasillo hasta mi cuarto. Cerré la puerta con cerrojo, me lancé en la cama y descolgué.

—¿Javier?

—Sí.

—Es que hay gente en el salón, ¿sabes? Ha venido… —en ese momento frené en seco—. Una hermana mía, porque… —algún dios misericordioso me inspiró una buena excusa—. Ha perdido las llaves de su casa, y como yo tengo otro juego…

—¿Qué ha pasado, Ana? —él esperaba una respuesta inmediata, pero yo no fui capaz de dársela—. ¿Por qué me has insultado? ¿Qué he hecho yo?

No podía decirle la verdad, no podía decirle que me había comprado un vestido nuevo, y había ido a la peluquería, y me había pintado con mucho cuidado, para encontrármelo, y llevármelo a un rincón, y besarle, y traerle luego a casa, y meterme en la cama con él, y follármelo con una ansiedad que no había conocido nunca antes de conocerle, y que él, a cambio, me había traicionado, me había decepcionado, me había hundido. No podía decirle eso, pero él insistía en escuchar algo de todas formas.

—Ya está bien, Ana —añadió después de un rato, y mientras tanto, su tono, que ya era duro, se endureció un poco más—, si me has llamado cabrón, me imagino que te lo habré parecido, y me gustaría saber por qué.

—Es que… Bueno, yo… Yo creía que ibas a venir a la fiesta solo.

— ¿Y…?

—Pues eso, que cuando he visto que no… Si llego a saber que ibas a venir con tu mujer, me hubiera quedado en casa, ¿entiendes?

—No, no lo entiendo.

—Bueno, pues, aunque no lo entiendas… Eso es lo que me ha pasado. Yo… Como no hablamos después de aquel fin de semana… Yo no sabía si tenías ganas de volver a verme, no podía saberlo y había pensado que… Si te hubiera apetecido, habrías venido solo…

Entonces fue él quien se calló, y durante un rato sólo escuché el eco de las monedas que iba introduciendo por la ranura, y algún ladrido.

—Podrías haberme llamado —añadí, cuando empecé a ser yo la que no soportaba más el silencio—, para avisarme…

—¿De que iba a ir a la fiesta con Adelaida? —preguntó, de una manera casi risueña, y entonces sospeché que mis explicaciones no sólo le habían parecido verosímiles, sino que además le habían gustado, y crucé los dedos para tener razón—. ¿Pero cómo iba a hacer yo una cosa así? ¿No lo entiendes? Es ridículo. Llamarte a ti, que trabajas allí, para decirte que no fueras a la fiesta de tu

propia editorial porque yo, que os estoy haciendo un libro por casualidad, tenía que llevar a mi mujer…

—Muy bien, pero yo me he sentido fatal —insistí—. No me gusta tener que ser simpática con las mujeres de los hombres con los que me… —acuesto, iba a decir, pero no me atreví a usar el presente—. Bueno, de todos modos, podrías haberla convencido de que se quedara en casa…

—¿A Adelaida? —dejó escapar una breve carcajada para respaldar a destiempo la amable tesis que Rosa había formulado muchas horas antes—. ¡Tú no conoces a Adelaida!

—Sí que la conozco —le recordé—. Por eso me he sentido tan mal.

—Pues lo siento —y su voz volvió a ser irresistible—. A mí me ha gustado mucho verte, de todas formas…

—Me alegro —le concedí—. Yo tenía muchas ganas de verte a ti.

—¿Y las sigues teniendo? —entonces sonó un pitido.

—Sí —contesté a toda prisa.

—No tengo más dinero, mañana te…

Un pitido largo ocupó el lugar del único verbo importante de aquella conversación, precediendo a una breve serie de pitidos intermitentes tras los que llegó el silencio. Colgué el auricular con una pereza infinita, me estiré sobre la cama y cerré los ojos. Habría dado cualquier cosa por desenchufar mi conciencia, por dimitir de la capacidad de sentir, por convocar un mecanismo de inexistencia más profundo que el sueño. Estaba muy cansada, y sin embargo, reaccioné con la instintiva rapidez de un animal acorralado cuando escuché unos golpecitos en la puerta.

Pensaba decirle que se quedara a dormir en el cuarto de Amanda, o en el sofá del salón, o donde le diera la gana, con tal de que me dejara en paz, pero él mismo desbarató mis mejores intenciones.

—No pensarás que va a dejar a su mujer, ¿verdad? —me preguntó, cuando me tuvo delante—. Ya sabes que nunca lo hacen…

—Félix, hazme un favor… —le pedí a cambio—. Vete a tomar por el culo. Y lejos de aquí.

Cerré de un portazo y me quedé de pie, al lado de la puerta, hasta que escuché su propio portazo. Salí al pasillo para comprobar que efectivamente se había marchado y mi cuerpo se aflojó de repente, como si pretendiera abandonarme a mi suerte en la mitad del pasillo, pero le impuse aún la agónica misión de sostenerme mientras me limpiaba la cara, y no me traicionó. Después, caer en la cama y quedarme dormida fueron una sola cosa. Tenía sueño de sobra para dormir un mes entero, pero un timbre insistente y misterioso, lejano, me despertó cuando en mi despertador faltaban aún cinco minutos para que fueran las ocho de la mañana. Oprimí el botón de la alarma a pesar de que no estaba sonando y me di la vuelta en la cama para volver a dormirme, pero el ruido no cesó. A las ocho y dos minutos me enfundé en mi bata de pagodas y doncellas chinas porque había comprendido por fin que alguien estaba llamando a la puerta. Como sea un mensajero me va a oír, me prometí a mí misma mientras me arrastraba por el pasillo, y si es el hijo de puta de Félix, con desconectar el timbre… Pero al otro lado de la mirilla estaba él, con el desvalido aspecto de quien ha estado tiritando hasta hace un instante y una bolsa de plástico en la mano.

—Hola —dijo, sin atreverse a entrar—. Siento mucho haberte despertado, pero es que he estado casi una hora esperando en el portal, ¿sabes?, rodeado de una manada de borrachos terminales, y al salir de casa no me había dado cuenta de que hiciera tanto frío… Tienes un portero muy madrugador, pero me ha mirado raro al entrar, claro, como es sábado, y a estas horas… Por eso he llamado al timbre, porque si no, me iba a mandar a la policía… ¡Ah! —entonces levantó la bolsa en el aire—. He comprado churros, por si te apetece desayunar y porque cuando han abierto la churrería, hace un cuarto de hora, he pensado que allí, por lo menos, se estaría bien… Están todavía calientes pero, antes de nada, me gustaría saber cómo tengo que tratarte para que no te enfades conmigo.

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