Array Array - Atlas de geografía humana
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porque se parecía bastante a todos esos angelitos de Ferrándiz con los que hice el bachiller. Me atreví a suponer que había sido una niña de anuncio de Nestlé, una adolescente monísima, una universitaria muy mona, una madre joven bastante mona, y finalmente, una mujer de treinta y muchos que, en lugar de resignarse a que su belleza no hubiera querido crecer con ella, decidió afrontar todas las consecuencias de una transformación radical de Lolita en vampiresa. No le había sentado bien pero, a despecho de las prestaciones de su sujetador y tal vez a su pesar, seguía siendo una chica mona.
—Mira, pues no es mala idea… —Rosa, que había encontrado un buen filón para limarse los dientes, seguía a lo suyo—. Cuando se canse de sostener la copa, se la encaja en el escote y ya está.
—Sí… —Marisa le rió la ocurrencia—, es como un ca–aracol, pero con un mostra–ador a cuestas, ya te digo.
—En un momento dado, podemos ir a pedirla que nos ponga unos panchitos…
En ese punto no me quedó más remedio que sumarme a un coro de carcajadas tan ruidoso que jamás pensé que pudiera revelarle mi presencia, y nunca sabré si él acertó a distinguir mi risa de las demás o giró la cabeza por pura casualidad, pero se volvió como si estuviera seguro de ir a encontrarme, y me encontró enseguida. Entonces sonrió, sin dejar de mirarme.
—Como se atreva a acercarse —murmuré— le pienso decir que es un cabrón.
—Que no, Ana, joder… —Rosa me regañó igual que si fuera mi madre—. Acabarás metiendo la pata. ¿No ves cómo te mira? Está entregado, cono, no hay más que verle… Te lo digo yo. Anda, Marisa, vamonos.
—¿A–a–ahora? —los ojos de la interpelada manifestaban, más gráficamente aún que los tropiezos de aquella pregunta, que no podía concebirse nada más injusto que arrancarla del espectáculo justo cuando sonaban los clarines que por fin anunciaban el comienzo del primer acto.
—No, dentro de dos horas, ¿tú qué crees? Si no nos vamos, no se va a acercar en la vida. Además, igual ha venido Nacho y todo, y yo mientras tanto, aquí, perdiendo el tiempo… —entonces se volvió hacia mí, aunque sus manos insinuaban ya el ademán de empujar a Marisa hacia delante— . Otra cosa, Ana… Yo soy de Letras, pero ten en cuenta que seguro que es estadísticamente imposible que las dos tengamos la misma mala suerte.
Se alejó como si fuera cierto que tenía mucha prisa, pero no había llegado a dar ni media docena de pasos cuando regresó casi corriendo, con el aire de haber olvidado lo más importante.
—¡ Ah! Y que, bien mirado, tu idea no estaba mal… —me miró con unos ojos de conspiradora que encajaban sorprendentemente bien con su sonrisa de niña gamberra—. Cuando se acerque, si puedes quedarte a solas con él, llámale cabrón… A ver qué pasa.
Entonces, como si hubiera acertado a escuchar los susurros de Rosa, Javier se destacó del grupo en mi dirección para procurarme un instante de pánico auténtico con el que no contaba, pero ese sentimiento se disolvió enseguida en una alarma mucho más estridente cuando comprobé que la pobre Adelaida seguía a su marido y que, tras ellos, tan dispuesto como Marisa a no perderse nada, venía el autor de los gráficos.
—Hola, Ana… —él aprovechó la mínima ventaja que llevaba sobre sus acompañantes para sacar de alguna parte una prodigiosa voz de cama que desbarató el centro de gravedad de mi alma, y no pude seguir mirándole a los ojos. Cuando reuní el valor suficiente para regresar a su rostro desde el cielo primaveral en el que había buscado refugio, ya no estaba solo—. Tú no conoces a mi mujer, ¿verdad? —en ese brevísimo intervalo, su voz había cambiado de registro para instalarse ahora en un tono de cortés desenvoltura que, a pesar de su eficacia, me permitió descubrir que él también estaba nervioso, mucho más de lo que me había parecido antes, y quizás un poco más borracho de lo que esperaba—. Adelaida… Ésta es Ana, la editora gráfica del Atlas, te he hablado de ella alguna vez…
—Sí, encantada… —Adelaida, que se adelantó para tenderme la mano, se perdió la peculiar expresión, como de dignidad aterrada, con la que su marido asistió a nuestro encuentro. A cambio, mi sonrisa no desveló en absoluto el mazazo que pulverizó mi propia dignidad precisamente en ese
instante.
—Y a Felipe ya lo conoces, ¿verdad? —Javier señaló a su amigo, al que efectivamente conocía, aunque de su manera de saludar y de mirarme entre beso y beso, deduje que no tanto como él a mí.
—Bueno, pues… —y como tenía que decir algo, dije lo primero que me pasó por la cabeza—. ¿Qué os parece todo esto?
Durante cinco minutos sostuve una conversación intranscendente sobre la editorial, el edificio y mi propio trabajo, un tema que apenas parecía interesar a la pobre —esta vez sí— Adelaida, que intentaba quedar bien haciendo preguntas, digiriendo mis respuestas en voz alta y comentándolas lo mejor que sabía, y fue ella también quien halló involuntariamente una salida para todos nosotros, al preguntarme dónde había un cuarto de baño.
—¡Oh! —dije, repentinamente aturdida por la cuestión más simple—. Pues… Yo creo que el más cercano está al lado de la puerta por la que habéis entrado, en el pasillo de la izquierda… Si quieres, te acompaño…
—No —Felipe se me adelantó, cogiéndola del brazo—. Yo voy contigo. Me he quedado sin tabaco pero tengo otro paquete en el abrigo… El guardarropa me pilla de camino…
Me quedé a solas con Javier cuando ya había perdido toda esperanza de lograrlo, y me sentí como si me hubieran partido por la mitad, dividida entre impulsos muy intensos y antagónicos, que parecían anularse entre sí para paralizarme por completo, porque durante un instante permanecí tan congelada como si viviera dentro de una fotografía de mí misma. Me moría de ganas de tocarle, de rozar siquiera la chaqueta que llevaba con la punta de los dedos, y a la vez me dolía interminablemente de que nunca, nadie, me hubiera humillado tanto, y sabía que eso no era verdad, que muchas veces, mucha gente me había tratado peor, pero yo jamás había sentido un zarpazo semejante, o no recordaba haberlo sentido, y aparentemente no había pasado nada, y yo lo sabía, pero eso también me daba lo mismo, porque habría pagado cualquier cosa por ahorrarme la escena que acababa de vivir, pero la había vivido, y me moría de ganas de tocarle aunque no le pudiera perdonar una herida semejante, y así estuve, estrictamente disociada entre el deseo y la indignación, hasta que él, en un gesto limpio y sigiloso, me cogió una mano con la suya, y apretó un instante sus dedos contra los míos, mientras me miraba como si mi cara fuera el único paisaje que jamás podría llegar a saciar sus ojos.
—Tenía muchas ganas de volver a verte… —me dijo, recurriendo otra vez a esa voz prodigiosa que yo ya no podría escuchar nunca más sin un escalofrío, esa voz que tenía escondida en algún remoto bolsillo de su cuerpo como si fuera una carta marcada, para arruinarme cuando mis manos estaban más vacías, esa voz que había sido mía, que yo había creído poseer una vez y para siempre, y que ahora en cambio venía de muy lejos, porque no me había atrevido a rozar siquiera con la punta de los dedos la chaqueta que llevaba cuando había empezado a someterme al riguroso despotismo de su voluntad, y fue esa voz, la sospecha de que yo nunca podría hallar un arma capaz de combatirla, la conciencia de mi infinita indefensión frente al afilado terciopelo de las palabras que pronunciaba, lo que acabó de decidirme.
—Eres un cabrón, Javier —le dije, y lo que tenía que pasar, pasó enseguida.
Primero se quedó quieto, absolutamente inmóvil, casi rígido, y apenas reaccionaron sus ojos, que se abrieron como si un cuchillo invisible los hubiera desnudado para siempre del consuelo de los párpados. Después, la sangre abandonó sus mejillas, y desde aquella repentina palidez, se movieron por fin sus labios blancos.
—¿Por qué me dices eso?
Mis palabras parecían haberle sumido en un desaliento tan profundo, y su rostro parecía tan capaz de expresarlo que, de repente, mi seguridad se perdió, como un huérfano sordo y ciego, entre los descomunales pliegues de una confusión inmensa, y aún no había encontrado nada bueno que añadir cuando Fran, tan discreta siempre excepto precisamente aquella tarde, como si el duende de la inoportunidad hubiera invertido toda su paciencia en esperar aquel exacto momento para tomar por fin, y por una sola vez, las riendas de sus actos, nos vio juntos y callados, e interpretó que nos
vendría bien un poco de conversación. Su maniobra de aproximación fue tan evidente que inspiró en Javier la dosis de atención precisa para comprender que tenía que soltarme la mano, pero yo logré anticiparme a ese gesto en una milésima de segundo y apreté sus dedos con los míos cuando ya se me escapaban. Entonces me miró, y aquella vez debió de ser él quien leyó en mis ojos que estaba completamente entregada, porque se rehízo a tiempo para hablar con Fran a solas durante más de cinco minutos, un diálogo al que yo asistí en un silencio tan riguroso como el que observaría después, cuando la pobre Adelaida regresó con Felipe del baño para inaugurar una nueva fase de insustancialísima charla polifónica sobre la editorial, el edificio, y el trabajo de todos nosotros, que parecía no tener otro fin que averiarme definitivamente los nervios. No sabía de dónde sacar una buena excusa para marcharme de una vez cuando Rosa, que pasó a mi lado por una aparente casualidad, acertó a interpretar mi mirada de auxilio. Y creía que no iba a pasar nada más, pero cuando ya me había alejado lo bastante como para volver a sentirme segura, Javier pronunció mi nombre en voz alta, y yo me volví como si pudiera darme cuerda a distancia, obedeciendo a–su voz sin pararme a pensarlo siquiera.
—Te llamo y hablamos de eso —me dijo, y sin embargo aquella noche tendría un epílogo tan catastrófico que acabé olvidando esta advertencia.
Rosa, humana al cabo bajo la formidable armadura de acero que la consentía andar por encima de la realidad como si fuera un artero lecho de hojas secas que ocultara un suelo firme cuya existencia sólo ella conocía, se derrumbó, tardía pero estruendosamente, al comprobar que, una vez más, Nacho Huertas había optado por esquivarla aun en contra de sus propios intereses laborales. Marisa debía de haberse ido a casa, o tal vez se había sumado a un grupo decidido a seguir la juerga por su cuenta, porque no la vi por ninguna parte mientras sostenía con dificultad el discurso que nuestra amiga común improvisaba entre copa y copa, enhebrando conceptos progresivamente deshilvanados con un acento progresivamente pastoso, un monólogo cada vez más melodramático, más autocompasivo y más idiota, del que no fui capaz de rescatarla porque si me hubiera invitado a intervenir, que no lo hizo, apenas habría alcanzado a rebajar el tono de sus lamentos hasta el nivel del patetismo más ridículo. Así que me limité a beber, y en eso sí que logré ponerme rápidamente a su altura, aunque no llegué a darme cuenta del significado de aquella carrera hasta que me hice un lío con el contenido de mi monedero cuando intentaba pagar al taxista que me llevó a casa, una operación complejísima pero sólo levemente más dificultosa que la tarea de meter la llave en la cerradura del portal.
Mientras entraba en el ascensor, por fin a salvo, me felicité por vivir en un edificio lo suficientemente antiguo como para que en aquella cabina de madera y cristal no hubiera ningún espejo. No tenía ningún deseo de contemplar mi propio rostro pero, a cambio, y ésa era la contrapartida inevitable, el motor que me conducía a casa funcionaba tan despacio que me sobró tiempo para sentarme en el banco tapizado de terciopelo y recordar a la radiante mujer que había permanecido de pie al recorrer exactamente la misma distancia en sentido inverso, esperándolo todo de una noche que había resultado tan decepcionantemente rácana. Porque volvía sola a casa y me sentía igual que si se hubiera hundido el mundo, y en aquel momento me daba lo mismo que Javier hubiera acabado reaccionando a mi favor, aunque aún no podía imaginar siquiera cuan desesperadamente me aferraría a esos pocos indicios de un futuro todavía posible sólo un par de minutos después.
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