Array Array - Atlas de geografía humana

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Array Array - Atlas de geografía humana краткое содержание

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—Y lo conseguiste —le dije—. Y no me pareciste nada nervioso, y tampoco metiste la pata en ningún momento —sonreí—. Aunque hasta hoy mismo no he descubierto por qué encajabas tan bien en el papel de seductor.

Movió la mano en el aire como si no le hubiera gustado que se lo recordara, y pasó por alto mi comentario.

—Y luego en la fiesta bebimos bastante, ¿te acuerdas?, y ya conseguí soltarme un poco, organizarme mejor la cabeza, yo sabía que tenía que pensar en tu padre, no en mí mismo, ni en un contrario ideal de Teo, sino en tu padre, y por eso, a las dos, cuando empezaron a cerrar las casetas, hice como que no pasaba nada, y eché a andar hacia el hotel como si fuera lo más natural del mundo, que por otro lado lo era, claro, porque como, por una vez, estábamos en el mismo sitio… Tú te colgaste de mi brazo y apretaste la cabeza contra mi hombro un momento, y aquel gesto me gustó, de eso también me acuerdo, ya te había besado, y me había fijado en que cerrabas los ojos y echabas la cabeza para atrás, como si te abandonaras completamente, me dio la impresión de que si te hubiera soltado sin avisar, te habrías caído de espaldas, y eso también me gustó, porque entonces todavía podía pensar, podía analizar tus gestos, tus palabras, calcular mis movimientos, interpretarte, y me dije que lo mejor sería no preguntarte nada, asumir tu silencio como una señal de conformidad, aunque cuando ya estaba abriendo la puerta del hotel, en el último momento, decidí cogerte de la mano y ya no me atreví a mirarte, pero me apretaste con los dedos un momento, ya no

te acordarás —sí que me acordaba—, y pensé que había tenido una buena idea, y no sólo por la aparente ingenuidad de aquel gesto, sino porque tu mano me permitiría detectar lo que sentías… Cuando pedí solamente la llave de mi habitación, sin mencionar la tuya, tus dedos no se movieron. Cuando te miré, me sonreiste. Cuando eché a andar hacia el ascensor, me seguiste. Ahí empecé a perder la cabeza, y lo último que llegué a decirme fue que no era posible, que no existían los milagros, que no podía tener tanta suerte, que ni siquiera me la merecía… Cuando el ascensor se paró en el sexto piso tú saliste primero, ¿te acuerdas?, llevabas la chaqueta abierta, yo te la había desabrochado entre el primer piso y el quinto, pero ni siquiera la cerraste con las manos, me miraste solamente, como diciendo, ¿adonde vamos? Cuando entraste en la habitación te quedaste de pie, muy quieta, al borde de la cama, mirándome, y respirando por la boca sin darte cuenta… Llevabas la chaqueta abierta, pero no te la quitaste, te la quité yo, y descubrí debajo un sujetador negro, de Christian Dior, que no olvidaré jamás, será el último recuerdo de este mundo que abandone mi memoria, un sujetador negro de tul transparente con unas rayitas negras verticales muy finas, que llegaban hasta una línea que coincidía con el pezón, y lunares pequeñitos, también negros, desde esa línea…, costura se llama, ¿no?, hasta abajo…

—Mi madre me registraba los cajones de la ropa interior —recordé en voz alta—, y me tiraba a la basura sin consultarme todo lo que estaba viejo, desteñido o gastado de muchos lavados.

—No, Fran, no me jodas… No metas a tu madre en esto. A los veinticuatro años irías sola de compras, supongo…

—Bueno —sonreí—, vale. Pero sí es verdad que me compraba el mismo tipo de cosas que llevaba ella, y en la misma tienda, porque tenía abierta una cuenta y así yo no tenía que pagar nada. Tenía a las dependientas muy bien aleccionadas, y… Bueno, vale —repetí, cuando vi que se tapaba la cara con las manos—, a mí me gustaba.

—A mí también me gustó. Mucho. Muchísimo. Infinitamente más de lo que te puedas imaginar. Me acuerdo también de las bragas, no creas, que tenían lunares por delante y rayitas por detrás, y me gustaste tanto, tanto… —levanté la mano instintivamente para pedir la palabra, pero él no me dejó intervenir—. Sí, vale, ya sé lo que me vas a decir, que te lo quité todo enseguida, pero es que tú eras una roja genuina, ¿sabes?, y no me podía arriesgar, ni falta que hacía, porque eso era lo maravilloso, que ibas vestida igual que Machús, igual que intentaba vestirse Lucía, pero eras tú, una mujer a la que podía llevar a todas partes, una compañera ideológicamente admirable, una tía con la que podía follar a gusto sin sentirme culpable después, un mirlo blanco, ¿no lo entiendes…? Y sin embargo al principio no me di cuenta de eso, no calculé nada de lo que hacía, porque estaba loco, porque me estabas volviendo loco, porque no me lo podía creer, recuerdo que me fijé en algunas cosas, que no te quitaste el collar que llevabas, que adivinabas lo que yo quería hacer contigo sólo con que te lo insinuara con la punta de un dedo, que te anticipabas a mis propios movimientos… Luego sí, aquella noche tardé mucho en dormirme y pensé en todo esto mientras te veía dormir, pensé en el pobre gordo, que decía que eras pasiva, si sería imbécil, y pensé en ti, que me habías parecido felicísima al final, y pensé en mí mismo con tranquil idad por primera vez en mucho tiempo.

—Esto sí que me lo habías contado… —murmuré. Habíamos hablado mucho de sexo al principio, larguísimas conversaciones de cama deshecha y risas, y él siempre empezaba igual, recordando aquel collar de falso azabache y la intensidad de su asombro, repitiendo que jamás habría podido ni soñar que yo pudiera llegar a comportarme así, a desmayarme hasta conseguir borrarme del todo, y a mí no me extrañaba su sorpresa porque, aunque él nunca quisiera acabárselo de creer, lo cierto es que la compartía. Para mí, acostarme con un hombre nunca había sido nada parecido a aquello, por eso no tenía ningún modelo previo con el que compararme, hablábamos mucho de eso, yo intentaba convencerle, desentrañar sus reacciones, interpretarlas en voz alta, y los dos nos divertíamos mucho mientras tanto—. Lo que no podía imaginarme es que fuera tan importante para ti. Siempre me has parecido segurísimo de todo lo que haces.

—¿Lo ves? —sonrió—. ¿Ves cómo tenía motivos para no contarte según qué cosas? Ahora

parece la gilipollez del siglo, ¿no?, es que no me puedo creer ya cómo pude llegar a ser tan tonto, pero la primera vez que te vi todavía era algo importante para mí, era importantísimo, hostia, aunque a la vez fuera una tontería, una simple cuestión de fetichismo elemental, de machismo residual, de personalidad dominante, un simple accesorio de la vida o ni eso, una manera de follar, tan inocente como jugar a policías y ladrones… Eso le decía yo a Teo, pero cuando me lo decía a mí mismo tampoco me lo creía. Y ahora sé que no es ninguna tontería, pero también sé que por mucho que haya contribuido a formar mi carácter, no debo sufrir por eso. Porque es que no te lo vas a creer —se reía, y sin embargo, yo no solamente le creía, sino que me alegraba de poder hacerlo—, pero antes de conocerte hubo una época en la que llegué a sufrir mucho, pero muchísimo, en serio, te lo juro, y renegaba de mí mismo todos los días, intentaba arrancarme cosas que ni siquiera yo entendía, de lo enterradas que estaban, y me sentía fatal porque no veía solución, porque nunca podría ser yo y ser feliz del todo al mismo tiempo, porque nunca podría controlar la zona oscura de mi cabeza, nunca jamás, podría aprender a dominarlo todo menos eso, y por muy enamorado que pudiera llegar a estar de una buena chica, por muy considerado que fuera follando con ella, todas las putas noches de mi vida, antes de dormirme, me acordaría de las cosas que las chicas malas se dejan hacer… A veces pensaba que más me habría valido ser homosexual, porque para comprender la homosexualidad sí que estábamos todos preparados. Y tiene gracia, pero era precisamente eso lo que me impedía romper con Lucía, con Machús, aunque luego la situación mejoró, desde luego, primero porque, quieras que no, uno se va haciendo mayor y al mismo tiempo la vida menos dramática, y luego porque las chicas malas se fueron quedando tan atrás que dejé de acordarme de ellas a todas horas. Además, descubrí que existían chicas regulares, marchosas a su pesar, que no estaban mal del todo, y seguía estando muy ocupado, que era lo que más me convenía… Y de repente, cuando ya había elegido un camino para llegar a estar conforme conmigo mismo, cuando dejé de pedirle a la vida más de lo que podía darme, cuando ya había decidido extirpar hasta la menor fantasía nociva de mi cabeza con la misma amable pero férrea disciplina que aplicaba a mis subordinados, apareciste tú, y fue como descubrir que los Reyes Magos existen de verdad a los veinticinco años. Entonces comprendí que no eras solamente la mujer perfecta sino mucho más. Eras la única mujer que existía para mí en este mundo.

Hizo una pausa que no fui capaz de rellenar con mis propias palabras, demasiado absorta en la tarea de descifrar lo que me estaba ocurriendo a mí misma mientras le escuchaba, mientras sus palabras convocaban una tumultuosa amalgama de sentimientos de muchas naturalezas distintas, y reconocí el amor, y reconocí el deseo, pero además, dentro de mí crecía el asombro, y la vanidad, la complicidad y el estupor, la comprensión, la certidumbre, y un vago reproche por los años vividos al amparo de una verdad escondida, y una seguridad en mí misma, en todo lo que yo era, que no había probado nunca hasta entonces, y mezclado con todo esto, casi oculto por emociones más urgentes, volví a distinguir los perfiles de una mujer mayor que estaba en paz, porque entre otras muchas cosas, las palabras de Martín me habían devuelto el futuro.

—Mira, Fran, tú, con esa especie de afán litúrgico con el que te empeñas en analizar el mundo, estás convencida de que yo te salvé. Pero fue al revés, y te he contado todo esto precisamente ahora, que sé que estás jodida, que sé que estoy jodido, que sé que lo que nos jode es que nos estamos haciendo viejos y que, por mucho que sea una barbaridad, eso tampoco tiene arreglo, para que te enteres de una vez. Fuiste tú quien me salvó a mí, y no sólo porque me dieras la razón a destiempo, muchos años después de que yo hubiera sospechado por primera vez que eras la mujer ideal, sino porque sólo tú, y el culto que fundaste alrededor de lo que soy con la asombrosa facilidad que tú tienes para esas cosas, le dio sentido a mi impostura.

—Tú no eres un impostor, Martín —acerté a decir, y dos lágrimas encontraron el camino de mis ojos aunque nadie las hubiera invitado.

—Sí que lo soy. O mejor dicho, lo era hasta que tú me liberaste de la obligación de seguir sobreactuando, de seguir trabajando para no pensar, de seguir afirmando que creía seis veces en cosas en las que me costaba trabajo creer todavía… Porque cuando me contaste que te habías

enamorado de mí porque te recordaba al cuadro de Lenin que había en tu casa y al que le rezabas de pequeña, me di cuenta de que todo aquello había servido para algo, y me dejó de pesar el recuerdo de Lucía, y dejó de avergonzarme el recuerdo de Machús, dejé de sentir la lucha política como una condena perpetua y merecida, dejé de juzgarme a mí mismo como un gusano ruin y miserable, y no me perdoné del todo, pero me enamoré de ti, y volví a tener algo entre las manos. Todo lo demás también estuvo muy bien, descubrir que el pobre Teo tenía más razón de lo que pensaba, y hasta qué punto eres capaz de transfigurarte cuando estás conmigo desnuda en una cama, cómo llega a embellecerte esa capacidad para agotarte de placer que has debido heredar de tu madre por mucho que te joda, y conocerte, y encontrarte, tan acojonantemente complicada como eres, más que yo, que ya es decir, debajo de aquel sencillo disfraz de activista radical que nunca logró engañarme del todo, y desentrañar tu propia impostura, aprender que no eres una mujer dura, ni insensible, ni autosuficiente, porque nadie que merezca la pena lo es, y descubrir que si eres así de religiosa, fue porque te criaron en el culto incondicional a la personalidad de tu padre y a la belleza de tu madre, y coger de la mano a la patita fea que no llegó a convertirse en cisne para convencerla de que a mí me gusta así… A veces pienso que enamorarme de ti es lo único elevado que he hecho en toda mi vida, y es desde luego la única verdad que tengo para justificar todo lo demás, mi propia actitud, mi propio pasado, mi ambición y mis dudas, porque si no hubiera abandonado a Lucía no habría podido casarme contigo, porque si no me hubiera enrollado con Machús, nunca te habría reconocido en los comentarios de Teo, porque si no hubiera hablado tanto con Teo, quizás nunca habría llegado a descubrirte, porque si no me hubiera comportado como un cabrón, nunca me habría convertido en un líder auténtico, porque si no me hubiera convertido en lo que tú querías ver en mí, jamás me habrías querido como me quieres, porque si tú no me quisieras como me quieres, yo sería un hombre mucho menos feliz, e infinitamente peor de lo que soy.

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