Array Array - Atlas de geografía humana
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hermano sea tan cuidadoso… ¡ Ah! Y el viernes es la fiesta de cumpleaños de mi sobrino Pablo, Ignacio no se la quiere perder por nada del mundo. Mis padres irán seguro, y supongo que casi todos mis hermanos también, pero si no te apetece verle la cara a la gilipollas de mi cuñada, cosa que comprendería perfectamente, no hace falta que vayas. Llama a los abuelos y que lo lleven ellos, ¿de acuerdo? Si Clara está bien del todo, que vaya también, si no, que se quede en casa, por mucho que llore. Mi avión sale de Zurich el sábado a las once. Estaré aquí a la hora de comer, supongo, y por supuesto, llamaré todos los días. Tú, sobre todo, no te agobies, seguro que lo de la niña no es nada.
Me detuve a respirar y sólo entonces volví a mirarle a la cara.
—Eres increíble —me dijo, sonriendo—. Si tuviera una secretaria como tú, curraría la mitad, en serio.
Y a lo mejor, pensé yo, hasta podríamos volver a follar como al principio.
Ahora, cuando he llegado a dudar de que aquella historia sucediera en realidad alguna vez, tanto de mí misma he invertido en ella —tanta energía, tanto tiempo, tantas neuronas desgastadas para reconstruir unas pocas horas con la obsesiva meticulosidad de un relojero loco, condenado por su propia locura a desmontar todas las mañanas el más complicado de los mecanismos de cuerda para volver a montarlo inmediatamente después—, ahora que, a fuerza de invocarla, recordarla, desgastarla, he llegado a sospechar que pudiera habérmela inventado yo sola, a veces pienso que lo que pasó en Lucerna, y sobre todo lo que me pasó a mí, después de Lucerna, no tiene otra explicación que su semejanza con aquellos viejos y buenos tiempos del principio.
—El fotógrafo se llama Nacho Huertas —me había anunciado Ana un par de semanas antes, en sus labios una sonrisa demasiado amplia para ser inocente, cuando volvimos a la editorial, después de comer—.
Es muy bueno. Y además lo está. Alto, rubio, con espaldas lo suficientemente anchas para cargar con tanto equipo…
—¡Uy, uy, uy! —Marisa empezó a reírse enarcando las cejas como señal de alarma, uno de sus gestos más infantiles. Normalmente, esa risita me ponía nerviosa, pero aquella tarde provocó mi propia risa, porque habían caído dos botellas de vino a cuenta de las judías blancas con perdiz que ofrece el Mesón de Antoñita todos los jueves, y las cuatro estábamos algo más que contentas.
—Ten cuidado —Ana levantó en el aire un dedo blando, amable casi cómico—, que tiene mucho peligro…
—¡Uy, uy, uy, uy!
—… luego no digas que no te lo advertí.
—¡Uuuuy!
—¡Venga ya! —protesté, mientras ellas dos se doblaban de risa en medio del pasillo, y Fran soplaba con los labios fruncidos para reclamar un poco de seriedad.
—¡Oye —Marisa inclinó la cabeza para ser vista—, cuando sobre otro billete, m–me voy yo, que soy la–a más necesitada! —y hasta Fran se rió después de eso.
Pero cuando subí al avión, camino de Zurich y de los orígenes de toda confusión, ya no me acordaba de las advertencias de Ana, la inminencia de ese peligro que nunca llegué a tomarme en serio. La bolsa del duty–free de Barajas que no quise colocar en el maletero estaba repleta de cosméticos y cremas en general, a un precio que justificaba de sobra el sacrificio de media hora de sueño, y el tiempo que no invertí en cobrármela, se me pasó abriendo cajas, levantando tapas, comparando olores, y leyendo en sucesivos prospectos lo estupenda que me iba a poner en un par de meses. Disfruté mucho, porque aquella práctica aún me parecía una perversión, de tan reciente. Acababa de cumplir treinta y cuatro años, y al desnudarme, cada noche, podía contarlos en los recodos de mi cuerpo, aunque vestida, todavía hoy, con tres más, puedo aparentar ocho o diez menos. Quizás por eso, Ignacio nunca entendió lo que debía de considerar, para sus adentros, una
afición demasiado cara para ser inútil. Total, él podía seguir exhibiéndome en público delante de sus amigos, igual que antes.
Me di cuenta enseguida, quizás la primera noche que salimos juntos. Él me miraba con ojos golositos desde que se tropezó con nosotros en casa de sus padres, cuando abrió la puerta de su antigua habitación con tanto ímpetu que desequilibró los platillos de la batería, y empezó a regañar a su hermano Enrique, nuestro bajista, le armó una bronca descomunal, pero de tanto en tanto, entre grito y grito, me miraba, yo me di cuenta, y me pareció un gilipollas, porque si él ya no vivía allí, qué más le daba que ensayáramos en aquel cuarto. A Domingo, el guitarrista acústico, ya le habían sugerido en su casa que nos largáramos del garaje, que estaba justo debajo del salón, y el piso de Enrique era tan grande, casi doscientos metros en San Francisco de Sales, que no molestábamos a nadie, y si sus padres no decían nada, quién era él para liarse a chillidos con su hermano, así que me pareció un gilipollas, pero un gilipollas que estaba francamente bueno, la verdad, por eso me gustó mucho volver a verle tan pronto. Una semana después, apareció por el ensayo con dos amigos y estuvo muy simpático con todo el mundo, y conmigo mucho más, y ya no recuerdo exactamente por dónde empezó, pero estaba muy claro que había venido, más que a ligar, a que sus amigos vieran cómo ligaba. Era todo muy descarado, aunque la verdad es que su actitud no me impresionó tanto porque yo, en aquella época, ligaba muchísimo, estaba casi acostumbrada a gustar a los tíos antes de que me los presentaran, y procuraba sobrellevar mi éxito con desenvoltura. La experiencia me ayudó a conservar la calma mientras se acercaba, mientras me hablaba, y luego en la calle, camino de la cervecería donde, cada jueves, era difícil precisar si nos reuníamos para celebrar, o para lamentar, el ensayo que acababa de terminar, pero empezaron a caer cañas, cañas, y más cañas, litros enteros de cerveza, y el grupo homogéneo que habíamos formado frente a la barra, se disgregó lentamente en unidades más pequeñas, mis músicos hablando por parejas, entre sí, Ignacio conmigo y con uno de sus amigos, y en algún momento me di cuenta, sus ojos relucían, ardían en una llama anaranjada y tibia, tejida con el denso calor del deseo y un hilo muy frío, muy fino, guía de la astucia y del cálculo, y yo enloquecí a la sombra de aquella luz, perdí el control, y la cabeza, y la razón, y a cambio gané un futuro como jamás lo había imaginado.
Aquella mirada resultó una recompensa demasiado frágil para mi locura, porque se desgastó pronto y sin prever su propia decadencia, como un viejo neón intermitente que, al apagarse, decidiera escatimarle a la luz una fracción de segundo, cada segundo, hasta quebrar por fin el armonioso ritmo de su naturaleza y encenderse sólo de vez en cuando, caprichosa, inexplicablemente, amenazando siempre con morir del todo, y entonces empecé a preguntarme si Ignacio, que al cabo de una transición tan suave e indolora como el sueño, había dejado de ser un amante casi perfecto para convertirse en el padre de mis hijos, había sido alguna vez un marido para mí. Te quiero más que a mi vida, dice la canción, y a mí me cuesta tanto pensar que voy a morirme sin habérselo dicho jamás a nadie que, a veces, cuando estoy con más de dos copas, en una fiesta, o en una cena, todavía me emociono un poco al intuir el chispazo, la palanca de un interruptor invisible cambiando trabajosamente de posición, y un pálido reflejo de la luz de antes en unos ojos más viejos, más cansados, que sólo se alimentan ya del deseo de los otros. Y los otros, sus amigos, los míos, los novios y maridos de sus amigas y mis amigas, todos los hombres con los que nos tropezamos cuando vamos juntos a alguna parte, jamás me miran cuando estoy desnuda. Ignacio tampoco, porque el exhibidor satisfecho de sí mismo y del material de su exhibición que, en la madrugada que sucede a algunas noches cada vez. más largas, cada vez más raras, me arrastra hasta la cama para desplomarse encima de mí con una avidez tan precaria e instantánea que jamás puede ser aplazada, no tiene tiempo ni margen para mirarme. No se lo reprocho. La única diferencia entre nosotros consiste en que él parece satisfecho de su destino y yo no lo estoy, y por eso, supongo, él ambiciona amantes jóvenes y deliciosas que no le compliquen la vida y yo, en cambio, aspiro a un–hombre–de–verdad que me la complique irreparablemente y para siempre, aun a costa de que mi vida pueda parecer, desde fuera, una febril, patética carrera en pos del adulterio. Pero estoy casi segura de que él ni siquiera sospecha esto último, y por eso no comprende que me gaste tanto dinero
en cremas.
Nacho Huertas, un mutante voluble e indeciso, aunque irreprochablemente camuflado en un auténtico cuerpo humano, no resultó ser un hombre de verdad, pero lo cierto es que, como Clark Kent, lo aparentaba, y aunque no sabía volar, supo mirarme. Sin embargo, yo no había contado en ningún momento con él, a pesar de las advertencias de Ana, y puede que esta imprevisión también tuviera algo que ver con lo que pasó en Lucerna, o con lo que me pasó a mí, después de Lucerna, porque estaba tan acostumbrada a calcular, siempre fatal, las posibilidades de los pocos tíos brillantes que se cruzaban en mi camino, que Nacho me pareció una señal, un regalo del destino, una razonable encarnación de lo definitivo. Me había repetido a mí misma, miles de veces, que ésa no era manera de arreglar mis problemas, para explicarme a continuación, con más o menos energía, que ni mis problemas eran tan graves ni existía solución alguna para terminar con ellos, pero no tenía fuerzas para renunciar a mis propias fantasías, parecía tan fácil, enamorar otra vez, enamorarse otra vez y tirar de la manta, acabar con la vida gris, con el despilfarro de los años, con la nostalgia de tantas cosas que no he poseído jamás. Otras mujeres sueñan con cambiar de barrio, con un ascenso de su marido, con empotrar los armarios, con tener un hijo, o con ver a alguno de los que ya tienen con uniforme de general, o de ministro, o de diplomático. Me dan mucha envidia. Yo sólo quiero flotar, y por más que esté dispuesta a retorcerle el cuello al azar para conseguirlo, nadie parece dispuesto a pasarme la receta.
Ya no sé si en Lucerna mis plantas se elevaron sobre el suelo, aunque tengo que reconocer que mis ojos estaban más que entrenados para certificar ilusiones ópticas. Sin embargo, cuando llegué al hotel, preocupada por Clara, harta de arrastrar la maleta por las calles en busca de un par de oficinas de información turística que resultaron estar situadas, respectivamente, en cada una de las puntas de Zurich, reventada tras el viaje en tren que había sucedido a aquella excursión después de tres cuartos de hora de espera en una estación tan limpia como la cocina de mi suegra —cuya sola visión basta para sacarme de quicio—, y horrorizada por el precio de los taxis, lo único que me apetecía era llenar la bañera de agua caliente, desnudarme y sumergirme dentro hasta la nariz, y no presté mucha atención a la nota que me esperaba en el casillero de la habitación. El fotógrafo, que debía de haber llegado el día anterior desde Zermatt, quería hablar conmigo, pero cuando abrí la puerta del cuarto de baño, ya se me había olvidado. Durante un cuarto de hora experimenté una transformación sólo comparable a la del Increíble Hulk cuando esa formidable masa muscular de tono verdoso que lleva consigo a todas partes como un secreto e inescrutable estigma, empieza a crecer y crecer hasta desgarrar del todo sus modestas ropas de soltero apocado. No me conformé con menos para maldecir a conciencia, y con sagrada ira, a los guarros de los centroeuropeos, que desde el fundador del Sacro Imperio Romano Germánico en adelante han prescindido, generación tras generación, de un recinto tan imprescindible como una bañera, para acabar sustituyéndolo por un miserable cuadrado de baldosines semihundidos dotado de una raquítica ducha portátil. Mientras tanto, se me olvidó también mi nombre, el de mis hijos, mi dirección, y cualquier otro dato inolvidable, y cuando sonó el teléfono seguía rumiando para mis adentros que sí, sí, mucho abrillantar los baldosines de las estaciones y luego habrá que ver a qué huele el uniforme de las limpiadoras.
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