Array Array - Atlas de geografía humana

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Array Array - Atlas de geografía humana краткое содержание

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Alio! —dije, con mi mejor acento alemán.

—¿Rosa? —la matizada aspereza de la primera erre delató sin remedio a un interlocutor compatriota. Era él, pero yo no sentí nada especial.

Sin embargo, cuando nos encontramos en el hall, una hora más tarde, lo reconocí enseguida, porque se ajustaba fielmente a la descripción de Ana, alto, rubio, canoso, con las espaldas muy anchas y mucho peligro, esa clase de tíos que antes de darte la mano ya se las han arreglado para mirarte de través, de arriba abajo, y serían capaces de adivinar tu talla con un riesgo de error mínimo, pero que lo hacen bien, sin resultar agresivos, sin molestar, como si obedecieran mansamente a su naturaleza y su naturaleza consistiera precisamente en eso, en mirar a las mujeres de través sin decir nada más y esperar a que caigan en la trampa de una seducción que jamás lo

parece. Mientras me decía que estaba muy contento de que hubiéramos coincidido porque el centro histórico de Lucerna era mucho más grande e interesante de lo que él había imaginado, y no sabía exactamente a qué zonas, a qué estilo, a qué clase de edificios convendrá prestar más atención, yo me iba preguntando si me encontraba en forma y a cada minuto me sentía más inclinada a contestarme que sí, aunque ni siquiera se me pasó por la cabeza que esa intrascendente, ligera tentación de coqueteo, pudiera acarrear alguna consecuencia.

—Anita no me ha dicho nada en concreto —empezó, y yo sonreí para mis adentros al apreciar el diminutivo que identificaba a una mujer que media más de un metro setenta y acababa de cumplir los treinta y cinco. Nunca he sabido por qué a los hombres ligones les gustan tanto los diminutivos—. pero Zermatt era fácil. Allí, montañas y la estación de esquí, no hay más, pero aquí no sé muy bien por dónde empezar. Podemos ir ahora a dar una vuelta, si quieres —sugirió al final.

—Después de cenar —le advertí—. No he tenido tiempo para comer, y estoy hambrienta.

—Me hace mucha gracia la manera que tenéis las mujeres de anunciar que tenéis hambre.

—¿Sí? —naturalmente, empujó la puerta para que yo saliera del hotel delante de él—. ¿Y por qué?

—No sé, pero siempre me suena un poco a juego, como a… —no se atrevió a terminar la frase, y a cambio, me sonrió—. En fin. nunca me lo acabo de creer del todo.

—¿Y cuando un hombre dice que tiene hambre?

—Entonces sí me lo creo, y ya sé que habrá que esperar al postre para seguir hablando, o bromeando, o discutiendo cualquier cosa. Los hombres hambrientos sólo piensan en comer, las mujeres hambrientas pueden pensar o hablar al mismo tiempo de otras cosas. Eso es lo que me hace gracia. Y además… —hizo una pausa para que yo adivinara, sílaba por sílaba, lo que iba a decir— las mujeres siempre me parecen más interesantes en general, porque los hombres no me gustan.

Yo me di por enterada, pero él aclaró inmediatamente después que las mujeres le gustaban mucho, como si no quisiera dejar un solo cabo suelto. Mientras buscaba algún comentario ingenioso que me permitiera indicarle con sutileza que no soy tonta, se detuvo ante una brasserie con muy buena pinta. Miró la carta con aires de experto y yo le dije que sí a todo, porque aparte del agujero que se iba agrandando en mi estómago por segundos, en aquella esquina hacía un frío del carajo, estábamos a tres de diciembre.

Nos sentaron en una mesa apartada, pequeña y llena de cosas, una vela roja, encendida, un florero con una rosa, bajoplatos metálicos redondos, enormes, y unas servilletas dobladas de una manera complicadísima, que parecían coliflores, todo muy romántico, y a pesar de que mi apetito era tan genuino como el de cualquier hombre hambriento, me asaltó el presentimiento de que el destino había empezado ya a marcar las cartas.

—¿Te gusta el camembert frito? —le pregunté, y él asintió con la cabeza—. Podemos compartir uno, de primero.

—Claro, pero,., ¿tú no estabas muerta de hambre? Cómetelo tú sola.

—No, ya me gustaría, pero no puedo —ahuequé un poco la voz, adoptando un acento casi cómico antes de explicarme, porque en el fondo me da un poco de vergüenza decir siempre lo mismo—. Engorda mucho.

Se echó a reír.

—Pero tú no estás gorda.

—No creas… Lo que pasa es que no lo aparento, porque tengo cara de niña, y soy menuda, y tampoco demasiado alta, ¿no?, y además tengo el hueso estrecho, y por eso no engordo en redondo, sino en cuadrado… ¿entiendes? —negó con la cabeza, sonreía—. No me extraña, da lo mismo, el caso es que no quiero comerme un camembert entero yo sola.

—Las mujeres os ponéis demasiado pesadas con la historia de los regímenes, en serio — prosiguió, cuando el camarero había terminado ya de servir el vino y parecía que habíamos zanjado la cuestión—. A mí no me gustan las mujeres muy delgadas, ¿sabes?, y he conocido a muchas, muchísimas, delgadísimas. He sido fotógrafo de moda durante más de quince años, he cubierto

centenares de desfiles, he hecho miles de reportajes, portadas, catálogos…, hasta que la propia moda me echó. Llegó un momento en que creí que me iba a volver loco. Toda esa gente hablando de las tendencias de la manga larga, como si las mangas estuvieran vivas, como si fueran algo importante, como si se fuera a hundir el mundo porque Chanel hubiera decidido acortar los puños, siempre histéricos, siempre corriendo, siempre deprisa, no sé… Por supuesto, soy una persona frívola, pero no tanto, y parece que no, pero la tontería acaba contagiándose, así que un buen día decidí cerrar el estudio y no volver a hacer un retrato jamás en la vida. Ahora fotografío paisajes, ciudades, edificios, y a la gente que vive en ellos, personas corrientes, que no cobran por salir en los papeles. Gano menos dinero, pero me lo paso mejor, y ha dejado de dolerme el estómago.

—¿Y has hecho fotos a modelos importantes?

—A muchas.

—¿ Españolas?

—Y extranjeras también.

Empezó a contar con los dedos mientras pronunciaba al menos una docena de nombres conocidísimos, toda una nómina de nuevas diosas, americanas sobre todo, pero también alguna alemana, alguna francesa, alguna italiana, antes de pasar a la selección nacional, donde me sorprendió una ausencia muy llamativa.

—¡Ah, no! —gesticulaba con vehemencia—. A ésa no, por supuesto, de ninguna manera. ¿Sabes lo que es esa tía? Una panadera, ni más ni menos. Es muy alta, eso sí, y puede que pese muy pocos kilos pero, desde luego, no lo parece. No tiene nada de clase, ni una pizca de esa elegancia natural que se supone que tienen que tener las modelos. Siempre he conseguido quitármela de encima. No le haría fotos por nada del mundo, excepto en bañador… Eso podría resultar, pero todo lo demás sería perder el tiempo.

—No te entiendo —me eché a reír—. Me estaba imaginando que te gustaban las mujeres como Ana…

—¿Qué Ana? —me miró con un interés repentino, el ceño fruncido, las cejas arqueadas, una expresión de asombro purísimo en todos sus rasgos.

—Anita —aclaré, con cierta sorna, y él se rió.

—¡Ah, Anita! —repitió—. Sí, sí, claro que me gusta. Mucho. Anita está buenísima.

—Pues es muy alta, y mucho más exuberante que la panadera.

—Ya, pero no es modelo.

—Claro, y yo no te entiendo —insistí—. Creí que no te gustaban las mujeres delgadas.

—A mí no. A mi cámara sí —hizo una pausa antes de explicarse, y luego escogió las palabras con cuidado—. No es lo mismo. ¿Tú te has fijado alguna vez en la forma de las perchas, o en los armazones de madera que usan los buenos sastres? Cuando yo fotografiaba moda, mi cliente era el modisto, no la modelo. Mi obligación era fotografiar la ropa, no el cuerpo que la sostenía. Y lo primero que se aprende al hacer moda es que los cuerpos siempre revelan los fallos, y las perchas los ocultan. Puede que alguna vez, en una tienda, hayas visto un vestido que parecía soso, y que después, puesto, te haya gustado mucho, pero seguro que lo contrario te ha pasado un millón de veces más. Por eso, yo escogía siempre a las modelos más parecidas a las perchas de los sastres, lisas, planas, con el mínimo volumen posible, y mientras trabajaba, les iba diciendo lo maravillosas que estaban, guapísimas, arrebatadoras, irresistibles, para que no se me vinieran abajo. Ellas se lo creen siempre.

—Pero tú no…

—No, yo no, porque aunque hubiera pagado por evitarlo, antes o después, me tocaba verlas desnudas.

—Ya —y sonreí, como un amable preámbulo de la ironía—. ¿Y son tan horribles ?

—Son Auschwitz —él no quiso seguirme, y se puso serio para contestar, como si le molestara la idea de que me estuviera tomando a broma sus palabras—. La mayoría tienen los muslos del tamaño de mis brazos. Supongo que hay gente a la que le gusta, pero yo jamás he tenido vocación

de torturador.

El eco de aquella palabra cortó el aire tan limpiamente como el filo de un hacha antes de clavarse en el centro de la mesa, imponiendo a ambos lados un silencio extraño. A veces, las sílabas se contagian de densidad, unas a otras, hasta que su conjunto adquiere un peso insoportable para quien las pronuncia, para quien las escucha, hasta que las conversaciones mueren de asfixia, aplastadas por la fuerza de una sola palabra como aquélla. Le miré con atención, los labios soldados, y presentí que no había calculado sus efectos antes de pronunciarla, Yo, que sólo intentaba regresar a una cena donde me había estado divirtiendo de verdad hasta hacía un momento, tampoco calculé bien los efectos de la frase que arriesgué para romper el silencio.

—O sea, que a mí no me harías fotos…

Había hablado en voz muy baja, casi un susurro, mirando al mantel, y él no me contestó al principio. Cuando levanté la cabeza, mis labios se curvaron automáticamente, dibujando una sonrisa que yo no era consciente de haber ordenado, como si hubieran podido intuir, ellos solos, que él también estaba sonriendo.

—Vestida no.

Mi sonrisa se abrió para dar paso a una risa tenue, discreta, casi íntima, que tradujo mi regocijo más de lo que hubiera convenido a los propósitos de la mujer irónica y segura de sí misma, en el más puro estilo Catwoman, que, por otro lado, en ese preciso instante había dejado de pretender ser.

—No estés tan seguro de tu instinto de fotógrafo —le advertí, de todas formas—. El cuerpo revelará los defectos de la ropa, pero a veces la ropa oculta los defectos del cuerpo.

—Mi instinto no falla nunca —contestó, risueño, antes de que su voz bajara de tono para hacerse repentinamente honda—. Y además… Vestida estás muy buena. Buenísima. Tienes un montón de margen.

Entonces capturé el brillo que esmaltaba sus ojos, me contemplé a una luz anaranjada y tibia, y rescaté a la vez frío y calor, cálculo y deseo, y el premio consistió en ganar quince años de un golpe, todos esos años que había perdido por las esquinas de mi vida volvieron a mí, y yo volví a tener diecinueve años, porque me puse tan nerviosa que dejé escapar una risita histérica al mismo tiempo que derribaba la copa del agua con un gesto incontrolado de la mano izquierda y mi servilleta caía al suelo, incapaz de mantenerse en equilibrio sobre un frenético juego de piernas.

—¿Compartirías conmigo un postre? —le pregunté al final.

—Y más cosas —me contestó.

Cuando el avión de Swissair aterrizó en Barajas cuatro días más tarde, cumpliendo escrupulosamente con el horario previsto, nada me hacía suponer que la mujer que salió del avión por la puerta trasera de los fumadores, se empotró en un autobús abarrotado, esperó pacientemente el penúltimo equipaje, y se encontró después con que nadie había venido a recogerla, fuera distinta de la que había completado todas las etapas de un proceso estrictamente inverso noventa y seis horas antes. Me sentía eufórica, desde luego, porque había ligado, y ligar es casi lo mejor que le puede pasar a una en la vida si luego todo lo demás sale bien, y en Lucerna había salido bien hasta lo más difícil, pero si hubiera podido contárselo todo a algún amigo íntimo, y él, o ella, me hubiera preguntado en aquel exacto momento si estaba colgada, yo habría contestado que no, y habría sido sincera.

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