Array Array - Atlas de geografía humana
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No lo comprendí aquella mañana de diciembre, cuando el mundo estalló entre mis manos. Hacía mucho frío, pero mucho sol, esa bendita luz avasallando el aire hasta ganar el centro del pequeño estudio donde entonces vivía mi hermano Antonio, que se instalaba en la casa de su novia para prestarme la suya cada vez que volvía a Madrid. Amanda acababa de cumplir cuatro años. La dejé jugando en el suelo con las piezas de una arquitectura de madera cuando salí al balcón para respirar, para tiritar, para empaparme de aquel prodigio, una mañana de invierno en Madrid, el frío más puro, el sol inmaculado y un cielo tan azul como si pretendiera insultarme, burlarse de mí, mientras me adornaba con su color intenso, acuático, limpísimo, enemigo del plomo, ese otro cielo gris, sucio, turbio, que se infiltraba en mis párpados, gota a gota, para derramar tristeza y pesar sobre mis pestañas como el tedio, como la nostalgia, como el rencor. Hambrienta de luz, no escuché la puerta, ni los pasos de Amanda, Antonio tuvo que salir al balcón para encontrarme, ¿qué te pasa?, ¿a mí?, sí, estás muy rara, Ana, qué va, si no es nada, en serio, ¿quieres que salgamos a tomar una caña?, entonces sonreí y le dije que sí, porque nada en el mundo me gustaba tanto como escuchar aquellas palabras, salir, tomar una caña, ir de copas, ¿qué le pongo de tapa?, dar un paseo, ver escaparates, sentarse en una terraza, disfrutaba de todo como cuando era pequeña, más que cuando era pequeña, avanzar despacio por aceras repletas de gente que avanza despacio, parándose a cada rato para
acercarse a una vitrina, para entrar en una tienda a preguntar un precio, para saludar a otros transeúntes, el vecino de arriba, un compañero de trabajo, el frutero, el zapatero, la gitana que vende flores en la esquina, y llamarles por sus nombres, y acordarse de quién tiene artrosis y quién a un niño en la cama con gripe, y preguntar, criticar, aconsejar, cotillear, tomar el pelo al que se deja, comentar esa película que pusieron anoche por televisión, pasear un poquito, echar un ratito de charla, dar una vueltecita, jugar una partidita de mus, tomarse un cafetito, o un chocolate con unos churritos, en una ciudad donde hay tantos placeres pequeños que nombrar con diminutivos, y tanta gente, tantos bares, tantas calles, tantos millones de maneras de saber perder el tiempo, lo echaba todo de menos, lo echaba tanto de menos que, cada vez que volvía, las fachadas de ladrillo me parecían personas, rostros amables, familiares, ojos oscuros en los huecos de los balcones, y mi mirada saludaba cada edificio desde la acera hasta el tejado, manchas verdes de macetas en las terrazas de los áticos y ángulos de tejas rojas, rojo intenso contra el azul de un cielo intenso, porque los colores dejan de ser cualidades para convertirse en seres completos cuando alguien los abandona para irse a vivir a un gigantesco patio de armas triste de gris, sucio de negro.
Cuando atravesamos las puertas de cristal de mi bar preferido, una gran cervecería de Eloy Gonzalo —cerveza de barril, vermut de barril, sidra de barril, botellas de vino de todas las bodegas españolas, y una descomunal barra en U cubierta de expositores de cristal tras los que se agolpaban bandejas y fuentes con, tal vez, un centenar de tapas distintas—, nos recibió un monótono sonsonete de números, la preceptiva salmodia del rito inaugural, el más pagano, por eso recordaré siempre la fecha, 22 de diciembre, todo el mundo pendiente del sorteo de Navidad, yo no jugaba, Antonio sí, participaciones de todos los precios en diez o doce números distintos, mil pesetas con mis padres y un décimo entero a medias con su novia de entonces, pero yo no jugaba, eso fue lo primero que pensé, y se me hizo un nudo en la garganta, porque yo no jugaba, y la lotería era lo de menos, y esa botellita de cristal transparente, rellena de un líquido muy claro, entre blanco y amarillo, con un tapón de corcho perforado por una boquilla de metal, que el camarero acercó a nuestras dos cañas junto con un plato diminuto en el que se contaban siete u ocho berberechos, importaba todavía menos, pero me hizo mucha ilusión verla, levantarla, inclinarla con cuidado sobre el cuerpo de los pequeñísimos moluscos desnudos, era un aliño de agua con sal, vino blanco y unas gotas de limón, lo conocía desde niña pero apenas recordaba su sabor, había perdido ya tantos sabores, ¿qué te apetece?, mi hermano se había inclinado sobre la barra para estudiar la oferta de los mostradores, ¿boquerones en vinagre?, sí, contesté, mientras masticaba un berberecho, me gustan mucho los boquerones, él no me miró mientras hablaba con el camarero y luego fue demasiado tarde, póngame unas pocas patatas fritas para la niña y unas aceitunas…, no, rellenas no, hizo una pausa antes de sentenciarme, mejor de Camporreal, a ti te gustaban mucho, ¿no, Ana?, y ya no pude contestar, me limité a mover la cabeza de arriba abajo, claro que me gustaban, quise responder, y todavía me encantan, aceitunas de Camporreal, mis favoritas, que no son verdes, como las sevillanas, ni negras del todo, como esas tan gordas, de lata, pero tienen un punto único, una nota amarga en la dulzura de las hierbas maceradas, sacrificadas en beneficio de la oscuridad brillante de unos frutos capaces de doler en la memoria, aceitunas de Camporreal, la clave del enigma, aceitunas de Camporreal, la cifra de la pérdida, aceitunas de Camporreal, un nombre de la ausencia, y las que más me gustan…
¿Qué te pasa, Ana?, Antonio apenas pudo ver mi rostro, tan deprisa lo escondí entre las solapas de su cazadora de cuero, ¿qué te pasa?, no podía verme, pero me oía llorar, a la fuerza tenía que oírme llorar porque yo no había llorado así en mi vida, mi llanto se imponía al eco del sorteo televisado, a los crujidos de las servilletas de papel, al ruido de los vasos que se entrechocaban sobre la barra, al rumor de las conversaciones que sostenían el sordo estrépito de un bar lleno de gente, yo apenas alcanzaba a escuchar mi llanto y una sola pregunta, mil veces repetida, ¿qué te pasa, Ana?, y no podía contestar, la piel de mi cara se estaba quemando y las puntas de mis labios se dolían en los extremos de una mueca desencajada y tensísima, grotescamente parecida a una sonrisa abierta, pero yo no podía hacer ninguna cosa por ellos, nada por mí, sólo llorar, y lloré como si fuera posible desangrarse de llanto. Luego, después de una eternidad que en los relojes apenas
abarcó el espacio de cinco minutos, recobré una apariencia de serenidad, y ni siquiera entonces fui capaz de explicarle a mi hermano lo que me pasaba, pero antes de que la mañana terminara del todo, dejé de encontrarme sola. Inexplicablemente, sentía que la ciudad, mi ciudad, me acompañaba. Aquella misma noche anuncié a Félix, por teléfono, que había decidido no volver a París después de Reyes.
Luego, durante muchos años, espanté sin querer docenas de conversaciones tras confesar, con un acento tan vehemente de sinceridad como audaz de puro inocente, que París me parecía una ciudad detestable. Y es verdad que la detesto, pero además, allí fui muy infeliz.
Cada ciudad posee su propio rostro, su propio gusto, su propio carácter, y el tiempo no transcurre a la misma velocidad en todas ellas. Entre las bolas negras del gigantesco bombo que echa a andar cuando nace una persona, para que el azar, como esas malas brujas que irrumpen por sorpresa en los bautizos, accione la palanca con una mano esencialmente caprichosa, insensible, ignorante de la piedad, se cuenta también la incompatibilidad de ciertos rostros, ciertos gustos, ciertos caracteres, con la voluntad de la ciudad a la que están abocados. En ese preciso tramo del sorteo, yo recibí una bola blanca, pero las cosas no habrían ido mejor si Félix y yo nos hubiéramos quedado a vivir en Madrid, y su bola negra, entonces, habría pesado muy poco. Sin embargo, ya se sabe que hasta las madres más indiferentes con la suerte de los niños que hablan solos en el patio familiar son capaces de volverse locas de alegría cuando recuperan al que se ha perdido. Las madres amantes, mucho más peligrosas, destilan en esas ocasiones un licor espeso, dulcísimo, impregnado del aroma de la culpa, denso como el arrepentimiento, un beso líquido que puede llegar a vivir eternamente en el paladar de quien esté dispuesto a renunciar para siempre a otro amor. Por eso no dudé antes de aceptar gozosamente el cálido chantaje de la ciudad que me tendió sus brazos, por eso corrí a refugiarme en su pecho, y cerré los ojos sin pensar, y cuadré a toda prisa las cifras de mi vida para obtener un cero y empezar otra vez, columpiándome entre las ovaladas paredes de ese número sabio que expresa la nada. Tenía veinticuatro años, una hija de cuatro, una familia que había dejado de lamentar mi pérdida, y ningún título, ninguna experiencia, ninguna idea, siquiera aproximada, de cómo iba a lograr ganarme la vida.
Después de casi diez minutos de espera forzada, Amanda seguía comunicando, y decidí saltármela para ahorrarme el riesgo de ser injusta. No me atrevía a confesarlo en voz alta, pero lo cierto es que me descomponía por dentro cada vez que necesitaba recordar que ya no vivía en Madrid, conmigo, sino en París, con su padre, y que eso ocurría precisamente ahora, justo cuando estaba empezando a desprenderme de la inquietante sensación de vivir como rehén perpetua de mi propia hija.
Al principio, tras su partida, no podía evitar la tentación de consolarme a mí misma pensando cuánto mejor habría sido que su padre la reclamara once años antes, cuando empecé a vivir un frenesí de canguros, listas de la compra y platos preparados, años enteros sin pisar un cine, sin comprarme ropa, sin lograr reprimir un escalofrío de miedo auténtico cada vez que identificaba un sobre del banco al otro lado de la rejilla del buzón. La niña se chupaba más de la mitad de mi primer sueldo, recepcionista/chica de los recados en un archivo fotográfico cuyo principal accionista era al mismo tiempo el socio mayoritario de la galería que llevaba a Félix en exclusiva, el mejor contacto que pude encontrar al regresar a una ciudad que había abandonado cuando todas mis amigas eran al mismo tiempo compañeras del instituto. Mi marido no estaba dispuesto a subvencionar en ningún grado la educación prosaica, convencional, pequeñoburguesa y potencialmente castradora de toda creatividad que, en su opinión, yo había diseñado para la niña, así que yo pagaba un colegio normal, con un comedor normal y una ruta de autobús normal, y él corría con los gastos del ballet, el violín Suzuki y el taller de expresividad teatral de los sábados por la mañana —que por cierto, me venía muy bien para hacer la compra—, y se negaba en redondo a admitir que Amanda, al margen de las necesidades del espíritu, tuviera también un cuerpo que precisara de alimentos, ropa, agua caliente,
luz eléctrica, calefacción en invierno y un poco de aire libre en verano. Vuestra casa está aquí, me decía, aquí hay luz, y agua, y calefacción, y espacio, y objetos que son vuestros. Vuelve…
Eso me decía, y al escucharlo, las primeras veces, me ponía colorada de rabia y de indignación. Luego, empezó a darme lo mismo, y al final, tenía que colgar apresuradamente para que no se diera cuenta de que me estaba muriendo de risa. Algunas noches del día 29 de cualquier mes, en cambio, mientras hacía solitarios con los recibos —éste lo pago, éste no, éste lo pago, éste no—, antes de resignarme a recurrir, una vez más que nunca sería la última, a la peligrosísima generosidad de mis padres, mi situación me parecía bastante menos cómica, pero incluso entonces me imponía una especie de estado de alerta interior que me parecía imprescindible para no acabar viendo doble, porque lo cierto era que yo me había ido de casa, yo me había llevado a Amanda, yo vivía con ella, y yo no estaba dispuesta a retroceder ni un milímetro en las consecuencias de todas estas decisiones. Y si en aquella época no reconocía otro verdugo que mis propios, implacables, sucesivos errores, once años después me resultaba difícil concebir algo tan indigno como recubrir los errores de Félix con un turbio barniz de reivindicaciones caducadas. Si once años antes me hubiera reclamado a la niña, me habría negado a entregársela, simplemente, pero tenía que obligarme a recordarlo antes de admitir que Amanda se había ido a vivir con él por su propia voluntad, y punto.
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