Array Array - Atlas de geografía humana
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Durante un par de segundos estuve muda, quieta, las manos encima del pupitre, los muslos desnudos, la cabeza baja, hasta que conseguí convencerme de que él también estaba mudo y quieto, muy cerca. Entonces levanté la vista y le miré, y él miraba mis muslos escritos con ojos húmedos y también furiosos, pero eso no me impresionó tanto como la pirueta de su boca abierta, los dientes mordiendo el bocado imposible de su lengua doblada hacia adentro como si mis piernas le dolieran, como si mis piernas pudieran herirle, o volverle loco. Eso fue lo que pasó, me diría él después, muchas veces, que en ese momento me volví loco, pero yo nunca le conté lo que me había pasado a mí, nunca me he atrevido a contárselo a nadie, y sin embargo lo percibí con una nitidez extraordinaria, como si una bombilla colosal hubiera explotado de golpe dentro de mi cabeza para derramar océanos de luz sobre la fresca oscuridad de mis neuronas, porque en ese justo instante
descubrí que yo era una tía buena, que había nacido así, igual que podría haber nacido pelirroja, o bajita, o con talento musical. Muchos años después, la experiencia me enseñó a agradecerle al idioma que hablo la expresa diferencia que establece entre el verbo ser y el verbo estar, porque desde luego no es lo mismo ser una tía buena, que ser una tía que está buena, pero en aquella época todas las ventajas caían de mi lado, porque a nadie le impresionan las chicas de dieciséis años y medio, y es normal que todas las adolescentes sean guapas, y todas dan el mismo miedo, y no tenía demasiado tiempo para pensar porque me estaba jugando un examen de Historia. Como si lo hubiera comprendido al mismo tiempo que yo, él alargó discretamente la mano izquierda hasta posarla en mi rodilla derecha para ascender muy despacio, presionando levemente con las yemas de los dedos, en dirección al arrugado borde de mi falda, sobre el que se detuvo un momento para empujarlo luego, con una caricia idéntica a la anterior, e igualmente lenta, hacia abajo, devolviéndolo por fin a su primitivo Lugar. Yo seguí todos sus movimientos con una mirada absorta, la piel erizada pese al calor sedante de su contacto, y sólo cuando me di cuenta de que había empezado a bajar la escalera, levanté mis ojos hacia él, y él, un par de peldaños más abajo, volvió la cabeza para mirarme, y me sonrió.
Luego no pasó nada. No fue a hablar con la profesora de Historia, no volvió a pasear por mi pasillo, y ni me miró siquiera hasta que sonó el timbre, pero mi corazón siguió latiendo demasiado aprisa hasta que me levanté, recogí mis cosas, bajé las escaleras con cierta dificultad mecánica, mis piernas súbitamente blandas, como rellenas de gelatina, y entregué con dedos sudorosos el cuerpo de un delito para siempre impune. Entonces sí, en ese momento, sentí mi sangre más roja y más caliente, mi piel más dura, mis ojos ardiendo, quemando el aire, y una ebriedad distinta a todas las conocidas. El triunfo se desparramó dentro de mí, aturdiéndome hasta los huesos, y cuando me crucé con Larrea en la puerta, a la salida, no pude contener una carcajada breve e intensa, el alarido digno de un animal satisfecho que estalló contra la mirada turbia, concentrada, casi sombría e inexplicablemente temerosa, que convirtió por primera vez, a mis ojos, a un profesor de Dibujo Artístico en un hombre.
Al principio no tenía muy claro cómo emplear el fabuloso poder del que me sentía repentinamente consciente, ni siquiera tenía muy claro si me convenía ejercerlo de algún modo, quizás porque no acababa de creérmelo, era muy difícil aceptar que el mundo pudiera cambiar tan deprisa. Hasta aquel día, nunca había ligado en el instituto, tal vez porque casi todos los alumnos varones de mi curso eran más bajos que yo, más escurridos y delicados, y preferían intentarlo con otro tipo de chicas, niñas bajitas, menudas, graciosas, y desde luego guapas, pero de esa belleza redondeada, inerme, que alumbraba la cara de los angelitos en las tarjetas de Navidad más populares entonces, siempre firmadas por un tal Ferrándiz, cuerpos flexibles, todavía muy infantiles, cuyos hombros avanzaban bien erguidos, y no enconados hacia delante, como los míos, esa joroba voluntaria con la que intentaba en vano disimular mi pecho si no podía aplastármelo con una carpeta firmemente sujeta con ambos brazos. Cuando salíamos juntos, los sábados por la tarde, parecía la madre de cualquiera de ellos, y sólo se me acercaban en las puertas de las discotecas, que a menudo yo era la única que lograba franquear de todo el grupo para salir inmediatamente después, al comprobar que me había quedado sola en el vestíbulo. Creo que por todo esto perdí la cabeza, y porque, por fin, alguien le daba la razón a mi padre, a mi madre, a todos esos parientes que llevaban años declarándome hasta peligrosamente guapa sin que yo todavía hubiera logrado comerme un colín, detalle que añadía una nota intolerablemente ofensiva a su machacona preocupación por mi virtud. Y porque, además, Félix lo hizo muy bien. Impecablemente.
Cuando le vi entrar por la puerta, como todos los miércoles a tercera hora, aún no sabía nada del examen de Historia, pero creía saber algo de él. Una hora después, tuve que reconocer que no sabía nada de nada. Larrea, que me pareció de repente mucho más guapo que interesante, como solía calificarle antes para fastidiar a sus enamoradas, no se había puesto nervioso en ningún momento, como yo había torpemente calculado, y no se había sonrojado al acercarse a mí, sus manos no habían temblado, su voz no titubeó, sus ojos no me evitaron, más bien sucedió todo lo contrario. Se
tiró la clase entera mirándome y hasta me rozó un par de veces cuando pasó a mi lado, parecía confiado y sonriente, contento y muy tranquilo mientras comprobaba que yo me estaba poniendo cada vez más nerviosa y mis mejillas progresivamente coloradas, hasta que empezaron a temblarme las manos, y mi voz se atascó dentro de mi boca, y mis ojos se negaron a buscar los suyos, y entonces sonó el timbre. Al día siguiente me enteré de que había aprobado Historia con notable alto, y recobré de golpe toda la confianza en el poder de mis piernas. Entonces tuve una idea.
Estuve dándole vueltas todo el fin de semana, y concluí que era una locura, pero me apetecía tanto hacerlo, derrotarle de nuevo, aniquilarle de asombro, poseerle una vez más, que por fin me decidí a atacar, bien protegida por una distancia alta y profunda como la mejor trinchera. El miércoles siguiente, me levanté un poco antes de lo normal y escogí un rotulador de punto grueso y tinta azul, que funcionó tan bien en las cartulinas donde hice varias pruebas, como sobre mi piel, en la que conseguí escribir al revés como si llevara haciéndolo toda la vida. Luego, me puse una falda tan corta que, cuando llegué a la puerta de clase, una niña se me acercó corriendo para preguntarme, muy preocupada, si nos habían puesto un examen aquella mañana, porque ella no se había enterado. Después de tranquilizarla me senté en la primera fila, enfrente de la tarima, y me tragué dos horas —Lengua y Filosofía— en la más absoluta indiferencia, pendiente sólo del reloj, los minutos que se resistían a pasar como si pudieran agarrarse con dedos invisibles a esas tontas agujas que recorrían la esfera con una lentitud insoportable. La tercera hora me compensó de sobra por su crueldad. Larrea dio un respingo cuando me encontró tan cerca, pero saludó a los demás sin alterarse y, en un par de minutos, nos puso a todos a dibujar, hoy no daremos clase teórica, dijo solamente, y cuando todas las cabezas, incluida la mía, que tenía una sonrisa que disimular, estaban ya inclinadas sobre el tablero, se levantó despacio, rodeó la mesa, y se apoyó en el canto, justo enfrente de mí. Supe que me estaba mirando y le miré, vi que me sonreía y le sonreí. A mi izquierda, Antón González estaba vuelto casi de espaldas, buscando la luz de la ventana. A mi derecha, Esther García Aranaz; nos miraba con disimulo y curiosidad, como si se oliera algo. Cambié mi bloc de posición y mantuve la tapa vertical, porque mi espectáculo ya contaba con un espectador, y era suficiente. Entonces, con un rápido golpe de riñón, me deslicé sobre el asiento hasta quedarme sentada prácticamente en vilo, mientras estiraba las piernas debajo del pupitre. Larrea parecía desconcertado, pero aún llegaría a estarle mucho más cuando, un instante después, me levanté la falda para enviarle el mensaje de mis muslos decorados, ¡MUCHAS, decía mi pierna izquierda, GRACIAS!, completaba mi pierna derecha, y el mundo entero estalló sobre la humilde superficie de mis manos.
—Ana… —dijo al terminar la clase, en la voz alta más baja que pudo improvisar, con un acento enfermo de inquietud, los labios blancos—, ¿podrías quedarte un momento? Quiero comentar contigo…, eso de… fin de curso…. ya sabes.
Si los demás no hubieran tenido tanta prisa por largarse al recreo, se habrían quedado estupefactos al escuchar un pretexto tan idiota, porque no sólo yo no era la delegada de la clase, ni la subdelegada, ni nada, sino que además, nadie en aquel grupo había oído hablar jamás de ningún proyecto relacionado con el fin de curso. Sin embargo, cuando cerró la puerta y nos quedamos solos, volvió a ser el mismo Larrea confiado y risueño de la semana anterior.
—Lo que haces conmigo no está nada bien —dijo, sin preámbulo alguno, pero acercándose a mí mucho más de lo imprescindible.
—Eso mismo me dice mi madre cada dos por tres —contesté, risueña yo también, mientras una sensación desconocida, como una oleada de calor frenético, puntiagudo, concedía una relevancia insólita a ciertos tramos de mi piel. Él guardó silencio un par de segundos.
—¿Y tu madre también necesita saber a qué estás jugando?
—No. Mi madre sabe que no juego. Ya soy muy mayor para jugar…
Los pezones me dolían, de eso me acuerdo muy bien, y de que mi cabeza pesaba cada vez menos, porque mi boca invadía a toda prisa el resto de mi cara, anexionándose mi barbilla, absorbiendo mi nariz, amenazando mis ojos, toda mi cara era ya sólo boca cuando él alargó la mano izquierda, y la detuvo en el aire, como si no supiera muy bien dónde posarla, como si le diera miedo
seguir.
—Puedes tocarme —le dije entonces—. No quemo.
Su dedo índice se posó en el techo de mi frente y recorrió mi rostro, esa boca inmensa, total, de arriba abajo, para avanzar después un poco más, trazando una línea imaginaria en la garganta, presionando un instante sobre mi clavícula.
—Sí quemas —me contestó, y el eco de sus palabras me arrasó por dentro—. Claro que quemas.
Entre nosotros no había más que un delgado tabique de aire viciado, denso, inútil, que no opuso resistencia alguna mientras inclinaba la cabeza para besarle. Él tardó en devolverme el beso, pero su mano, más lista, se apretó contra uno de mis pechos cuando empezamos a escuchar unos tacones ligeros, y todavía muy lejanos, al otro lado de la puerta. El sonido de la realidad disolvió en un instante un hechizo todavía frágil, trabajosamente fabricado.
—Vete de aquí—me rogó, porque ya no podía ordenarme nada, y como no me moví, insistió con palabras más justas—. Por favor…
Era tan joven, que salí de clase convencida de que yo tenía el poder.
Cuando por fin logré hablar con Amanda, aquella noche, hacía ya muchos años que estaba segura de no haber sido jamás la poderosa, pero todavía era capaz de asombrarme ante la abrumadora dosis de poder que Félix creía seguir conservando sobre mí.
—Estoy estupendamente y ya sabes que te quiero mucho, mamá, pero no tengo tiempo para besos y abrazos porque he quedado y voy a llegar tarde —eso fue casi todo lo que me dijo después de protestar por el retraso de mi llamada—. Tienes que mandarme el dinero del ballet. La semana que viene termina el plazo.
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