Array Array - Atlas de geografía humana
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precisamente a la vida.
Ellos han estado ahí desde siempre, al alcance de la adolescente con esperanzas, de la filatélica descreída, de la modista inconstante, de la gimnasta nocturna, libros inverosímiles, realistas, fantásticos, atroces, crónicas de una vida que no conoceré, la vida auténtica a la que he podido asomarme sólo desde sus páginas, un vértigo que pasa factura los domingos por la noche, cuando me doy cuenta de que he invertido otro fin de semana, un fin de semana más, con todas sus horas, en vivir una novela, otra novela, que no es la vida, no es mi vida. No tengo suerte. Como no la tuvo mi abuela, como no la tuvo mi tía Piluca, ni la tuvo mi madre, que llegó a poseer, sin embargo, muchas más cosas que yo. Pero jamás lo reconoceré en voz alta, y menos ahora, cuando he alcanzado una edad suficiente para que mis reclamaciones se precipiten por su propio peso más allá de la frontera del ridículo. Me ha tocado vivir en el mundo feliz que ha liquidado la decrepitud, las taras y la soledad, y por eso, no soy una solterona, sino una unidad familiar unipersonal. Las solteronas ya no existen, son solamente mujeres solas. Yo estoy mucho más que sola, pero tampoco me siento agraviada por el progreso porque, al menos, la informática acabó acudiendo en mi ayuda, tan tardía como eficaz. Cuando me asusto del tiempo que llevo leyendo, puedo levantarme y encender el ordenador, y viceversa. He llegado a pensar seriamente en el sexo virtual sin sentirme sucia y loca por dentro.
Cuando cumplí los treinta y cinco años, justo después de la muerte de mi madre, comenzó a repetirse el proceso que me había dejado sola a los veinte. Prefería no pensar mucho en ello, pero lo cierto es que todas mis amigas cansadas de estar casadas, todas aquellas mujeres hambrientas de soledad que juraban en cada esquina que nunca más, nadie más, a ningún precio, tantas imprevistas admiradoras de mi modo de vida y abanderadas de una fácil existencia de amores de una noche, se fueron recolocando tan lenta pero firmemente como la primera vez, cuando no decidieron convencerse a sí mismas de que, en el fondo, eran felicísimas con sus maridos, intentando convencer después, a quienes habíamos tenido paciencia para escuchar sus previos y desgarradores lamentos, de que su matrimonio jamás, pero lo que se dice jamás, había llegado a entrar en crisis.
—Mujer —solían empezar así, como si tuvieran algo que reprocharme—, una cosa es que el cuerpo te pida un rollete así, tonto, de vez en cuando, y otra cosa es dejar a tu marido, ¿no?
Yo, que nunca he tenido marido, contestaba que no, que vale, que no es lo mismo, pero recordaba, y olfateaba en su improvisada euforia el aroma a madera mojada, antes que quemada, que despedirían los restos de un viejo galeón de guerra que naufragara espontáneamente junto a la costa antes de alcanzar el mar abierto de la batalla. Y sin embargo, las aguantaba mucho mejor que a las otras, las que habían tenido el valor, y la oportunidad, de arrasar su pasado para empezar otra vez desde un lugar no tan cercano al cero, el escenario de una fase horizontal tan tensa y tan furiosa como un cable formidable, capaz de aguantar en vilo este planeta. Ya no creían tener por delante todo el tiempo del mundo, así que no podían correr el riesgo de equivocarse. Y no se equivocaban. Las veía en la editorial, andando por los pasillos, y a veces también fuera de allí, tomando un café, comiendo deprisa, esa cara de tontas enajenadas, la piel brillante y la boca siempre entreabierta en un pespunte de carcajadas breves, repentinas, para celebrar ciertos misteriosos detalles que jamás se permitían contar en voz alta. Lo que nunca dejaban de afirmar, sin embargo, hasta en los peores extremos de su estado de levitación, como si pretendieran sacarme definitivamente del último quicio, era lo de siempre, tú sí que vives bien, Marisa, su voz me llegaba desde muy arriba, andaban a palmo y medio del suelo, pero ni siquiera así callaban, sin aguantar a nadie, tu casa, tu rollo, tus cosas, ¡qué envidia, tía…! Curiosa pasión, la envidia. Verde y hedionda, e inevitable, pero aún más, imprescindible. Algunas veces, renunciar a la envidia significa asumir el estado mineral, la condición sin esperanza.
Yo las envidiaba porque no tenía más remedio que envidiarlas, porque los buenos amores, y hasta los malos, rejuvenecen, y ellas volvían a hablar de embarazos, y de pediatras, y de hipotecas, y se les llenaban los ojos de lágrimas mientras sus labios se precipitaban en una pirotécnica competición de insensateces, y te juro que nunca me había pasado nada así, y te prometo que éstos
son los mejores años de mi vida, pero no mentían, sus caras no consentían siquiera el consuelo de suponer que pudieran estar mintiendo, y nunca fueron más de dos a la vez, cinco o seis en total en los últimos años, y unas veces las conocía mejor, y otras peor, y a algunas hasta las quería de verdad, a Rosa la quería cuando volvió de Zurich, pero aquel mismo día dejé de aguantarla, porque Ignacio era un buen marido, guapo, tranquilo, gracioso a veces, y los niños estaban sanos, y eran muy monos, y hasta iban bien en el colegio, y ella tenía una vida cojonuda para pasarse los días suspirando y diciendo que quería flotar y, encima, había flotado, y por eso había decidido que no la iba a aguantar más, pero a Ramón no le podía contar ni la cuarta parte de todo esto, porque su amistad era la única que me importaba conservar, la única que estaba dispuesta a mantener a cualquier precio.
—Oye… —levantó la vista de la pantalla para mirarme, mientras su ordenador me traducía los disquetes de un redactor que, por algún motivo inexplicable aparte de las ganas de fastidiar, se negaba a entregar los textos en cualquiera de los dieciocho tratamientos que controlaba mi propio sistema—, ¿qué le ha pasado a Rosa? Está rarísima. Me la he encontrado esta mañana en la máquina del café, hecha una zombie. Se ha tirado media hora estudiando las teclas y luego ha sido incapaz de acertar con lo que quería. Al final, se ha tenido que tomar un chocolate. Le he preguntado si tenía sueño y me ha dicho, qué va, si yo te contara…
—Pues que te lo cuente ella —sólo pretendía ser escueta, pero mi respuesta sonó como un desafío, quizás porque mi lengua no tropezó con mis dientes en ninguna sílaba.
—¿Ha pasado algo? Dímelo, Marisa, en serio… —Ramón, que siempre ha sido muy cotilla, me estudiaba ahora con auténtico interés.
—En el trabajo no. Pero se ha–a enrollado con un tío, y está muy nerviosa.
—¿De verdad? —sonreía como si ninguna otra noticia hubiera podido producirle más placer—. Pero ella está muy casada, ¿no?
—Má–as bien cansada —maticé.
—Ya… Bueno, no me extraña mucho, con lo buena que está, deben salirle novios todos los días…
Fue entonces cuando renuncié a decir lo que estaba pensando, porque Ramón nunca estaría de acuerdo conmigo en que, por muy atractiva que llegara a resultar, Rosa era más una chica mona que otra cosa, y no quería volver a acordarme de la tía Piluca. Y aunque por un instante me sentí cobarde, no llegué a arrepentirme de mi falsa prudencia, porque si nos hubiéramos enredado en una discusión como la que nos había enfrentado un par de meses antes, quizás nunca habría llegado a contarme aquello.
—La verdad es que la entiendo muy bien, ¿sabes? Hace unos días, no sé, antesdeayer, creo, cuando sonó el despertador, Flora saltó de la cama con muchas prisas porque había quedado con su madre para llevarla al médico. Normalmente yo me levanto primero, pero aquel día me quedé acostado mientras la veía moverse por la habitación, subir la persiana, abrir el armario, coger la ropa… Había dormido con una camiseta muy grande, de esas que se pone para ir a la playa, y llevaba una cara de Mickey Mouse desteñida de rojo, enorme, justo encima de la tripa. No sé por qué, pero me di cuenta de que la estaba mirando como si fuera la mujer de otro, un animal del zoológico, un objeto que nunca me hubiera pertenecido porque tampoco, nunca, lo hubiera querido tener, y me iba diciendo, ¿esto va a ser la vida, coño? Ella cada vez más gorda, y yo aquí, mirándola…
—No se trata de ser feliz, supongo, no es exactamente eso…
Ramón empezó a hablar en el instante en que atravesamos la verja que aislaba la editorial del resto del mundo, y siguió hablando sin parar mientras caminábamos hacia ninguna parte en concreto, vamos a tomar una copa, me dijo cuando me lo encontré en el vestíbulo, vamos, acepté, y cruzamos Arturo Soria para embocar la calle Alcalá, y empezamos a descender por ella desde más allá del número quinientos, avanzando muy despacio.
—Nadie es nunca feliz, así, del todo, ¿no?, porque siempre tienes algún problema, casi todos los días hay alguna pega que resolver, o una decisión complicada que tomar, o se rompe algo en la cocina, o te suspenden a un niño, no sé, a mí por lo menos me pasa eso, así que no me quejo por no ser feliz, ni siquiera aspiro a tanto, pero me gustaría tener ganas de volver a casa por las tardes, fíjate que no es mucho, pero salgo de la editorial muerto, y a pesar de todo, no me apetece volver a casa, y eso es lo que me revienta… Y tampoco puedo echarle toda la culpa a Flora, aunque la tenga, porque ella siempre ha sido igual, siempre ha hecho las mismas cosas, lo que pasa es que yo antes tenía paciencia y ahora no tengo, antes la aguantaba y ahora no la aguanto, antes la justificaba y ahora no me sale de los cojones justificarla, no es más que eso, y que la conozco mejor, o peor, yo qué sé… ¿Sabes por qué me casé con Flora?
—Porque esta–aba embarazada —contesté sin pensarlo mucho, él mismo me lo había contado poco después de conocernos.
—No, ya… Me refería a otra cosa. ¿Sabes por qué me enrollé con ella?—negué con la cabeza—. ¡Pues porque ella quería, así de claro! Da pena, ¿no? Pero es que, hasta que ella quiso, no había querido ninguna. Yo siempre he sido muy mono, ya sabes, tan gordito, con las gafitas, empollón pero buen bebedor de cerveza, en fin… Tenía miles de amigas, las chicas me contaban a mí lo que no le contaban a nadie, era el mejor colega de toda la facultad, me inflaba a hacer trabajos de curso para todas las tías buenas que conocía, y nada, pero es que nada, no me comía un colín, hay que joderse. Y entonces conocí a Flora, que era amiga de una amiga de una compañera de especialidad que me gustaba tanto, pero tanto tanto, que hasta me ofrecía a ir a la farmacia a comprarle Neogynona porque a ella le daba vergüenza pedirla, fíjate si sería pardillo, yo, un imbécil, eso es lo que era, total, que apareció Flora y enseguida se las arregló para que yo me enterara de que se había quedado conmigo, y yo estaba más salido que un mandril, te lo juro, y ni me paré a pensarlo, ésa es la verdad… Ella tenía veintidós años, uno más que yo, y no estaba mal, por cierto, mona de cara y un poco regordeta, pero graciosa. La verdad es que hasta llegó a parecerme divertida de puro simple, porque todo la asombraba, todo era superior a sus fuerzas, todo le daba risa, o miedo, hasta chillaba en el cine y esas cosas. Me lo pasaba bien con ella, porque todo era nuevo para mí, besarla por la calle, andar abrazados, compartir las palomitas… Además, no me podía permitir el lujo de reconocer que la única tía del mundo que quería acostarse conmigo no fuera maravillosa, así que me lancé de cabeza, como te puedes imaginar… Ella no era virgen, pero yo sí. Las primeras veces que lo hicimos, estaba tan preocupado por que no se me notara que ni se me ocurrió preguntarle si estaba tomando algo. Se suponía que ella era la experta, y como no me dijo nada, pues… se quedó preñada. Y no te lo podrás creer, pero ni siquiera me vine abajo cuando me enteré. De repente, casarme me hacía hasta ilusión, hay que joderse, cómo somos los seres humanos. Me dio protectora, ¿sabes?, me sentía un hombre de verdad, responsable, consciente… ¡joder! Total, que cuando llevaba siete meses saliendo con la primera mujer que había conocido en mi vida, ¡zas!, hasta que la muerte nos separe… Y aquellos polvos trajeron estos lodos, desde luego.
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