Array Array - Atlas de geografía humana
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Medité rápidamente aquella oferta. No tenía ganas de hablar, pero sí un poco de curiosidad por su elección, el hilo que escogería para tirarme de la lengua.
—Está bien —accedí al final—. Reparta cartas.
—Hábleme de usted en la universidad.
—¿Por qué?—había logrado sorprenderme de verdad.
—El día que nos conocimos, me dijo que aquellos años se le escapaban.
Vino aquella mañana con una camisa roja y el mejor aire de agitador que yo haya visto jamás… Llegué a construir esta frase en mi cabeza, pero mis labios no se decidieron a pronunciarla. No estaba muy segura de querer hablar de aquella época, por más que encerrara el origen de algunas de las mejores cosas de mi vida. Por eso elegí la entrada más oblicua para regresar a aquel tramo del pasado.
—Estudié Letras, por supuesto, concretamente Filosofía. Suponía que todo el mundo esperaba que escogiera algo así, y eso hice, más o menos… Ya sé que no parece una declaración muy inteligente, pero es la verdad. Cuando empecé el bachiller superior, en casa dieron por sentado que
haría Letras. Las Ciencias también me gustaban, sobre todo las Naturales, aunque en Matemáticas me perdía un poco. Recuerdo aquella época como una inmensa confusión. Fui una estudiante discreta, ¿sabe?, o a lo mejor sería más justo decir que fui buena, pero nunca brillante, no sé si me entiende… Yo aprobaba, pero muchas veces no acababa de adivinar por qué, no tenía conciencia de poseer de verdad los conocimientos… la capacidad que mis notas garantizaban. Y cuando suspendía, tampoco comprendía muy bien qué había pasado. El dibujo era una tortura para mí. Creo que sólo por perderlo de vista me afilié al criterio de mi madre, que repetía a cada paso que Filosofía y Letras era una carrera estupenda para una chica. De pequeña era muy dócil, me temo que la docilidad es un rasgo innato en mi carácter. He tenido que aprender a combatirla sin piedad, porque sé que existen pocos genes más peligrosos…
Hice una pausa para mirarla pero, de puro inexpresivo, su rostro permaneció esta vez tan mudo como si hubiera decidido negárselo a mis ojos, y me arriesgué a ser conscientemente sincera, por primera vez.
—Mi madre cambió de religión, cambió de ideología, y hasta de piel, para convertirse en la mujer de mi padre y adorarle sólo a él. Hasta donde yo recuerdo, su docilidad se asomaba al mismísimo borde de la tontería, pero si me hubiera atrevido a decir esto alguna vez en voz alta, nadie habría estado de acuerdo conmigo. Para los demás, mi padre el primero, mi madre ha sido siempre una diosa. Bella, perfecta, misteriosa… Admirable como una estatua. Y silenciosa como el mármol, también, porque no solía opinar en público. Supongo que no tendría gran cosa que decir pero, no sé por qué, la gente interpretaba su permanente ausencia como una muestra más de su ilimitada capacidad de seducción, otra contraseña de un carácter fascinante. No se equivocaba nunca, claro, nunca fallaba, porque sólo intervenía en el preciso segmento de las conversaciones donde su ingenio podía brillar sin ningún riesgo. Estaba específicamente dotada para ironizar acerca de los demás, interpretar maliciosamente cualquier comentario, sugerir el mejor mote, hacer juegos de palabras… Todavía es su gran especialidad. Los dioses, ya se sabe, son crueles, nadie debe reprocharles su naturaleza. Y en definitiva, este rasgo de brillantez estaba al servicio de mi padre tanto al menos como la elegancia de su vestuario o la impecable organización de las fiestas al aire libre que celebraban en verano, en la casa de la playa. Él la había fabricado, y ella parecía feliz en aquel vestido que no acababa de ceñirla del todo, o por lo menos, eso pensaba yo, porque yo conocía también en ella misma a otra mujer que seguramente ninguno de sus adoradores se habría atrevido a sospechar que existiera. Hasta que la decepcioné, y perdió cierta clase de interés en mí para ganar a la vez un determinado tipo de confianza, mi madre me inculcó una educación muy parecida a la que había recibido de su propia madre, una rigidez que no aplicó ni remotamente a mis hermanos varones, aunque ellos también tuvieron ocasiones suficientes para reconocer la silueta del embudo que gobernaba nuestras vidas…
Me detuve un instante, como si necesitara esforzarme para recuperar el eco de aquel discurso, algo así como la banda sonora de mi infancia, acabarás pareciéndote a mí, ya lo verás, no te preocupes por tu nariz, pero ¿qué dices?, si tus piernas no van a ser siempre así de huesudas, un buen día empezarás a cambiar y en seis meses no te reconocerás a ti misma, en serio, ya lo verás… Eso decía ella, pero yo no acababa de ver nada, y a los doce años parecía un ave zancuda, y a los trece igual, y a los catorce por fin engordé un poco pero la silueta de mis piernas no mejoró, y yo la miraba, la admiraba, como todos, tan equilibrada, tan hermosa, tan redonda donde tenía que ser redonda, tan estrecha donde tenía que ser estrecha, los huesos y la carne alternándose sobre su cuerpo en la proporción más feliz, cifras de una armonía casi musical, melodiosamente despiadada. Yo quería ser como ella, necesitaba ser como ella para entrar en sus cálculos, para llegar hasta la línea que había trazado en mi vida, para complacerla, la había escuchado muchas veces y conocía sus planes, el fracasado proyecto de mi inminente divinización. Yo había nacido para asegurar su memoria, para ascender a su trono, para aligerar sus hombros poco a poco del peso de tanta belleza, pero Naturaleza no dio de sí, y todas sus profecías naufragaron. Entonces comprendió que yo nunca sería competencia para ella, y esa certeza debió de endulzar el mal gusto de la derrota. Nunca volvió
a ocuparse de mí como antes.
—A mi madre le molestaba mucho que su única hija fuera fea, sobre todo porque los varones habían salido muy guapos. Ella había calculado más bien lo contrario y nunca ha sido buena perdedora, así que, después de resignarse a brillar en solitario, me dejó bastante tranquila, ésa es la verdad. Se lo agradecí mucho, no crea, pero mi gratitud habría llegado mucho más lejos si no hubiera tenido la impresión de que, en ciertas ocasiones, mi presencia llegaba incluso a desagradarla… —me advertí a mí misma que seguramente no me iba a gustar la cara, una mueca que sospeché más recelosa que escéptica, con la que una inter–locutora tan discreta recibiría sin duda este último comentario, y me anticipé a cualquier reacción sin pararme a comprobar el grado de acierto de mis conjeturas—. No, no me mire así, por favor, no me he vuelto más loca de repente, se lo digo en serio. Lo que quiero decir es… —marqué una pausa destinada a encontrar algún argumento contundente, mientras comprobaba que su rostro seguía siendo tan monótono como el más asiático de los desiertos—. Por ejemplo, a mi madre no le gustaba que yo interviniera en su vida social. Fiestas, cócteles, ¿comprende? Ella interpretaba mi físico como un defecto suyo, y no estaba acostumbrada a que nadie le señalara un defecto. A las bodas no le quedaba más remedio que llevarme, pero en general evitaba exhibirme, yo creo que hasta prefería que no nos vieran juntas… Hablo en presente porque todas estas cosas las he comprendido muchos años después de que ocurrieran, cuando era ya una mujer hecha y derecha. En aquella época, sólo me daba cuenta de algunos detalles sueltos, como que tardaba muchísimo menos tiempo que antes en comprarme ropa, o que de repente me resultaba muy fácil conseguir permiso para irme a dormir a casa de una amiga cuando venía gente a cenar, y creía que todo esto no eran más que ventajas de la edad, que me estaba haciendo mayor y mi familia lo reconocía, simplemente, no sé, en aquella época yo no entendía nada, nunca entendía nada, de ninguna cosa, la perplejidad era mi estado natural, me sentía como si el azar gobernara completamente mi vida, como si cada alabanza y cada castigo fueran fruto de un sorteo en el que todo el mundo llevara papeletas, todo el mundo menos yo, así que cuando venía algo bueno, lo cogía y no me hacía preguntas. Total, nunca era capaz de contestármelas…
Me atreví a mirarla de frente, por fin, y no me pareció más, ni menos relajada que antes. Seguramente, ella adora a su madre, me dije, y por eso disimula… Llevaba tantos años pensando en mí como en un pequeño monstruo insensible y desagradecido, que casi me ofendió que encajara mi abominable confesión con la indiferencia habitual. Jamás me había atrevido a contarle a nadie, aparte de Martín, que mi madre había dejado de quererme por ser fea, semejante fracaso. Daba por descontado que nadie lo creería, que cualquier persona normal se pondría automáticamente del lado de mi madre, y en contra mía. La analista, en cambio, se había mantenido estrictamente neutral, y eso, teniendo en cuenta la universal convención sobre la santa infalibilidad de las madres, la ponía casi de mi parte. Lo más gracioso es que era precisamente ese detalle lo que me molestaba, tanto como si a la salida fueran a entregarme un certificado por haber vivido más de veinte años sintiéndome culpable sin necesidad.
—No importa —continué, como si esa simple frase fuera capaz de disolver cualquier confusión—. No me habría gustado ser la segunda edición de mi madre ni siquiera si hubiera valido para eso. El caso es que ella perdió interés y eso nos acercó, más que separarnos, porque acortó la diferencia entre la vida que teóricamente me correspondía y la educación que recibía en la práctica. Supongo que no me estoy explicando muy bien, pero es difícil… Verá, la imagen del mundo que yo manejaba cuando era una niña se puede comparar, más o menos, con un juego de muñecas rusas. La más grande representaba al exterior, España, Madrid, la dictadura, un país gris, duro, injusto, que había hecho sufrir a los nuestros y que nos amenazaba con asfixiar el porvenir. Luego, hacia dentro, existía otra realidad exterior mucho más restringida y muy distinta, otra España, otro Madrid, el Partido, el colegio, los amigos de mis padres, risas, lágrimas, desesperanza, diversión y juegos de palabras, conversaciones fabricadas con conceptos como resistencia, oposición, clandestinidad, y desde luego, progreso, justicia, futuro, siempre futuro. Dentro de esta muñeca cabía otra muy
parecida, un nivel sin embargo privado, interior, mi propia casa, una ciudad de colores en la que cada uno podía decir lo que quisiera, y leer lo que quisiera, y creer en lo que quisiera, como náufragos felices y bien alimentados en una isla propulsada en la dirección correcta por algún motor oculto. Y hasta aquí todo va bien, todo es lógico, razonable, hasta envidiable si se compara con lo que era habitual en otras casas, en otras vidas de chicas de mi edad, eso lo reconozco, pero el problema es que existía una cuarta muñeca, ¿sabe?, una muñeca íntima, pequeña y secreta, la mascota de una mujer que no se acababa de creer la vida que llevaba, las cosas que decía, las ideas que defendía. Mi madre no me enseñó a rezar por las noches, pero me obligaba a meterme en la cama con el pijama completo en pleno agosto, y a dormir la siesta aunque no tuviera sueño, y a comer repollo aguantándome las arcadas, y su jurisdicción desbordaba los códigos de una disciplina saludable para adentrarse en terrenos más turbios, pantanos definitivamente tenebrosos, incluso… Es sólo curiosidad, solía disculparse antes de atacar, y así acababa controlando a las familias de nuestros amigos del colegio, sabía a qué se dedicaban sus padres, cuántas casas tenían y todo eso… Jamás me dio una carta sin mirar antes el remite, y no toleraba que echara el pestillo cuando estaba sola en mi cuarto, ya sabe… En casa celebrábamos el primero de mayo, aunque no fuera fiesta, con una comida especial y brindis en los postres, pero las muchachas, y teníamos dos, miraban a mi madre con ojos humillados, enturbiados por unas gotas de pánico reverencial que ahora no me extrañan, la verdad, porque ninguna duraba mucho… Era el tipo de mujer que mueve los sillones para ver si hay pelusas debajo, llegaba a hacerse odiosa de puro exigente, en fin… Y mi padre era todavía peor. Él había arrastrado a su mujer a su propio terreno, la había bautizado en una fe que profesaba de corazón, había engendrado en ella hijos para una vida nueva, hombres y mujeres libres, fuertes, justos… No me estoy inventando nada, no crea, en cuanto que se tomaba un par de copas improvisaba un discurso de este estilo en el centro del salón, y yo le miraba arrobada, atontada más bien, porque le quería muchísimo y le admiraba mucho más, y sin embargo ahora sé que él era peor, porque él conocía todas las argucias de mi madre, asistía a todas las escenas, contemplaba cada arbitrariedad, cada ñoñería, cada prejuicio y sus consecuencias, y lo único que se le ocurría era abrazarla por detrás en plena bronca o darle un azote en el culo para que terminara antes, contestando que estaba absolutamente de acuerdo con ella en absolutamente todos los aspectos de la cuestión, si alguien perdía el tiempo en preguntarle. A mi padre sólo le interesaban dos cosas, el Partido y tocarle el culo a mi madre, así que sus hijos, los elegidos para el futuro, vivíamos en una pura contradicción, muy maquillada, eso sí, con los colores de la verdad, la justicia y el progreso.
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