Array Array - Atlas de geografía humana
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Desde aquel día, sólo me atreví a seguirle a distancia. Averigüé su dirección, perseguí su número por las guías de teléfonos, me enteré de cuántos hermanos tenía, a qué se dedicaba su padre, cómo se llamaba su madre, quiénes eran sus mejores amigos… Empecé a aparcar alrededor de su facultad, me aficioné a desayunar allí, y no en la mía, y algunos días ni siquiera volvía después a clase. Malgasté horas enteras dando vueltas por el hall, al acecho de cualquier timbre, cualquier señal, haciendo tiempo o deshaciéndolo, sólo para verle, y mientras tanto, rogaba sin cesar al cielo —ese cielo incoloro, inconcreto, un tanto escaso, de quienes no aprendimos a rezar de pequeños— que no consintiera que mis ojos se encontraran con los suyos. Una sola vez perdí, o gané aquella apuesta. Él me vio, y me sonrió, cuando la avalancha de las dos en punto le empujaba a través de la puerta de salida, y si hubiera corrido, quizás habría podido encontrarlo fuera, pero me quedé dentro, absolutamente quieta, adherida al suelo como si alguien hubiera clavado allí mis pies con un centenar de agujas certeras y finísimas.
Todo me dolía, todo me dolió hasta que le perdí de vista. En la primavera de 1975, cuando la muerte velaba ya cada noche la cama de Francisco Franco, Martín Gutiérrez Treviso se licenció en Derecho para amenazarme con morir para siempre en mi vida. Dos años después, yo misma terminé la carrera, empecé a trabajar en la editorial de mi familia, me alejé sin pesar de la universidad y supongo que le olvidé, si el olvido consiste en dejar de pensar en algo a todas horas, pero su
recuerdo me seguía doliendo, y aunque la verdad era que no le conocía, que nunca había llegado a conocerle en realidad, también era verdad que no podía evitar la imagen de su rostro, de su cuerpo, aquella camisa roja, aquellos zapatos castaños, con cordones muy gordos, superponiéndose automáticamente, por encima de mi voluntad, a las camisas y a los zapatos, al rostro y al cuerpo de todos los hombres que conocía, de los que veía por la calle, de los que trabajaban a mi lado, de los que existían, simplemente, en cualquier rincón del mundo. No esperaba volver a verle jamás, pero tampoco, por mucho que me lo propusiera, logré nunca extirparme la fantasía de un encuentro casual, extremadamente azaroso, un purísimo capricho del destino, y a veces, por las noches, me metía en la cama antes de llegar a tener sueño para inventarme a solas la historia de aquel amor improbable, y me quedaba dormida mientras definía minuciosamente los detalles más nimios, el tacto de sus manos, el vocabulario que escogería para sostener una conversación de cama, la plácida indolencia que aflojaría sus hombros un instante después de separarse de la mujer a la que estuviera amando en aquel instante, recursos a los que acudía mi terca imaginación para asediar sin tregua a una memoria traidora, descuidada, estúpida, la mía, que no alcanzaba ya a evocar con precisión sus verdaderos rasgos. Y sin embargo, cuando todos los astros del universo se colocaron en línea recta para que lo que no podía llegar a suceder jamás, sucediera de una vez, no reconocí su voz, un susurro agresivo de puro próximo, sus labios rozando el lóbulo de mi oreja para sobresaltarme en mi propio idioma ante la recepción de aquel hotel italiano donde habría jurado que nada, ni nadie, me era familiar.
—Es un consuelo comprobar que hasta los luchadores más duros se aburguesan con el paso del tiempo…
Me volví tan deprisa, tan bruscamente como si esas palabras encerraran una terrible clase de amenaza, y lo descubrí ante mí, relajado y sonriente, infinitamente satisfecho de sí mismo, mientras mis piernas empezaban a temblar, y temblaban mis manos, y mis sienes, y si era placer lo que sentía, se parecía mucho al pavor, y si era miedo, nunca ha vuelto a ser tan placentero. Incapaz de gobernar mi cuerpo, me recosté sobre el mostrador para obligarle a estarse quieto, y todavía tardé un par de segundos en pronunciar el saludo más torpe. Entonces, se inclinó sobre mí, tomó mi mano derecha, y la besó muy ceremoniosamente, y quise morirme allí mismo, cortar de un tajo la película de mi vida, permanecer eternamente suspendida de ese instante, capturando sus labios en mi mano para siempre.
—¿Y qué? —me preguntó luego, ignorante hasta de la menor de mis convulsiones—, ¿hemos vuelto al redil…?
Fruncí las cejas para contestar que no entendía su pregunta, y él respondió a mi gesto llevando el índice de su mano derecha hasta la solapa izquierda de su americana, donde una tarjeta plastificada, colores y símbolos inconfundibles, le identificaba como invitado a la fiesta anual del PCI.
—¡No…! —sonreí—. Mi viaje es mucho más aburrido. He venido a la Feria del Libro Infantil. De espía, ¿sabes? En la editorial están pensando en abrir una colección para niños, y me han encargado que me entere de cómo están los derechos, qué novedades hay, en fin…
—Te sienta muy bien —me interrumpió.
—¿Qué? —pregunté de nuevo, desconcertada por segunda vez en un par de minutos—. ¿Mi trabajo?
—Sí… Todo —hizo un gesto vago, dibujando con la mano un círculo que aspiraba a señalarme entera—. El pelo corto, la ropa que llevas, el collar de azabache, las medias negras, ese aire estupendo de mujer cosmopolita que viaja sola… Estás muy guapa.
—Muchas gracias —y por fin me consentí ruborizarme, hasta que mis mejillas hicieron juego con mi traje de chaqueta de lana rojo, como su camisa de un día ya lejano.
Entonces me preguntó qué planes tenía para aquella noche, y le contesté que ninguno, aunque había quedado con una agente holandesa que estaba a punto de aparecer por el bar del hotel. Escribí a toda prisa una nota de disculpa para ella mientras él subía un momento a su habitación, y cinco minutos después, tan rápido, tan fácil como chasquear los dedos, caminábamos juntos por la calle
hacia la luz, hacia la música y el bullicio de las enormes carpas blancas.
—¿Qué te pasó? —preguntó mientras me rodeaba por detrás, para colocarse al otro lado—. Así está mejor —y me cogió del brazo—. Ya sabes que estar a mi izquierda no te favorece nada.
Me concedió el tiempo suficiente para que le riera la gracia antes de insistir.
—No, en serio… ¿Por qué desapareciste? Te eché de menos, ¿sabes? Me gustó mucho pegarme contigo, fuiste muy rápida, y muy lista, aquella vez. Demasiado, casi, teniendo en cuenta con quién estabas, todos esos tarugos que siguen creyendo que dialogar consiste en gruñir marcando el ritmo a base de puñetazos, como si la mesa fuera un tambor… Pregunté por ti alguna vez, pero nadie sabía nada.
—Se me quitaron las ganas de apoyar cualquier proyecto de acción conjunta, ¿sabes? Y si pretendías seguir discutiendo conmigo, no deberías haberme machacado tanto… —le miré para comprobar que todavía estaba de buen humor—. Lo de joven heredera insatisfecha fue realmente asqueroso, por cierto.
—Sí, lo reconozco, pero es que te estabas pasando mucho, guapa…
En aquel momento, me sentí incapaz de admitir que mi viejo plan hubiera dado resultado pero ese detalle perdió importancia muy pronto, porque antes de que terminara la noche mis reflejos se habían diluido ya en la torpeza de la mayor lentitud, todos mis nervios insensibilizados por el estupor, mi inteligencia detenida en la cifra de un misterio que se estiraba minuto a minuto, con la firme delicadeza de una hebra de caramelo que supiera cómo crecer y crecer para rodear el mundo, y que lograra abarcarlo por completo, tan inofensiva y frágil como era, antes de solidificarse para siempre sin haberse quebrado jamás. Si la condición de la felicidad exige también vivir lo que antes se ha soñado, yo nunca fui feliz hasta aquella noche, y sin embargo, encadenada al vértigo de unos prodigios incapaces de medir su propia velocidad, no me di cuenta entonces, ni me paré a pensarlo al día siguiente, y después de desayunar con Martín de pie, en un bar pequeño y bastante sucio que nos pillaba de paso, me fui a la feria sintiéndome ligera y a punto de reírme de cualquier cosa, como una loca bendecida por la mejor, por la peor de las locuras, y recorrí kilómetros de pasillos, visité docenas de estands, recogí una colección completa de tarjetas de visita con el gesto mecánico, fríamente aprendido, del sepulturero que da el pésame sin sentirlo a otra viuda desconocida, una más, mientras calcula por dentro qué habrá puesto su mujer para comer,.. Así, como una pasajera accidental del mundo, un figurante imprevisto de una representación teatral en lengua muerta, un instrumento afinado dos tonos por encima del resto de la orquesta, me sentía yo, y así, envuelto en los vapores de una droga capaz de hacer dudoso lo más cierto, sentía este planeta y la totalidad de las cosas que alberga. Hasta que la realidad se filtró lentamente por las rendijas de una persiana mal ajustada, y a la luz fantasmagórica del amanecer del tercer día —para mí no existirá jamás otro día que sea el tercero—, miré a los ojos de Martín y recobré su imagen de aquella mañana, el paraninfo de la facultad, la camisa roja y unos zapatos tan extraños, y mi memoria, repentinamente poderosa, astuta, cerró el puño para acertarme en el centro de la frente, y sólo al amparo de aquel golpe me atreví a sospechar al fin, por primera vez, que todo aquello estaba pasando de verdad, que me estaba pasando a mí, y que era verdad. Cuando la última brizna de sensatez que conservaba me advirtió que no sería conveniente que me desnudara hasta ese punto, ya había empezado a hablar, y ni siquiera ahora podría explicar por qué me era tan necesario, de repente, llegar hasta el final.
—¿Sabes una cosa? —resguardada en la penumbra y en la sombra de su cuerpo, que sus brazos mantenían pegado al mío, arranqué en el tono ingenuo, sonriente, de las ocurrencias—. No te lo vas a creer, pero yo empecé a fijarme en ti mucho antes de aquella reunión. A lo mejor ya no te acuerdas, pero aquel mismo curso, no sé…, justo después de las vacaciones de Semana Santa debió de ser, una mañana viniste a mi facultad, Filosofía A, a cerrar una asamblea… —hice una pausa innecesaria, él asentía con la cabeza como si recordara todos los detalles—. Bueno, pues me impresionaste mucho, en serio. Yo creo que nos impresionaste a todos. Hablabas desde el centro del estrado, a cuerpo descubierto, sin leer, sin consultar ningún papel… Parecías un líder auténtico, ¿sabes?
—Lo soy —me respondió entre risas.
—No, tonto, te lo digo en serio… Y me recordaste… Ahora sí que te vas a reír de mí, te vas a morir de risa pero… En fin, supongo que una no puede escoger, que no se pueden controlar ciertas cosas…
Si la luz de aquel amanecer hubiera sabido crecer sólo un poco más aprisa, quizás él habría podido deducir de mi color, mis mejillas más rojas que su ropa de entonces, el sentido de mis titubeos, el atropellado curso de una confesión en la que mi garganta encallaba como en un desfiladero de aristas agudísimas, un paso infranqueable, una trampa mortal, pero el sol tardaría mucho tiempo en salir y él, los ojos serenos y una sonrisa plácida que aún le debía su perfil al sueño, no esperaba ninguna noticia extraordinaria de mis labios temblones, tontamente arrepentidos de haber empezado a moverse cuando ya no recordaban la manera de parar.
—Lo que quiero decir es que… Por ejemplo, a los homosexuales que fueron a colegios de curas les excitan las tallas de San Sebastián, ¿no?, con las flechas, y la sangre, y eso… Y, más o menos, pues… No sé, supongo que esto es lo mismo…
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